Que la ciudad no hubiese sido atacada de verdad no significaba que todo volviese a la normalidad. No enseguida, al menos.
Había toque de queda. No estaba fijado muy temprano ni era estricto; solo suponía un nuevo gesto de autoridad por parte de la reina: nos demostraba que los rebeldes no habían conseguido restarle fuerza al poder real y al de sus aliados.
Cada noche oíamos tres toques cortos a través de los altavoces. Eran la señal para que abandonásemos las calles y buscásemos un lugar seguro y a cubierto. Era una medida preventiva y temporal.
Un cambio más al que nos acostumbraríamos, como a los que lo habían precedido los días, semanas y meses anteriores. La adaptación era clave para sobrevivir.
Quise preguntarles a mis padres por qué no habían huido conmigo y Angelina aquella noche. Por qué nos habían dejado ir por la calle bajo la amenaza de guerra. Mi padre obvió mis preguntas y dijo que exageraba, que ni siquiera el peligro había sido real y que todo había salido bien. Pero él no lo podía haber sabido. Mi madre cambió de tema hasta que me cansé de insistir.
Todas las dudas se disiparon con el sonido de las sirenas de aquella noche. La vida diaria continuó tal cual, aunque en los días siguientes se respiró una sensación de peligro que nos ahogaba.
Yo también la sentía, siempre haciéndome pensar y condicionando mis acciones: calculaba más lo que iba a hacer, los riesgos reales y los posibles. Pero ese estado de vigilancia fue menguando, y nos confiamos hasta que empezamos a comportarnos como siempre. Pronto me puse a pensar en cosas menos amenazantes que una guerra, menos intensas que ser despertada por sirenas en medio de la noche… en cosas más íntimas. A pesar de que me resultaban igual de preocupantes.
Max.
Cuándo había regresado a mis pensamientos era algo que no podía definir. Pero allí estaba, confundiéndome.
Pensaba en él cuando no venía al caso, en dónde estaría o qué haría en ese momento.
No lo había vuelto a ver desde aquella mañana frente al restaurante, cuando prácticamente me las había arreglado para que me dejase en paz. Desde aquella ocasión, había diseccionado cada palabra y cada uno de sus actos y movimientos. Recordé su voz mil veces. Era lo que más me había gustado de nuestro breve encuentro.
Me encantaban las voces. Las palabras tenían significado, y las voces recogían las emociones.
Otras cosas que me gustaban de él eran que era guapo, alto y altivo, y que, a la vez que me causaba respeto, me atraía irremediablemente. Y es que la atracción no sabía de divisiones de clases. Sin que nadie lo confirmase, sabía a ciencia cierta que Max no pertenecía a mi clase. Ni yo a la suya. Estaba segura de que era de una clase superior.
Por su dialecto no lo podía averiguar, porque nunca lo había oído antes, aunque eso me pareciese imposible.
Daba igual: la ley era la ley. En el mundo real, el que estaba fuera de mis fantasías infantiles, podíamos relacionarnos solo de forma superficial, o yo como su sirviente.
Además, también estaban las cosas que no me atraían de él. Pecaba de soberbio. Esa parte de él, ese tipo de orgullo, me recordaba a los chicos de la Academia. No soportaba esa arrogancia.
Intenté apartar de mi mente a Max para encarar otro día de colegio y de trabajo. La rutina me ayudaba a olvidarme de los conflictos del país y de la sombra de la guerra que nos acechaba. Me ayudaba a olvidar mi propia guerra interna.
Brooklynn y Aron me esperaban en la plaza para ir al colegio. Le di mi cartera a Aron y sonreí porque las cosas volvían a su cauce. De camino, Aron me dio un codazo e hizo una mueca de disgusto.
—¿Quién es ese? —comentó con un tono que ni se oía.
Lo traspasé con la mirada.
—¿Quién?
—No mires —se alborotó Brooklynn, cogiéndome del brazo y susurrando a mi oído como había hecho Aron—. Allí —y señaló con la cabeza—, parece que has captado la atención de alguien muy apetecible que no puede apartar sus ojos de ti.
Y Aron aún disimuló más y cambió al parshon para evitar que nos entendiese más gente.
—No tiene gracia, Brook. Nos ha seguido desde la plaza y solo vigila a Charlie. ¿Quieres que vaya y lo mande al cuerno? —Lo decía mientras seguía caminando hacia el colegio, así que su amenaza no tenía ninguna consistencia.
Miré hacia el otro lado de la calle atestada de gente.
Los rostros se confundían y no me permitían ver de quién hablaban. Afiné la vista y busqué si alguien me perseguía, pero no había nadie. Cada uno hacía lo suyo y estaba pendiente de su camino, o hablaba con su acompañante y miraba tenderetes.
Nadie me observaba.
Justo cuando me disponía a decirle a Aron que su imaginación lo superaba, capté la mirada de alguien que se escondía entre la gente.
Era Xander.
Fue una visión fugaz. Pero aquella única y breve mirada fue suficiente. Me alegré en parte de que fuese él. Me puse de puntillas para buscarlo, pero ya se había ido.
Pensé en cruzar la calle y seguirlo para averiguar por qué había dejado el club de improviso la otra noche, y también para preguntarle por Max. Pero solo lo pensé, y esos pensamientos nunca pasaron a la acción. Si hubiese querido hablar conmigo, no habría desaparecido cuando lo descubrí.
Con la esperanza de que ni Brook ni Aron percibieran la decepción en mi voz, dije en englaise:
—Quienquiera que fuese, ya no está.
Brooklynn se colgó de mi brazo.
—Venga, pasota —y me colgó también un nuevo apodo—. Si no nos damos prisa, llegaremos tarde.
Aron ya se había adelantado sin nosotras y nos tocó correr para alcanzarlo.
Decidí que no era Xander a quien había visto, convenciéndome de que era autosugestión, que veía lo que quería ver y que había sido una jugarreta de mi imaginación. ¿Qué se le había perdido a Xander por aquí? ¿Justo hoy?
No tenía pinta de chico que deambula por el mercado.
—Oye, Brook —la avisé cuando ya habíamos alcanzado a Aron—. No me llames pasota.
Cuando sonó el último timbre del día, esperé a Brooklynn y a Aron a la sombra del enorme árbol que se erigía frente a la escuela. Extendía sus trenzadas ramas sobre mi cabeza y proyectaba formas oscuras sobre mi piel pálida, además de protegerme del efecto del sol.
La voz que sonó fue para mis oídos como seda delicada, aunque como un papel de lija para mis nervios.
—Ojalá sea yo a quien esperas —dijo Max.
Di un respingo y me aparté hacia el tronco del árbol. Él era la última persona que esperaba ver en mi colegio.
—¿Qué haces tú aquí? —lo increpé, aunque no me atreví a mirarlo.
—¿Por qué siempre me preguntas lo mismo? —Estaba a punto de soltar una carcajada, según denotaba su voz profunda, pero no lo hizo. Nadie más que yo lo hubiese percibido. Las voces eran lo mío—. ¿Qué, qué pasa?
—¿Eres militar? —pregunté completamente embelesada mientras miraba su uniforme, de color verde oscuro y con botones dorados que brillaban incluso a la sombra del árbol. Su sonrisa se esfumó.
—Sí, estoy en el ejército. Fue la mejor manera que encontré de rebelarme contra mi familia.
Estaba muy nerviosa, pero quería saber más. Busqué sus ojos gris oscuro:
—¿Tu familia no quería que te alistases?
—No, se opusieron rotundamente.
Conjugué eso con el hecho de que hablase un idioma que yo no había oído nunca, y aún tuve más curiosidad por saber quién era y de dónde procedía. Y entonces fruncí el ceño, recordando la forma en la que había reaccionado ante el aplauso que provenía de la horca de la plaza.
—Si estás en el ejército, ¿qué hay de lo de aquella mañana, en el restaurante de mis padres? Te alteraste cuando la multitud clamó.
No me esperaba para nada una respuesta como la que me dio. Sonrió.
—¿Crees que por estar en el ejército no tengo corazón?
—No, pero yo…
¿Qué? Me sorprendía que un soldado no estuviese de acuerdo con las decisiones de la reina sobre colgar o guillotinar a los que incumplían la ley. ¿Es que no podía tener sus propias ideas y sentimientos?
Miré a mi alrededor, con miedo de que alguien nos oyese comentar la política de la reina. No debíamos discutir sobre eso en público y solo amparados por las ramas bajas del árbol. Y entonces vi algo aún más terrorífico. Al otro lado de la calle estaban los dos hombres que me asustaron con su lengua extraña. Eran gigantes que destacaban entre el populacho. Se me aceleró el pulso.
—¿Por qué han venido? —dije, acusándolo.
—No pasa nada. —Me miró con sus ojos oscuros—. Les pedí que esperasen lejos para que no te asustases.
—¿Y por qué tendría que temerlos?
Era una pregunta absurda. Su presencia, incluso en la otra parte de la calle, me aterraba.
—No te preocupes por ellos. Son inofensivos. En serio.
Y su mano acortó el espacio entre nosotros. Sus dedos se posaron sobre los míos, que apretaban la cinta de la cartera que llevaba colgada al hombro. Quería poner distancia, aunque tuviese que atravesar el tronco del árbol, pero no podía moverme.
—Me gustaría acompañarte a casa. No me digas que no esta vez, por favor. —Lo dijo bajito.
Y yo quería decirle que no, era lo más sensato. En su lugar, me oí decir:
—Yo, yo… ni siquiera sé quién eres.
Quería aproximarme a él, más que huir. Su sonrisa indicó una pequeña victoria.
—Sabes más de mí de lo que yo sé de ti. Si ni me has dicho cómo te llamas…
La poca voz que me salió pronunció un «Charlie Hart». Me sentí muy rara en la presentación.
—¿Charlie? ¿De Charlotte?
Me cogió la mano y yo le dejé apretar mis dedos con los suyos. No era un saludo, sino que mantenía mi mano cogida. No me resistí.
Moví la cabeza, nerviosa y sin apenas poder pronunciar palabra.
—De Charlaina.
Me acarició con su pulgar de forma casi imperceptible, aunque yo lo sentí profundamente. Retiré la mano, asustada por la sensación que había despertado en mí.
—Max —dije por primera vez, disfrutando del sonido de su nombre en mis labios. Y para disimular mi tono meloso, como el que usaba Brook, le pregunté—: ¿Por qué apareces por todas partes? ¿Me estás siguiendo o qué?
Aron nos interrumpió, seguido de Brooklynn. Parecía que Brook ni se acordaba de Max de la noche del restaurante o del club, pero no se cortó ni un pelo para ligar con él. Lo miró con descaro, repasó de arriba abajo su uniforme y siguió observándolo de forma tan seductora que vi claramente por qué ningún hombre podía resistirse a sus encantos.
—¿Quién es tu amigo, pasota? —En realidad, no me hablaba a mí. Creo que no le importaba si yo estaba o no, y menos que le hubiese pedido que no me llamase pasota.
En teoría, no me tendría que afectar, porque Max era un desconocido, pero me asaltaron los celos. Era una sensación extraña y desagradable para mí.
Por su parte, Aron ignoró completamente al intruso.
—¿Nos vamos, chicas? Le dije a mi padre que volvería a la tienda después de clase.
—Tu padre es un capullo —puntualizó Brook sin dejar de mirar provocativamente a Max. Le tendió la mano—. Me llamo Brooklynn.
—Max. —Y le dio la mano en un gesto breve y controlado, como si recuperase su papel de militar.
Yo seguía tensa. Aron no se alteró y miró a Max de reojo.
—A pesar de lo que pienses de mi padre —le dijo a Brook—, tengo que ir a la tienda. ¿Venís o no? —Y fue a coger mi cartera.
Max la alcanzó antes de que Aron tuviese la oportunidad de deslizarla de mi hombro.
—Si no te importa, me gustaría acompañar a Charlie hoy. —Pronunció mi nombre como si nos conociésemos desde hacía tiempo, para crear confianza. Con los ojos puestos en Max, Aron me preguntó:
—¿Qué vas a hacer?
Max mantenía las distancias con Brooklynn y era abierto cuando se dirigía a mí. No acababa de confiar en él. Pero me decidí:
—Vale, id vosotros dos delante.
Supe que Brooklynn volvería a enfadarse conmigo. Vi cómo se alejaban, siempre con Aron cargando sin rechistar la cartera de Brook.
—¿Vamos? —preguntó Max, colgándose la mía del hombro. Le quedaba muy pequeña, tanto que ni entendía cómo le había cabido el brazo por la cinta.
Comenzamos a andar al mismo paso y quise saber qué harían sus compañeros, también vestidos con el uniforme verde oscuro. Ellos también empezaron a andar a nuestro ritmo, aunque manteniéndose al otro lado de la calle. Era terrible tenerlos de sombras.
—¿Es que siempre te siguen? —reaccioné, viendo cómo la gente se apartaba a su paso.
Levantó los hombros, como si no fuese un tema importante.
—Solemos ir juntos a todas partes, pero les he dicho que no nos molesten. Insisto, son inofensivos.
Al examinar a los dos hombres, dudé mucho de sus palabras, aunque confié en su tono sincero. Mientras se quedasen al otro lado de la calle, lejos, su presencia solo resultaba extraña. Además, era muy fácil olvidarse de todo cuando miraba a Max.
Tenía que dejar de mirar.
Pasó su mano por mi codo, para dejarla en el hueco de mi brazo y guiarme. Hasta parecía que nos conociésemos y hubiese confianza. Pero no era así. Sentí electricidad de la cabeza a los dedos de los pies. De confianza, nada.
También tenía que dejar de tocarlo. Bueno, no ahora. Quizá otro día.
Conseguí acordarme de todo lo que quería preguntarle. Estudié su perfil.
—¿Cómo me encontraste? ¿Cómo has sabido a qué escuela voy?
No dudó.
—Tampoco hay tantos colegios para Comerciantes en la ciudad, y éste es el más cercano al restaurante de tus padres.
Tenía razón. La Escuela 33 era una de las tres que había dentro de los muros del Capitolio. Las demás estaban repartidas por el resto del país.
—¿Y por qué yo?
—Ya te he contestado a eso. Porque eres fascinante.
Con la otra mano, me retiró un mechón de pelo de la mejilla. Sus dedos dejaron un rastro de emoción sobre mi piel.
—Eres preciosa —suspiró en un idioma poco familiar. Por supuesto, no sabía que lo entendía.
—No puedes hacer eso.
—¿Qué?
—Hablarme en otro idioma.
Evité mirarlo, porque me había sonrojado.
—¿Por qué no?
—Porque es ilegal. Soy una Comerciante y haces que incumpla la ley cuando me hablas en otra lengua que no sea el parshon o el englaise. Lo sabes.
—Yo no te obligo a desviar la mirada. Es tu decisión, de ti depende infringir o no la ley.
No sabía si se burlaba de mí o no, y me sentí atrapada por mis propias acciones. Su uniforme me causaba respeto.
Me detuve y me solté de su brazo. Me enfurruñé.
—Sabes muy bien lo que haces —lo acusé—. Tú me has buscado, no yo. Yo no te encontré «fascinante»…
Él también se detuvo.
—Charlie, era una broma. Cálmate. No me interesa lo que oyes y lo que no. Yo solo quiero conocerte. —En sus ojos vi algo verdadero, algo honesto. Intenso. Esbozó una leve sonrisa—. ¿De verdad no te fascino, aunque solo sea un poco?
Estaba confundida. Solía controlarme mucho, controlar mis emociones. Pero con Max era distinto. Me sentía insegura porque tenía razón. Estaba fascinada. Iba más allá de la atracción.
Antes de que pudiese preguntarle en qué idioma hablaba, me pilló desprevenida cuando giró la cabeza y disimuló. Un grupo de hombres pasó por nuestro lado. Los observé, intentando averiguar por qué Max los evitaba.
Eran cinco militares vestidos con los uniformes de lana azul de la guardia. Tenían un rango inferior al de Max y saludaron en señal de respeto cuando se cruzaron con él. Pero Max los ignoró: ni los miró.
Mantuvo la cabeza, y la mirada, desviada, algo que no pertenecía a su clase, puesto que los militares no seguían las formalidades del sistema de clases. Una vez alistados, la clase no significaba nada: el rango establecía la división.
Uno de los hombres me miró de un modo que me incomodó tanto como el examen del guardia de seguridad de Presa. Como estaba con Max, fue breve, y lo agradecí. Ya tenía bastante con la situación. En ese sentido, no era como Brooklynn. Prefería pasar inadvertida.
Nos quedamos allí, parados y tensos, unos minutos, en silencio, hasta que pasaron los hombres. Luego, Max tomó mi brazo de nuevo, me sacó de aquella acera llena de gente y me condujo hacia travesías menos transitadas.
Debía de estar asustada por quedarme a solas con él, lejos de las calles abarrotadas cercanas a la plaza. Era un desconocido. Pero no le tenía miedo.
—¿De qué iba todo eso?
—¿Qué? —farfulló mientras me arrastraba lejos del movimiento de la gente. Se paró.
—Que por qué no te has dignado a mirar a esos hombres.
Crucé los brazos y me negué a dar un paso más.
—No sé de qué me hablas.
—Sabes exactamente de lo que hablo.
Visiblemente alterado, se pasó la mano por el pelo.
—¿Podemos seguir caminando? Claude y Zafir se darán cuenta de que nos han perdido de vista y vendrán a buscarnos pronto.
Se me puso la piel de gallina cuando mencionó a los dos hombres. Me daba igual. Quería saber por qué se había apartado para evitar a los guardias.
—No hasta que contestes mi pregunta.
—Tienes mucha imaginación. Déjalo estar.
Mentía. No sabía por qué, pero me mentía, y yo quería la verdad.
—¿Por qué lo tendría que inventar? ¿Eres peligroso? ¿Un criminal? ¿Qué escondes?
Se molestó.
—Tú eres la que no cumples la ley. La que no ha desviado la mirada cuando te he hablado en… —y dejó a medias la frase—. Tú eres la que debe tener más cuidado. Sobre todo si has entendido lo que he dicho.
Temblé. Ya no lo escondía, y yo ya no podía dudar de que sospechaba de mí.
Él lo sabía.
No tenía que haber confiado en él, ni haber dejado que me llevara con él y me separara de mis amigos, lejos de las calles llenas de gente del centro de la ciudad.
De pronto, Max se había convertido en mi enemigo. Me di la vuelta y empecé a correr sin tener claro hacia dónde me dirigía. Lo único que sabía es que no podía arriesgarme a toparme con sus dos enormes amigos otra vez. Fui en dirección contraria por un largo pasaje.
—¡Charlie, espera! —gritó Max frustrado, aunque percibí que no me seguía—. ¡Charlie, no te vayas! ¿Podemos hablarlo?
Pero yo seguí corriendo, sintiendo los pasos bajo mis pies, hasta que sus palabras no llegaron hasta mí. En especial, las que se suponía que no podía entender.