VIII

Aquella noche me costó trabajar, fingir amabilidad y sonreír a los clientes que vinieron al restaurante. Cruzar dos palabras con ellos me resultó imposible. Estaba demasiado ensimismada, huraña. Enfadada, y también más que asustada. Que alguien supiese mi secreto tenía implicaciones que estaban por encima de toda consideración. Nadie, a excepción de mis padres, sabía lo que yo podía hacer.

Nunca habíamos permitido que nadie lo supiese.

Pero Max lo había estropeado todo. Yo no tenía idea de cómo lo había deducido, ni de cómo me había descubierto yo misma. No había respondido a sus palabras extranjeras, ni había dejado entrever que las entendía.

Y, lo más importante, ni sabía qué idioma hablaba cuando cambió al dialecto de su clase social. Aunque tampoco necesitaba diferenciarlo: me bastaba con ser consciente de que no era el mío ni era englaise.

Pero él lo descubrió, y también a mí. ¿Cómo?

Me dijo que despertaba su curiosidad, pero ¿por qué? ¿Había captado algo en mí que mostrara mi capacidad para descifrar palabras y entender todos los idiomas? ¿Fui demasiado transparente aquella noche en el club, o quizá se me había notado el miedo?

¿Por qué le importaba? ¿Por qué me buscaba?

La voz de mi padre interrumpió mis cavilaciones, y me avergoncé por ser tan tonta. Menos mal que él no sabía de qué iban mis tonterías.

—¿Charlaina, has oído lo que te he dicho?

—Perdón, ¿qué? —Y dejé de pensar en Max. Lo necesitaba. No podía confiar en él. No podía permitirme bajar la guardia de nuevo.

—Alguien ha venido a verte. —Ya estaba irritado por tener que repetirlo. Llevaba platos de comida en ambas manos—. Te espera en la puerta de atrás. Pero date prisa, que esto no es un descanso.

Un pinchazo en el estómago. ¿Sería Max? No podía pensar en nadie más. Ni Brooklynn ni Aron entrarían por la puerta trasera. Se sentían completamente cómodos accediendo por la principal, como si fuesen los dueños. Mi madre los sentaba en una mesa y les servía algo de comer mientras me esperaban.

Pensé en si ir o no, pero mi padre me vigilaba y no tuve opción. Si era Max, lo tenía que echar. Aclararle que no podía volver.

Atravesé la cocina y me sentí un poco mareada. Estar en casa, su olor, no disipó mi inquietud.

La puerta de atrás estaba cerrada. Mi padre era suficientemente grosero para dejarla cerrada mientras alguien esperaba en el callejón. Quería disuadir a quien pretendiese interrumpir mi turno de trabajo.

Inspiré hondo y giré el pomo, insegura. Abrí.

Hasta una leve brisa me hubiese tumbado en ese momento. Claude, el amigo gigante de Max, me observaba. Me quedé aterrorizada y di unos pasos atrás. Casi me caí, y el corazón me iba a mil por hora.

Intenté calmarme y miré a mi alrededor por si alguien se había dado cuenta. Todos en la cocina me miraban, también mi madre, que se secó las manos en su delantal, con la boca abierta.

Me esforcé en devolverle la mirada a Claude, al menos lo más cerca que pude de sus ojos verdes, y hablé.

—¿Puedo ayudarle? —Me temblaba tanto la voz que no parecía la mía.

—Esto es suyo. —Coló por el espacio abierto de la puerta mi cartera. Allí estaba, tan insignificante y barata, colgada de su enorme mano—. Max me ha pedido que se la devuelva. —Su voz resonó por toda la cocina, como si fuese demasiado grande para ese espacio. Todo estaba en silencio, y no necesité mirar para saber que todos nos observaban.

Seguía temblando sin querer.

—Gracias.

No respondió; dio la vuelta y se marchó. Esperé que el suelo temblara con sus pasos; pero, por supuesto, eso no ocurrió.

Solo era un hombre. Un hombre muy grande.

Vi cómo se iba, aún no preparada para el interrogatorio de los demás. Incluido el de mi madre.

Mis sentimientos pasaban de la decepción porque fuese Claude quien había venido, y no Max, a la confusión y la frustración por no poder controlar, precisamente, la manera en que me sentía.

Quería convencerme de que era mejor que Max no hubiese venido. Él lo sabía, y por eso había enviado a Claude. Pero esta lógica no me hacía sentir mejor.

* * *

Esa noche, en mi habitación, abrí mi cartera. Angelina debía estar ya durmiendo, pero, como muchas otras noches, esperaba despierta a que le leyese un cuento.

—Solo si me prometes que no harás ruido. No quiero tener problemas porque aún sigues despierta. —Sabía que mi madre nos pondría en cuartos separados si tenía conocimiento de que le leía a mi hermana por las noches—. Y después no te quejes si tienes pesadillas.

Alcancé mi libro de historia. Angelina asintió con su mirada azul, impaciente.

—Acuéstate, venga. Al menos, intenta dormir.

Le leí lo que estaba estudiando, como una de las profesoras del colegio.

Se conoce como Revolución de los Soberanos el breve periodo de la historia de Ludania en el que la monarquía fue derrocada por el pueblo, que estableció un autogobierno de líderes elegidos mediante el voto popular. Fue una idea promovida por el idealismo y acogida sobre todo por los que se habían levantado contra la reina Avonlea y el resto de la familia Di Heyse. Fue un periodo muy violento, que obligó a los miembros de la familia real a ocultarse, bajo riesgo de ser perseguidos o capturados y ajusticiados en lugares públicos para satisfacer el ansia de sangre del pueblo.

Eché un vistazo a Angelina. En general, me hubiese sentido fatal al contarle a una niña de cuatro años estas historias, pero ella ya las conocía, porque había crecido escuchándolas. Los revolucionarios no eran algo nuevo en nuestra historia como país. Era importante que entendiésemos que nuestra supervivencia dependía de tener una reina. Me acerqué a Angelina e imaginé cómo había sido esa época para los de origen noble, que sabían que debían escapar o que iban a ser ejecutados por su propia gente: quemados, colgados o guillotinados.

Seguí leyendo, ya que mi hermana me esperaba.

Se les requisaron sus bienes, y los nuevos líderes se repartieron entre ellos sus casas y sus tierras. Todos los motivos que recordaban a los antiguos monarcas, como estatuas, banderas, pinturas o monedas, fueron destruidos para no dejar ni rastro de que habían existido.

En la página había un dibujo de la antigua familia real, pues no había sobrevivido ninguna fotografía. Angelina siguió con su dedo la figura de una niña de su edad que había sido ejecutada por tener sangre azul.

Había sido un periodo oscuro en la historia de nuestro país. Me estremecí.

Pero, a pesar del idealismo, la situación del pueblo no mejoró con el nuevo gobierno. A los viejos impuestos abolidos los sustituyeron otras medidas de nueva creación. Un presidente con competencias muy amplias tomó el lugar de una reina que concentraba demasiado poder.

Angelina parecía confundida, así que me detuve e intenté explicarle en englaise lo que eso significaba:

—Como todo el mundo podía presentarse para un cargo, sin atender a su condición, se extendió la corrupción. Se adulteraron las elecciones y se volvieron a subir los impuestos para llenar los bolsillos de los que ejercían el poder. Se sucedieron los golpes de Estado teñidos de sangre. Reinas de otros países, con poder legítimo, se negaron a cooperar con el nuevo régimen porque los líderes no eran de descendencia real. —Miré a mi hermana y continué—: Como no teníamos reina, nuestro país se quedó aislado del resto del mundo. No participábamos en el comercio, y el pueblo se dio cuenta de que no éramos un país tan autosuficiente como creíamos y necesitábamos el intercambio con otros países. Fue una estupidez creer que un mero mortal podía ser un dirigente. Llegó la primera gran hambruna, a la que siguió una epidemia.

Abracé a Angelina. Para esta parte ya no necesitaba el libro; me la habían contado infinitas veces y me la sabía de memoria. Sentí que su respiración se tornaba más pesada y, aunque me escuchaba, se estaba quedando dormida.

—Este fue el punto de inflexión para Ludania —le susurré—. El clima de insatisfacción hacia el nuevo régimen se hizo insoportable y se perdieron muchas vidas. Los cementerios estaban saturados de cadáveres, y como tenían que quemar los que no cabían, el país se cubrió de humaredas negras que asfixiaban a la población. La gente se levantó para que regresaran los gobernantes del pasado. Pero ya no existían. Habían sido sacrificados en el altar de la revolución.

Pronuncié estas últimas palabras suavemente, porque Angelina había sucumbido, por fin, al sueño. Bueno, no importaba, porque ya conocía el final de la historia. Todos lo conocíamos.

Las facciones secretas que querían derrocar la nueva «democracia» pidieron ayuda a otros países y mandaron espías para buscar descendientes de la vieja línea sucesoria real.

Necesitábamos un nuevo gobernante. Una nueva reina.

Encontraron una. Una reina que deseaba subir al trono y sacar al país de la senda de la autodestrucción.

Cuenta la historia que era una mujer fuerte, de sangre azul y porte majestuoso. Cuando sus tropas llegaron y ocuparon con facilidad el lugar de los ejércitos débiles y poco entrenados del gobierno en vigor, tuvo cierta clemencia con sus predecesores, que fueron asesinados de forma discreta y tan indolora como fue posible. Una reina tan poderosa fue inmediatamente aceptada por las monarquías de los países colindantes, y se levantaron los bloqueos y las sanciones comerciales. La gente de Ludania tenía comida de nuevo.

Entonces, se impuso un primer sistema de división de clases, pensado para disuadir futuros levantamientos y para mantener a la gente alejada de cualquier idea de rebelión.

El idioma se convirtió en una herramienta para sellar esa división. Se declaró ilegal hablar o entender el idioma de otra clase; era una forma de guardar secretos, de dominar y controlar a los… inferiores.

Eso ocurrió hacía ya siglos, cuando las ciudades tenían nombre, y aunque algunas cosas habían cambiado, tanto el sistema de clases como la monarquía permanecían intactos. E incluso más reforzados que nunca.

Las palabras se habían convertido en la frontera más eficaz. La ley penalizaba comunicarse en otra lengua que no fuese la materna o el englaise. Cualquiera que mostrase disposición para aprender o entender otra, era ejecutado. Una condena disuadía a quien fuese capaz de intentarlo.

Tras cientos de años así, la capacidad para comprender los idiomas de otras clases se había perdido, haciendo imposible que unas y otras se entendiesen salvo si hablaban en englaise. Éramos impermeables a los dialectos ajenos.

Y a pesar de que todos éramos iguales, yo destacaba porque entendía todos los idiomas. No únicamente en su forma oral, pues era capaz de descifrar cualquier significado en cualquier formato o forma de comunicación, incluidas la visual y la táctil.

Una vez, mi padre me llevó a un museo, uno de los pocos que no habían quemado durante la Revolución, para enseñarme cómo había sido el mundo en otra época, cómo vivía nuestra nación cuando estaba unificada. Bien, no siempre en paz, pero sí aún no dividida en un sistema de castas.

En el museo había pinturas preciosas que viejas civilizaciones utilizaban para comunicarse… escenas hechas de forma artística y artesanal que sólo podíamos entender si el guía nos las explicaba en englaise. Pero cuando nos describió su significado, supe que se equivocaba, que su traducción era errónea.

Yo comprendía lo que esos magníficos dibujos querían decir: conocía el verdadero significado que transmitía el arte, y se lo dije, aclarándole los mensajes de nuestros ancestros.

El guía, muy enfadado, me acusó de mentir y me incitó a pedir disculpas por mi mal comportamiento. Mi padre intentó disimular su miedo mostrando bochorno y pidiendo a aquel hombre furioso perdón por mi imaginación infantil. Le dijo que yo era fantasiosa y complicada de manejar, y me llevó fuera, lejos de los bonitos mensajes y del museo, por miedo a que el hombre descubriese que había acertado en mi interpretación y me denunciase por comprender un idioma que no era el mío.

Mi padre me riñó por la salida de tono y después me abrazó con fuerza para que no tuviese miedo y me sintiese mejor. Me recordó lo peligroso que era mostrar mi habilidad.

A quien fuese.

Nunca.

Tenía seis años, y fue la segunda vez que vi a mi padre llorar.

La primera fue cuando tenía cuatro y tuvo que matar a un hombre.

* * *

Al abrirse la puerta de mi habitación, la sombra de la silueta de mi madre se deslizó dentro con el aroma de la comida que preparaba ya adherido a su piel, tras años de trabajo en el restaurante.

Tú también tendrías que estar dormida, Charlaina. Mañana tienes colegio.

—Lo sé. Casi he terminado —respondí en englaise, y cerré el libro. De todos modos, ya no me podía concentrar en la lectura.

Se sentó en la cama junto a mí, me apartó el cabello de la cara y me pellizcó las mejillas.

Pareces cansada.

No le dije que ella sí parecía cansada. Sus bonitos rasgos se estaban marchitando, y su porte orgulloso se había debilitado. Algo me decía que mi madre no había nacido para trabajar tanto.

Tal vez nadie.

—Sí, estoy cansada.

Me besó en la frente, y el conocido aroma a pan caliente llenó mi nariz. Era el olor de mi madre. Me quitó el libro de las manos.

Un trozo de papel cayó de entre las páginas y fue a parar al pesado cobertor que nos tapaba. Mi madre no lo vio, y mientras dejaba el libro sobre la mesita de noche, cogí el papel y lo abrí.

Yo no lo había escondido allí.

Nada más leerlo, no pude evitar lanzar un suspiro.

¿Pasa algo, Charlaina? —preguntó mi madre. Negué con la cabeza y puse la nota bajo las sábanas, apretada en mi puño. Cuando ella estaba a punto de insistir, sonaron los tres toques cortos de sirena que nos indicaban que era la hora de retirarse y que las calles debían permanecer despejadas. Eso la despistó y se dirigió a la lamparilla, para apagarla.

—Buenas noches, Charlie —dijo en englaise para mi sorpresa, porque siempre se negaba a usarlo dentro de nuestro hogar.

Buenas noches, mamá —le contesté con una sonrisita y sorprendiéndola también hablando en su idioma preferido.

* * *

Cuando me aseguré de que cerraba la puerta y no volvería, encendí la luz.

Quería leerla otra vez.

O dos veces, o tres… o cincuenta más. Saqué la notita y la abrí de nuevo. Estaba un poco hecha polvo, porque la había arrugado con los dedos para evitar que mi madre la viese. Repasé las palabras borrosas y mis músculos se tensaron; se me puso la piel de gallina.

La releí y memoricé las palabras para recordarlas. Luego, devolví la nota a mi libro y apagué la lamparilla.

Escuché la respiración de mi hermana mientras dormía, al tiempo que soñaba en cómo sería oír esas palabras, y no leerlas. Que me las susurrasen de noche.

En cualquier idioma.