No me atrevía a leerla de nuevo. No lo hice ni una sola vez en los días siguientes, con la nota aún doblada en la solapa de mi libro de texto escolar.
Tenía mucho miedo. Me preocupaban esas palabras, palabras que significaban tanto y llenas de promesas que no había pronunciado.
Él me aterraba.
Quería concentrarme en la clase, en el profesor que la impartía en el centro del aula. Incluso después de años de enseñar la misma asignatura, la historia de nuestra gente, la clase de los Comerciantes, lo hacía con pasión.
El horario estaba organizado en bloques de clases que incluían tres horas de historia: una hora de Historia de los Comerciantes y de nuestro lugar en la sociedad; otra de Historia del País, y otra de Historia del Mundo, bien nutrida de historias de antiguas aristocracias, democracias y dictaduras que habían emergido y caído antes del Tiempo de los Soberanos.
Como éramos Comerciantes, también teníamos clases de ventas, contabilidad y economía. Había también una hora para una materia optativa, que podía estar relacionada con el arte, las ciencias o la cocina. La verdad es que estaban bastante enfocadas a formarnos como Comerciantes, porque el arte suponía aprender sobre la industria textil, sobre la cerámica o cualquier diseño que sirviese para envasar y vender. Instrucción que nos preparaba para nuestro papel en la sociedad.
Tomé apuntes a medias de la clase, como si lo que explicaba el profesor fuese más importante que el papel guardado en el libro bajo mi pupitre.
Moví el pie y, sin querer, tumbé la cartera y todo lo que había dentro quedó esparcido por el suelo. Me agaché para recogerlo, con la cabeza baja para reunir los lápices y las hojas de papel que se habían desparramado. Lo ordené todo con cuidado en la cartera y entonces vi la nota, que sobresalía de la cubierta del libro en el que la había escondido.
Deslicé mis dedos por la superficie, impaciente por cogerla.
«No debería», me dije, y seguí tirando de ella. Me debatía entre la anticipación y el sentimiento de que era un error leerla otra vez. No merecía ni un segundo más de mi tiempo. Él no merecía el espacio que ya ocupaba en mis pensamientos.
Asegurándome de que nadie me veía, me volví a agachar y leí la nota que había memorizado.
Nadie se dio cuenta.
Sujeté la nota y visualicé las siete palabras que tenía escritas. Siete palabras que me sabía de memoria. Siete palabras que significaban tanto para mí. Desdoblé la parte de abajo, otro tercio, desviando adrede la vista.
Contuve la respiración.
Y pude leer con claridad:
Juro que te mantendré sana y salva.
* * *
Pasé el resto del día intentando olvidar la nota y deshacer el daño que me había infligido al querer leerla de nuevo. Ya no podía escapar de esas palabras, como si estuviesen grabadas en mí o hubiesen marcado las letras, a carne viva, en mi propia piel. Su significado me daba dolor de cabeza.
Me pedía demasiado con ese simple juramento.
¿Cómo podía prometerme eso? ¿Cómo podía tomar yo en serio esa promesa? Apenas me conocía, y yo, desde luego, tampoco lo conocía. No tanto como para confiar en él. No con el tipo de información sobre mí que él sabía o que creía saber.
Una información que podía llevarme a la muerte.
No podía creer sus palabras, así que tomé la resolución de ignorarlas. Olvidaría la nota. Lo olvidaría a él.
Ya no me empeñé en concentrarme en la clase y me dediqué a otras tareas. Fui al restaurante después del colegio, pese a que no me tocaba trabajar. Aprovisioné la despensa, lavé los platos, limpié las mesas y los bancos de la cocina. Hice un inventario de los víveres y ayudé a mi madre a trocear verduras. Ya no quedaba nada en lo que ocupar mis incansables manos.
Aun así, me negaba a pensar en la nota que él había escrito.
Hasta que me dije que solo me quedaba una opción.
Cogí una vela y crucé la cocina, salí del restaurante por la puerta trasera y llegué al callejón. Localicé un hueco oscuro en la esquina, lejos de las miradas de los transeúntes, y me puse de cuclillas para prender la vela. Saqué de mi bolsillo trasero la nota.
Pensé en leerla por última vez, pero no lo necesitaba. No necesitaba verla de nuevo, porque aquellas palabras me perseguirían para siempre, incluso en ausencia del papel en el que estaban plasmadas.
Sujeté el papel por un extremo y lo coloqué sobre la vela. Dudé un segundo antes de que el fuego lo absorbiese. Vi cómo la llama lo consumía y lo tiré al suelo antes de que me quemase los dedos.
Se redujo a cenizas, primero naranjas y después de color negruzco y varios tonos de gris, según se las llevaba lentamente el viento.
Me sentí mejor cuando el papel se hubo desintegrado y ya no podía ser una tentación. Así me encontró Brooklynn, en el callejón oscuro, con una vela en las manos y mirando su llama diminuta, por fin liberada.
* * *
Brooklynn era una maestra en convencerme para que hiciese cosas que no quería hacer. Siempre lo conseguía. Cuando no era mucho mayor que Angelina, Brook me convenció para que me cortase yo misma el cabello y me hiciese pasar por un chico. Creyó que sería divertido, como una broma que le haríamos al resto de la clase: había un chico nuevo en el curso.
Por desgracia, a mis padres no les pareció ninguna broma.
Y, lo que era peor, parecía un chico de verdad con mi peinado a trasquilones. Ese año, mis compañeros dejaron de llamarme Charlaina y empezaron a llamarme Charlie.
Me gustaba el apodo, incluso me pegaba más, y me volvió a crecer el pelo. Ese también fue el año en que supe que no me podía fiar de Brooklynn. No porque fuese una mala amiga… No lo era. Tampoco porque fuese vengativa o rencorosa… No. Ella era… temeraria.
No hace falta decir que muchas veces tuve que mantenerme en mis trece para no hacer lo que no me convenía.
Por suerte, esta no era una de esas veces, y Brook había llegado en el momento justo. El momento en que necesitaba su particular forma de distraerme. Cuando quería que me sacase de mi mundo y me invadiera el suyo.
Una noche con Brooklynn era lo que necesitaba para evadirme y alejar mi pensamiento de… otras cosas.
El rally en el parque sería una distracción perfecta.
* * *
Tuvimos que prometerle a mi padre que estaríamos todo el tiempo juntas —algo que era más por el bien de Brooklynn que por mí— y a mi madre que estaríamos en casa antes del toque de queda. La verdad es que no sabía dónde pensaba que íbamos a estar tan tarde, si el parque se quedaría vacío mucho antes de que sonasen las sirenas. Lo último que todos queríamos es que nos pillaran incumpliendo la ley.
Como siempre, llevaba el pasaporte pegado al pecho.
Sabía bien lo que nos encontraríamos antes de llegar a la concentración junto al río. En los tiempos en que empezaron, los rallys eran otra cosa, y su nombre aludía a algo completamente distinto. Se habían creado como espectáculos para apoyar a los que se habían alistado; eran celebraciones para animar a los novatos de nuestras tropas que soportaban una amenaza de guerra inminente por parte de nuestros enemigos de dentro y de fuera de las fronteras.
Pasaron días, meses y años, y los rallys cobraron un significado muy diferente. Ahora eran fiestas ilegales, reuniones para jóvenes que, con la excusa del patriotismo, se celebraban en el parque cercano al río y eran un pretexto para salir por la noche, bailar, armar alboroto, cantar y divertirse.
La única vez que habían supuesto algún peligro fue cuando una multitud ebria se puso violenta, enardecida por un hombre que llamaba a la desobediencia. La violencia se expandió por todas las calles de la ciudad. Los mismos militares en honor de los cuales se habían creado los rallys mataron a algunos de los activistas.
Ya hacía meses de eso, y ahora había guardias patrullando en estos encuentros mensuales. Mantenían el orden, como una forma de evitar que la fiesta se convirtiese en protesta y caos.
Aquel día, los participantes estaban muy animados, pues la noche era más templada, en una primavera que ya tocaba el verano. La brisa de la ribera del río prometía música, bebida y baile. El sonido de los instrumentos, tocados en una ensayada armonía, llegaba más allá del exuberante paisaje del parque, hasta las calles. Era pegadizo y alegre.
Brooklynn aferró mi mano para asegurarse de que no cambiaría de idea y regresaría. No hacía falta. Me alegraba estar aquí, agradecía su presencia y la distracción que me ofrecía la celebración.
Pasamos al lado de un grupo de hombres que tocaban varios instrumentos bajo un denso conjunto de árboles frondosos. Cantaban, o más bien berreaban. Me hizo mucha gracia cómo alzaban la voz más y más para llamar nuestra atención. Brooklynn se reía y los provocaba saludándolos con la mano, guiñándoles el ojo y moviendo las caderas. Nos pidieron que nos acercásemos y que cantásemos nosotras, pero Brooklynn me incitó a alejarnos.
Nos detuvimos junto a un arbusto florido. Brooklynn cogió una flor roja y me la puso en el pelo, al lado de la oreja. Me besó en la mejilla.
—Estás preciosa. —Y me guiñó el ojo a mí también.
—¿Ya estás borracha? —le dije, cogiéndola de las manos.
Sonrió.
—Bueno, un poco.
De nuevo caminamos cogidas de la mano. Los serpenteantes senderos estaban iluminados con hileras de antorchas según nos aproximábamos al centro del parque, que era el lugar del rally, donde se celebraban todos los actos.
Nos saludaron algunas personas, conocidas y desconocidas. Brooklynn conocía a más gente que yo, en especial a los guardias vestidos de azul. Se animó a presentármelos, pero sabía que habría un momento en que incluso se olvidaría de que estaba con ella y la perdería de vista. Estaba en su naturaleza, y yo lo comprendía.
Nos invitaron a beber, y el líquido refrescante me arañó la garganta, me relajó y apaciguó mi mente. Aunque Brooklynn no necesitaba beber más, se lo tomó igualmente. Pasó entre la gente y los árboles en su plenitud y vi cómo se unía al baile. Tenía los brazos levantados por encima de la cabeza y giraba en círculos hipnóticos que invitaban a todos a acercarse a ella.
Como siempre, deseé que Aron estuviese conmigo. Estaría a mi lado y no me dejaría sola. Pero Aron no entraba en los planes de Brook. A ella no le gustaba que viniese con nosotras. Ya toleraba bastante tener que competir con él por mi atención durante el día, así que por la noche solo estábamos las dos.
Era una norma absurda, teniendo en cuenta que cada vez que salíamos hacía nuevos amigos y me abandonaba a mi suerte.
Brooklynn bailaba con un chico de pelo desaliñado que la apretaba contra él; la cogía de la cintura y ella lo miraba descaradamente a los ojos, como si solo ellos dos estuviesen allí.
Una voz metálica cortó mis pensamientos y me hizo temblar a pesar de la agradable temperatura de la noche.
—No deberías estar aquí. El parque no es un lugar seguro de noche.
Y sentí cómo la palma de su mano rozaba mi brazo, con ternura y a la par con el tono de su voz.
Sentí mariposas en el estómago, y también angustia porque distinguí un sentimiento que me recorría, una chispa. Lo más cercano a la ilusión que podía imaginar. Disimulé y respondí dándole la espalda.
—Por suerte para mí, no es tu problema adónde voy por la noche. O con quién.
Hice que soltase mi brazo y me dirigí hacia donde la gente bailaba, buscando a Brook para no perderla entre la multitud. Así no tendría que mirar a Max. No tendría que encontrarme con aquellos ojos grises que me desconcertaban.
Oí sus pasos tras de mí.
—Charlie, espera. No pretendía decirte lo que tienes que hacer. —Lo dijo de forma educada, pidiéndome que lo escuchase.
Me negué, cabezota, a hacerlo. Pero, en realidad, me lo negaba a mí misma. Creo que ni se enteró de mi negativa a la luz de las antorchas.
Una parte de mí deseaba que me siguiera, pese a que yo casi corría para escapar de él. Se me aceleró el pulso y, confusa por mi propia reacción, empecé a marearme y a sentirme insegura.
Mi cuerpo se estremecía como si nunca hubiese estado más viva.
Su mano tomó la mía y me detuvo, parándose ante mí. De nuevo, aquella batalla en mi interior que me desbordaba. No sabía qué quería.
No quería que me cogiese la mano. Pero sí quería.
Era como si mi mano estuviese hecha para la suya, pero no podía mirarlo.
—Charlie.
Solo una palabra, ese sonido suave, y ya no pude evitar prestarle atención.
Quería dejar mi orgullo a un lado y no podía. Me acarició con el dedo, y un río de electricidad recorrió mi cuerpo.
Bajé los hombros.
—Vete a casa. No puedo mantener mi promesa si tú misma te pones en peligro.
Su promesa. Acordarme de su nota me produjo escalofríos. Aun así, me resistía a acercarme más a él.
—No me iré —insistí sin atreverme a levantar la vista. Sin atreverme a verlo y a dejar que viese qué quería esconderle tanto.
Que solo quería que estuviese cerca de mí.
Soltó mi mano, y de pronto la sentí vacía y fría. Su tono fue más duro y cortante esta vez:
—¿Y si te obligo a marcharte?
Lo miré indignada.
—¡No puedes obligarme!
Pero lo miré y supe que me equivocaba completamente. Claro que podía.
Su uniforme estaba nuevo, inmaculado, e inspiraba respeto. No necesitaba más señal de autoridad para sacarme del parque y llevarme a casa.
No importaba mi opinión. Max podía obligarme a marcharme.
Puse mala cara y di un paso hacia él. Mi único conflicto ahora era solo con él, y no por él.
—¡No te atreverás! Tengo derecho a quedarme. No he hecho nada malo. ¡Yo no molesto a la gente, pero tú sí! Eres tú el que debería marcharse. —Intenté apartarlo de mi camino, pero no cedió. Ni se inmutó—. Quiero estar con mi amiga esta noche. —Mi voz rozaba la histeria—. Si hubiera sabido que estabas aquí, no habría venido.
Intenté pasar a su lado para huir, pero me rodeó con sus brazos en un abrir y cerrar de ojos.
Tenía el rostro pegado a su pecho y podía escuchar sus latidos a través de su chaqueta de lana. Podía sentir el calor de su cuerpo y la forma en la que el mío se moría por estar junto a él. Y su olor especiado, que me mareó. Deseaba más. Mucho, mucho más.
Mi fortaleza se tambaleó y se deshizo en pedazos. Encontré abrigo en sus brazos.
—Y si yo hubiese sabido que venías, habría venido solo para poder verte. —Su voz me acarició el oído. Habló de nuevo en un idioma que debía ser extranjero para mí—: Lo único que quiero es que estés a salvo, Charlie. Siempre.
Y con eso terminó el breve e idílico momento en el que estuvimos tan cerca que bajé la guardia. Me puse tensa antes de poder hablar. Ojalá no lo hubiese dicho.
No así.
Me liberé de sus brazos. Al mirarlo, noté que él sabía qué había hecho, en qué se había equivocado. Debía haber hablado en englaise.
—Charlie, lo siento.
Pero yo ya me había perdido entre el gentío, y él no me siguió. Aunque una parte de mí deseaba que lo hiciera.
Brooklynn estaba eufórica cuando nos encontramos, y aunque yo ya no estaba de humor para su alegría, lo disimulé. Estaba borracha por el alcohol y por la atención ajena. Era su estado perfecto.
Me sacó de mi escondrijo, entre los árboles de la orilla del río. Las hojas no me aliviaron, pero la oscuridad me había protegido y ocultado. Brooklynn se había empleado a fondo en mi búsqueda, y la había oído gritar mi nombre un buen rato antes de que me descubriese, metida en el agujero oscuro y enfurruñada en silencio.
—He conocido a un chico increíble. Ven a verlo. De verdad, Charlie, ¡te va a encantar!
Sus manos no me hacían sentir tan bien como las de Max. Su piel era suave y tibia, pero me rozaba con los dedos de forma insistente. Salí porque ella tiraba de mí, y me caí en medio del sendero.
—Si tanto te gusta, ¿por qué no sales tú con él? No me necesitas.
Brooklynn levantó una ceja:
—Porque tiene un amigo. Un amigo guapísimo. —Siguió tirando de mí—. Venga, no te lo puedes perder.
Me resistí a caminar.
—No me apetece conocer a nadie esta noche, Brook.
Se puso brazos en jarras, desafiante. Sus ojos marrones brillaban.
—¿Por qué no? ¿Por tu soldadito?
La miré sorprendida.
—Ah, es eso. Os he visto antes. ¿Y qué, Charlie? También he visto que no te ha seguido. ¿Para qué vas a quedarte sentada aquí sola y dejar que te fastidie la diversión?
Creo que odié a Brook en aquel momento, o lo más parecido a eso.
Me había visto discutir con Max y me había dejado por ahí sola, a sabiendas de que estaba disgustada. Le preocupaba más estar con algún chico que acababa de conocer que el hecho de que yo la necesitase.
Además, estaba la forma en la que había dicho «soldadito», llena de veneno.
¿Estaba Brook celosa?
Recordé aquella tarde en el colegio, cuando Max no le había hecho ni caso pese a que ella se había esforzado para ligárselo. Brooklynn no estaba acostumbrada a que la ignorasen.
Y mucho menos si la ignoraban por mí.
De repente, me pregunté si por eso le gustaba estar conmigo, porque le encantaba ver que los hombres siempre la elegían a ella, y no a mí. Me pregunté si esa era la razón por la que no quería que Aron saliese con nosotras, pues él la conocía y prefería mi carácter.
Y, a pesar de todo, no estaba enfadada con Brook. Ni siquiera me dio envidia que cuando regresamos al rally los chicos que me presentó le hicieran más caso a ella que a mí.
Supongo que debería estar celosa. Debería estar enfadada y dolida y sentirme insignificante por su comportamiento.
Pero solo me daba pena.
* * *
Max seguía allí. No lo veía, pero sabía que estaba cerca. Podía sentir su presencia tan bien como la mía propia.
Le seguía la corriente a Brooklynn, como si me estuviese divirtiendo, también para hacerle ver a Max que me importaba un comino que él creyese que debía irme.
Brooklynn tenía razón. El chico que había conocido, el del pelo alborotado con quien había estado bailando, parecía muy simpático. Su amigo, Paris, también era atractivo. Además, eran de los Comerciantes. Iban vestidos con sencillas telas de tonos marrones y grises, a las que estaba acostumbrada. Con ellos no tenía que fingir que no los entendía, independientemente del idioma que hablasen. Ellos eran la clase de personas que me convenía.
Pero no me equivocaba cuando percibí que ambos estaban más por Brooklynn. Incluso Paris, pese a que se esforzó para que me sintiese cómoda, no podía quitarle los ojos de encima.
La verdad es que no me importó. Él tampoco me interesaba. Cada fibra de mi cuerpo quería encontrar a Max entre los asistentes; tanto, que me puse ansiosa y tensa. Yo seguía riéndome con las bromas del chico y le acepté una segunda copa, y eso que mi cabeza empezaba a dar vueltas.
Dejé que me pusiera la mano en la cadera y que me dirigiera a la zona de baile. Nuestros hombros chocaban entre sí. Me apretó contra él más de lo que me pareció bien, pero no entendí mi reacción porque me dio igual, aunque no hacía ni horas que había imaginado estar así con Max. Con Paris me ocurría lo contrario: me repelía que me tocase, no lo soportaba.
Él insistía; sus brazos eran fuertes, y se acercaba más y más.
Miré a mi alrededor e intenté no ponerme nerviosa cuando su aliento, que olía a alcohol, se mezcló con el mío. Se movía al compás de la música y decidí no montar una escenita y seguir bailando, con reservas. Cuándo acabaría la canción y cuándo me podría escapar sigilosamente eran mis únicos pensamientos.
—Tienes unos ojos muy bonitos —me dijo en parshon, con sus labios calientes y pegajosos contra mi cara. Me dio risa y pensé en qué momento le había dado tiempo para mirarme a los ojos mientras se comía con la mirada a Brooklynn.
Sonreí ligeramente y aparté la cara.
—Gracias.
Deseaba que la canción acabase ya. Pero no fue la pausa de la música lo que interrumpió ese baile extraño. Fue algo para lo que no estaba preparada. Algo para lo que nunca estaría preparada.
Las sirenas comenzaron a rugir, y el eco parecía venir de dentro de mi cabeza. Un estruendo infernal rompió la tranquilidad de la noche.
No eran los avisos del toque de queda.
Me quedé petrificada, atontada por el súbito caos que se desató a mi alrededor.
No podía oír ni los chillidos con todo el ruido. Me empujaban en todas direcciones; la gente intentaba huir para ponerse a salvo, para escapar del parque y buscar cobijo. Para encontrar un refugio.
Busqué a Brooklynn. ¡La acababa de ver! Y ahora no la localizaba entre la confusión y la presión de los cuerpos.
—¡Brooklynn! —grité, pero mi voz se perdió en la conmoción. Me fijé en que una chica de mi edad se cayó al suelo en plena confusión por escapar. Un hombre la atropelló y le dio con su pesada bota en la cabeza. Ella intentó apartarse arrastrándose hasta un lado del sendero, clavando los dedos en la tierra sucia, pero no podía avanzar con suficiente rapidez.
Levantó la cabeza. Parecía mareada, y la sangre manaba de un lado de su cara. Y entonces la reconocí. Era Sydney, la chica de los Consejeros de la Academia que tanto nos había importunado cada vez que pasábamos por allí para ir a la escuela. La que se había mofado de mí en el restaurante de mi familia aquella noche, creyendo que no la entendía.
Sin pensarlo, me vi corriendo hacia ella. Me arrastraron, me golpearon, me sacudieron y me empujaron. Cada uno tenía la misión de salvarse a sí mismo. Cuando por fin estuve junto a ella, casi la pisé también. Estábamos arremolinados, cuerpo con cuerpo, y por poco le pasé por encima.
Me moví como pude entre la gente, abriéndome camino con esfuerzo. Alguien me dio un tirón de pelo, y sentí como si me quemasen el cuero cabelludo. Aun así, continué mi camino desviando la cabeza y llorando de dolor.
Nadie me oía. A nadie le importaba.
Sydney todavía luchaba por arrastrarse y salir del paso. Estaba exhausta. Me rendí por un momento, pero estaba resuelta a alcanzarla. Por fin la agarré por los brazos y la moví hacia atrás, lejos del sendero, de los pies castigadores que la golpeaban.
Las sirenas continuaban con su lamento, pero no tenía tiempo para averiguar a qué se debía aquel estruendo.
Le grité al oído:
—¿Puedes levantarte? ¿Puedes andar?
Me miró, confusa y parpadeando. No sabía si me había entendido. Pero muy, muy lentamente, asintió y me tendió la mano para que la ayudase a ponerse en pie.
Primero se tambaleó y se balanceó, así que la sujeté hasta que se estabilizó. Abrió la boca para decir algo, pero no la oía. El rugido a nuestro alrededor se tragaba las palabras. Se acercó y pegó su boca a mi oído.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó con la voz rota.
—Tenemos que salir de aquí. ¿Dónde vives?
Señaló con el dedo hacia el este, justo donde me había imaginado que vivía una familia de los Consejeros, en los barrios de clase alta de la parte este de la ciudad.
Mientras, yo tenía que dirigirme hacia el oeste, hasta los límites de la ciudad. Hacia mi familia. Hacia Angelina.
Me angustié. Tenía que encontrar a mi hermana.
—¡No puedo acompañarte! —le contesté tan alto como pude—. ¿Podrás llegar allí tú sola? ¿Sabes dónde está tu familia?
Me apretó la mano, dándome una respuesta. No quería que la dejase allí. No quería quedarse sola e intentar llegar a casa.
Vendría conmigo.
Ya no había tanta gente, porque la mayoría había escapado en la oscuridad de la noche, en busca de los refugios donde poder ocultarse. Ya no corríamos el riesgo de ser aplastadas, pero en la distancia empezaron a oírse ruidos extraños, uno tras otro, incluso más altos que el interminable chillido de las sirenas.
Sydney caminó apoyándose en mí, atemorizada con cada explosión. Reconocí aquellos sonidos desconocidos, pese a que nunca los había oído.
Bombas.
Era el sonido de las bombas.
No era ni un simulacro ni un aviso. La ciudad estaba siendo atacada.
Tenía que encontrar a Angelina.
* * *
No habíamos avanzado mucho cuando alguien tiró de mí desde atrás. Antes de que pudiese reaccionar para ver quién o por qué me agarraba, perdí el equilibrio y caí de espaldas.
Caí en los brazos de Max por segunda vez aquella noche, aunque esta vez no tenía la más mínima intención de empujarlo. Tampoco lo hubiese dejado escapar; estar entre sus brazos era como estar protegida por barras de hierro.
—¡Te he buscado por todas partes! —gritó, aunque lo hubiese oído igual—. ¿Dónde estabas?
No podía ni respirar, así que cuando respondí su pecho amortiguó mi voz. Me soltó un poco y pude levantar la cabeza, y nada más mirarlo, cualquier traza de rabia se disipó.
¡Estaba preocupado por mí! Odié que se me ablandase el corazón justo en aquel momento en que las sirenas sonaban amenazantes y el sonido de las bombas retumbaba en el cielo nocturno. Recordé que Angelina me necesitaba y relegué estos nuevos y poco bienvenidos sentimientos. No era el momento para caprichos.
—¡Necesito encontrar a mi familia! ¡Necesito encontrar a mi hermana! —grité, liberándome de sus brazos y echando a correr de nuevo. Dejé a ambos allí, para que decidiesen seguirme o no.
No oía sus pasos, pero sabía que venían tras de mí. Max me alcanzó fácilmente y corrió a mi lado. Pero me preocupaba Sydney. Quizá se había caído y se había quedado atrás, pero no me paré. No podía detenerme. De vez en cuando la miraba por el rabillo del ojo para asegurarme de que nos seguía.
Las sirenas estaban por todas partes, aunque no sabía de dónde procedían las explosiones. A veces creía que corría en dirección a ellas, y otras parecía que estaban muy lejos, al otro lado de la ciudad.
O quizá eran las dos cosas.
Al salir del parque, nos topamos con hombres, mujeres, niños y ancianos que se agolpaban en las calles, pero cuando llegamos a la parte oeste de la ciudad, casi nadie deambulaba por allí. Tal vez era demasiado tarde y mi familia se había refugiado en algún lugar y no podría dar con ella aquella noche.
Porque no quería creer en la otra posibilidad… Que la guerra hubiese llegado a nuestra casa.
Casi me puse a llorar cuando doblamos la última esquina y comprobé que las casas seguían en pie, no dañadas por las bombas que arrasaban otros barrios de la ciudad.
La luz de una vela refulgía dentro de mi casa.
—¡Quedaos aquí! —indiqué a Max y a Sydney.
Sydney hizo una mueca de dolor. Le había costado mucho correr una distancia tan larga, y tan rápido. La sangre caía por su mejilla izquierda y se le había secado en el cabello. Parecía estar agradecida por aquel momento de descanso.
Corrí hacia la puerta de entrada, que se abría hacia fuera. Mi padre llevaba a Angelina en brazos y se abalanzó sobre mí.
—¡Oh, gracias al cielo! ¡Magda! ¡Magda! —llamó a mi madre mientras me abrazaba—. ¡Está aquí! ¡Está bien!
Me abrazó con fuerza, y estrujamos a Angelina entre los dos. Mi madre empujó a mi padre y me apretó; me tocó para comprobar que estaba sana y salva.
Mi padre me pasó su carga, y Angelina deslizó sus dedos por mi pelo y rodeó con sus bracitos mi cuello.
—¡No! —advertí, adivinando sus intenciones—. ¡Esta vez tenéis que acompañarnos! ¡No podéis obligarnos a ir solas! —Prácticamente me desgañitaba, pero quería que me escuchasen.
Sentimos el silbido de una bomba en el aire y me asusté y me tapé la cabeza. Las explosiones eran cada vez más violentas. Y cercanas.
Mi padre negó con la cabeza, y vi su respuesta en su mirada. Lo tenía decidido.
—Nos quedamos. Os irá mejor sin nosotros.
Lo había dicho en englaise, algo bastante inusual en él. No sé qué me sorprendió más: que empujase a sus hijas a huir por las calles de la ciudad en guerra o que no hablase en parshon.
Mi madre me dio una mochila y me la colgué del hombro.
—Hay comida. ¡Y agua! —Nos lo explicaba al tiempo que mi padre nos llevaba hacia la entrada—. Cuando esto acabe, iremos a buscaros. Hasta entonces, protege a tu hermana, Charlaina. —Me sujetó por los hombros ya en el portal y me miró fijamente. Habló con dureza, muy en serio—: No vuelvas hasta que no tengas ni la menor duda de que es completamente seguro hacerlo. —Me sacudió—. Lo digo en serio, Charlie. Mantente alejada y evita encontrarte con las tropas de ambas facciones. Y, pase lo que pase, nunca, nunca reveles a nadie lo que puedes hacer.
Tenía el rostro crispado por el dolor y los ojos bañados en lágrimas. Nos besó a ambas en la frente, como si quisiese recordar nuestro aroma. Luego, mi padre me instó a moverme. Di la vuelta, abracé a Angelina y corrí hasta la esquina donde nos esperaban Max y Sydney.
Unas lágrimas amargas castigaron mis ojos, pero obedecí.
Esto no podía ser real. Nada de esto podía estar pasando.
Me angustié por mis padres y por mi hermana. Pero lo peor de todo es que estaba más preocupada por mí misma, y me sentí culpable por ello.