VI

Estuve despierta casi toda la noche, repasando una y otra vez en mi cabeza el momento en el que Max había irrumpido en el club y me había ignorado conscientemente. Cuando me desperté, me fastidió ver que me había dormido y mis padres se habían ido sin mí. No tenía que ir a clase, y me hubiese encantado poder quedarme bajo las sábanas para evitar el mundo real y olvidarme de lo que había sucedido la noche pasada. Por desgracia, mis padres me necesitaban y no podía fallarles.

Me vestí con rapidez, me peiné con una cinta para apartar el pelo de la cara y corrí hasta la puerta, lanzándome a la calle, ya rebosante de gente y con el sol cayendo a plomo.

Pasar la mañana en el mercado siempre había sido una de mis actividades favoritas. Me encantaba respirar el movimiento y ver las prisas de los Sirvientes, que debían cumplir los encargos de sus señores. A esa hora salían del horno las primeras hogazas de pan y se preparaba té con hojas frescas. A esa hora, además, solo se hablaba englaise, puesto que los vendedores estaban obligados a ejercer su oficio en la lengua universal.

Sin embargo, la atmósfera en la calle era asfixiante. Había tantos refugiados que apenas podía caminar entre aquel pozo de almas.

Entonces, como casi todos, me detuve, porque observé que habían cambiado las banderas de la plaza. Ya no ondeaban las blancas e impolutas de Ludania, sino que habían colocado las de la reina, con un perfil dorado de la misma monarca sobre un campo sangriento. Sin duda, nos recordaban que la reina estaba por encima del país. Me sentí como si llevase una soga al cuello y me pregunté cuándo acabaría aquella presión. Casi me alegré de ser engullida de nuevo por la masa claustrofóbica. Al llegar al restaurante de mis padres, vi que alguien me esperaba y deseé con todas mis fuerzas haberme quedado en la cama. Di un mal paso y casi me caí cuando intentaba desaparecer.

Allí estaba Max, sentado en una de las mesitas de la parte exterior, con las piernas estiradas, relajado. El ataque de vergüenza se me pasó en cuanto recordé cómo me había ignorado la noche anterior, sin contemplaciones. Se me había quedado grabado y no podía evitarlo. Incluso ni me había dejado dormir.

«Aún puedo irme», me dije para mis adentros, porque no me había visto.

Y en ese instante él levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. No podía moverme ni respirar. Estaba en medio de la multitud, obstruyendo el paso, y la gente tropezaba conmigo e intentaba pasar sin éxito.

A la luz del día, fuera de las sombras y las luces del club, parecía aún más joven. No sabía qué edad podía tener: dieciocho o, quizá, diecinueve años. Su mirada era tan intensa que sentí que no debía mirarlo fijamente. Pero eran unos ojos llenos de profundidad y de misterio, y también inquietantes. Me quedé embobada.

Quise acordarme de lo que había sentido la primera noche, los nervios y el peligro inminente que me habían empujado a escapar del club cuando oí hablar a sus amigos. No obstante, allí, a pleno día y en el mercado, no lo lograba. Y cuanto más lo miraba, menos podía recordar que me habían asustado.

Lo temía y me latía con fuerza el corazón, aunque por razones diferentes a las del miedo que sentí aquella noche. Se levantó mientras yo caminaba tímidamente hacia él, e intenté captar sus pensamientos, pero tampoco conseguí interpretarlos, como ya me había pasado en los encuentros anteriores.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté cuando estuve junto a él.

Levantó las cejas sutilmente, y ese pequeño gesto me sacudió como un golpe de calor, en una sensación desconocida para mí. Pero me esforcé en que no se me notase.

Sin pensarlo, respondió:

—He venido a verte.

—Eso parece. —Crucé los brazos y eché un vistazo para ver si alguien nos observaba. No quería que después mis padres me interrogasen. Levanté la cara—. ¿Y eso por qué?

—No te gusta mucho hablar, ¿eh? —Me repasó y percibí ironía en sus ojos de color carbón. Esos ojos con los que tanto soñaba. A mí no me hizo tanta gracia y acabé por resoplar ruidosamente. Él continuó—: Bueno, no sé exactamente por qué he venido, la verdad. Igual no debería haberlo hecho. Pero despertaste mi curiosidad y quería verte de nuevo.

—Pues me viste ayer por la noche y no te desperté nada. Ni te diste cuenta de que estaba allí.

Max dudó y respondió:

—Eso no es verdad. Claro que te vi… —Bajó la voz y puso su mano en mi brazo, un aviso discreto—. Debes tener cuidado de con quién te relacionas.

Me cambió la cara, como instigándole a que acabase la frase, aunque sabía que no era necesario, porque recordaba cómo había mirado a Xander.

—¿Por eso fingiste que no me conocías?

Me solté de su mano. Se acercó más y me emocioné; casi se me paró el corazón. Ojalá solo fuese por el miedo: quería temerle. Pero sabía muy bien que había algo más. Y entonces me sorprendió preguntando con delicadeza:

—¿Por qué te fuiste tan rápido aquella primera noche?

No me atrevía a contestar, y allí estaba él, esperando mi respuesta. Titubeé para ver cómo salía de aquella situación, y al final solté:

—No me encontraba bien.

Al mirarlo, sentí que él sabía que le mentía. Pero solo suspiró y me mostró una sonrisa de resignación.

—¿Damos un paseo? —concluyó.

Si hubiese podido respirar y mi pulso no se hubiese descontrolado, tal vez habría sido fácil responder. Negué con la cabeza.

—No, debo entrar. Tengo trabajo.

¿De qué tienes miedo? —preguntó tiernamente, tan educado que ni me di cuenta de que no hablaba en englaise. Y tampoco en parshon, que era el único idioma en el que podía contestarle. Había oído ese dialecto una vez, la noche en que sus amigos trataban de ligar con Brooklynn en el club.

La ley era tajante con eso.

Pestañeé y bajé la cabeza. Entonces sí que sentí miedo, terror, amenaza.

—No te entiendo.

Rogué para que me creyese. Levantó mi rostro con su mano y me miró. No podía descifrar su expresión tan fácilmente como sus palabras.

Y oímos el barullo: el gentío clamando en el centro de la plaza del mercado. Una ejecución. Ni me moví.

Pero Max sí. Se sorprendió tan violentamente que pareció que había recibido una bofetada. Y sus ojos se llenaron de una tristeza que parecía conectar con mis pensamientos más íntimos; pensamientos del estilo: «¿Cómo puede alguien celebrar eso? ¿Por qué les gusta presenciarlo?».

Por esa misma razón, nunca pasaba por aquella parte de la plaza.

Me alarmé temiendo que alguien hubiese visto su reacción. La ley no nos obligaba a mostrar entusiasmo en esos casos, pero tampoco convenía demostrar rechazo, con tantos ciudadanos pendientes de delatar a los demás.

Los condenados a la horca eran, en definitiva, considerados criminales: enemigos de la reina y espías.

O alguien que no había agachado la cabeza cuando otros hablaban en un idioma que no le correspondía. Me cogió la mano y pasó sus dedos por el dorso, donde aún escocía un poco la marca del sello.

—¿Estás segura de que no quieres pasear conmigo? Me encantaría conocerte. Creo que eres más que una chica bonita de lengua afilada.

Me ofreció una amplia sonrisa y me miró pícaro. Yo disimulé.

—Solo soy una chica de los Comerciantes. Y llego tarde al trabajo.

Me di la vuelta con el corazón desbocado y lo dejé allí plantado. Me fui por el callejón para escapar de él, y cuando alcancé la puerta de atrás y entré en la cocina, noté la tensión en los músculos. No me había dado cuenta de lo rígida que había estado, casi como una piedra. O de cómo había contenido la respiración.

* * *

Las sirenas que rompieron la tranquilidad de la noche parecían venir de dentro de mi habitación a oscuras. Me incorporé en la cama con el cuerpo aún dormido y mi cerebro en estado de alerta. Sentí cómo Angelina se despertaba y me buscaba con los dedos.

Intenté despejarme y averiguar qué pasaba y qué eran esas sirenas que retronaban en la calle.

Un ataque, pensé con lentitud. La ciudad estaba siendo atacada. No eran sirenas de una instrucción.

La puerta se abrió de golpe y me asusté. Mi padre me dio las botas y la chaqueta, y mi madre ya cargaba con Angelina y le ponía el abrigo. No había tiempo para estar somnolienta ni perezosa. Me puse la chaqueta.

Lleva a tu hermana a los pozos.

La voz de mi padre sonó enérgica y decidida. Mi madre me entregó a mi hermana y salí temblando con mis botas desatadas.

—¿Y vosotros? ¿No venís con nosotras?

Mi padre se puso de rodillas y me ató los cordones, mientras mi madre le acariciaba el cabello a Angelina. Nos besó a las dos, llorando.

No, nos quedaremos por si vienen los soldados. Si tu madre y yo estamos aquí, quizá crean que vivimos solos. —Me miró a los ojos—. Así ya no volverán a buscaros a ti y a tu hermana.

Lo que decía no tenía sentido. Nada lo tenía. ¿Por qué vendrían a buscarnos los soldados, con o sin nuestros padres? ¿Por qué molestarse en buscar a dos chicas que se habían escapado de noche?

Quería negarme, protestar, decir que no iría sin ellos a ninguna parte, pero no me salió la voz.

Vete, Charlaina. Ya. —Mi padre me empujó hacia la puerta—. No tenemos tiempo para discusiones.

Me resistí, pero era más fuerte que yo. Angelina se aferró a mi cuello, con Muffin colgado de su manita blanca. Sus ojos reflejaban terror.

Las sirenas me aturdían, pero tenía que poner a salvo a Angelina.

—Cuando haya pasado el peligro, iremos a buscaros —me animó mi padre con un tono más tranquilo.

Tras de mí, mi madre sollozaba.

* * *

En la calle, topé con una marea humana de cientos o quizá miles de personas que también abandonaban sus hogares. Me empujaron y tiraron de mí en todas direcciones, en un ambiente de pánico absoluto.

Las sirenas casi nos rompían los tímpanos una vez a cielo abierto, porque los altavoces funcionaban como un sistema de alarma en una emergencia. Angelina escondió la cabeza en mi chaqueta para evitar el ruido. Se oían gritos de miedo y desesperación, aunque nada indicaba que atacasen la ciudad: ni motores que la sobrevolaran, ni bombas, ni ecos lejanos de disparos.

No importaba; las sirenas me animaban a huir.

Había refugios antiaéreos por toda la ciudad: en las iglesias, en las escuelas e incluso en pasadizos subterráneos abandonados. La mayoría de la gente se dirigía a estos: eran el punto de encuentro de las familias en caso de disturbios o enfrentamientos.

Ni Angelina ni yo íbamos a los refugios como los demás, porque mi padre nos había advertido que no eran seguros: no eran un secreto para el enemigo. Tal vez sí protegían de los ataques, pero no de las tropas que pudiesen llegar a pie desde el este o de los rebeldes que querían destronar a la reina Sabara. A veces los hombres, al menos los que llevaban tiempo en el frente, eran más de temer que las armas. Los hombres podían comportarse de manera brutal, cruel y mortífera.

Nos esconderíamos en los pozos de las afueras de la ciudad.

Mis botas retumbaban sobre el pavimento mientras me abría paso entre la multitud. Cuanto más nos alejábamos del centro de la ciudad, menos gente encontrábamos a nuestro paso. Hasta que nos quedamos solas y solo nos cruzamos con algún rezagado de vez en cuando.

Estábamos cerca. Divisé el muro que rodeaba la ciudad y que había sido construido para protegernos de nuestros enemigos; ahora nos retenía y nos atrapaba como si estuviésemos en una jaula. Era lo único que nos separaba de los pozos.

Vi a otras personas que trepaban por el muro: habían pensado lo mismo que mi padre.

Alcanzamos el extremo del muro, la barrera de cemento entre nosotras y nuestro destino, y dejé a Angelina en el suelo.

—Tú primero.

Ella se resistió, pero enseguida obedeció. La aupé y la impulsé con tanta energía como pude. No me sentí mal cuando oí que caía con violencia al otro lado, simplemente me apresuré a trepar también con la ayuda de mis botas. Cuando ya casi estaba arriba, resbalé y me golpeé el lado derecho de la cara contra la pared. Sentí el sabor de la sangre en la boca y se me saltaron las lágrimas. Creía que me había roto el pómulo. Pero no miré atrás y trepé más y más. Me ardían los brazos. Pasé una de mis piernas por encima del muro y me impulsé hacia arriba.

Al otro lado estaba oscuro. No llegaban las luces de la ciudad.

—Apártate —le grité a Angelina, sin saber dónde estaba.

Me deslicé por la pared y caí sobre mis pies, apoyando las manos en la hierba. Angelina se acercó en la oscuridad y buscó mis manos. Las sirenas seguían sonando.

Me di prisa y cogí a mi hermana por la cintura, pese al cansancio y el dolor en la cara. La tomé en brazos de nuevo y corrí hacia los pozos. La maleza y las viñas que crecían junto a ellos parecían sombras de sierras dentadas. Continué hacia dentro, sin molestarme en mirar a mi alrededor por si había alguien vigilando. Lo único que deseaba era entrar, encontrar un refugio.

En el pozo, la oscuridad era casi absoluta, pero eso no me detuvo. Me guié palpando las paredes. Conocía estos túneles. Aron, Brook y yo solíamos venir a estos pasadizos cuando éramos niños. Jugábamos a explorar, a montar campamentos y a inventar que estos eran nuestros reinos. Ahora rogaba para que pudiesen protegernos a mí y a mi hermana.

* * *

Permanecimos en los pasadizos mucho tiempo después de que las sirenas hubiesen parado de chillar. Me ardía la mejilla, casi latía al ritmo de mi pulso, y supe que se me inflamaría el ojo hasta cerrarse.

Dejé que mis párpados cayeran y me abandoné al cansancio. Sentí unos dedos que acariciaban la herida, los de Angelina, y a continuación unos labios que la mimaban con ternura. Como haría mi madre.

Apreté sus dedos con los míos y abrí los ojos, en estado de alerta. Pero era demasiado tarde. Sentí que me estremecía con sus caricias. Y el dolor empezó a disiparse.

—No lo hagas —le susurré, agradecida de que la caverna estuviese a oscuras y nadie nos pudiese ver—. No puedes hacer eso. Nunca. ¿Lo entiendes?

Me dirigió la mirada y odié ver su dolor en la penumbra. No quería asustarla ni reprenderla. Solo pretendía protegerla. Pero sus caricias me recordaron por qué estábamos en esta situación, por qué estaba herida, y después me ayudaron a olvidarme de las sirenas, del pánico, del dolor.

No podíamos arriesgarnos a desvelar nuestros secretos a la gente. Nunca.

—Está bien. Estamos a salvo.

Me calmé y la abracé hasta que sentí que se tranquilizaba entre mis brazos.

En un momento, Angelina se quedó plácidamente dormida. En cambio, yo no podía dormir. Estaba cansada, exhausta, pero el miedo me atenazaba y me mantenía atenta. Eso y el incesante desasosiego.

Bajo la chaqueta, el camisón me calentaba poco. Angelina me daba el calor que necesitaba. Me retorcí sobre la dura pared e intenté no despertar a mi hermana, pero tenía el brazo entumecido y me dolían la espalda y los hombros.

Lo que mi padre me había dicho retumbaba aún en mi cabeza: debíamos escondernos para hacer pensar a los soldados que no tenían a nadie a quien buscar —Angelina y yo misma—. Algo de su explicación no me cuadraba.

La luz de un farolillo me cegó y diluyó la oscuridad de golpe. Vi a Aron, y él a mí. Angelina y yo ya no estábamos solas. Entonces, también distinguí al resto de la gente: había familias que se ayudaban entre ellas y personas que venían solas. Conocía a algunos y a otros no, pero ahora estábamos juntos en la tarea de buscar asilo entre aquellas paredes subterráneas.

Aron se alegró y se separó de su familia para venir hasta donde mi hermana y yo yacíamos abrazadas. Su padre estaba demasiado concentrado en cotillear con los demás para darse cuenta de que su hijo se había alejado, y su madrastra tampoco se inmutó.

—Estaba deseando que vinieses —dije aliviada. Busqué con ansia en la oscuridad detrás de él—. ¿Y Brook?

—No ha venido con nosotros. Creo que su padre la ha llevado a uno de los refugios de la ciudad.

—Y hablando de padres —miré con ironía al de Aron—, ¿cómo ha podido tu padre trepar por los muros? —Me imaginé a Aron impulsándolo como yo lo había hecho con Angelina.

—Ni te imaginas lo espabilado que puede llegar a ser con la amenaza de un ataque en los talones.

Noté que no bromeaba y me conmovió. Aron se acomodó junto a mí y me dejé caer sobre él, tan feliz de que estuviese conmigo que no tenía palabras para expresarlo.

—¿Cómo está? —se interesó por Angelina.

Su pregunta me angustió, pese a que estaba convencida de que no lo decía con doble sentido. Él no especulaba sobre por qué Angelina estaba siempre en silencio, sobre el hecho de que no pudiese hablar como cualquier niño de su edad. Todo eso me preocupaba, porque podía despertar recelos entre la gente y hacerles creer que Angelina también era diferente en otros aspectos.

—Está bien —respondí, seca. Luego me apacigüé—. Solo está cansada.

Aron me comprendía. Nos quedamos en silencio, escuchando las voces apagadas de los demás y sus conjeturas sobre lo que podía estar sucediendo tras los muros de la ciudad. Ahora no había división de clases, aunque podía distinguir varios acentos, entonaciones e idiomas. No se lo podía decir a Aron, pero yo los entendía a todos. Unos comentaban la posibilidad de un ataque general y definitivo sobre la ciudad. Otros criticaban las deficiencias de sus defensas. Pedí que las defensas funcionasen, sobre todo porque mis padres estaban todavía allí.

Entonces, desde alguna parte en la oscuridad, una voz retumbó en las recias paredes. Y otra, y otra, y de pronto todos se pusieron de pie y comenzaron a pronunciar la letra, tan familiar para mí, del Juramento.

Cogí en brazos a Angelina. No quería soltarla, ni mucho menos despertarla. Y me uní a los demás.

Juro con mi último aliento venerar a mi reina por

encima de todos los hombres.

Juro con mi aliento obedecer las leyes de mi país.

Juro con mi aliento respetar a mis superiores.

Juro con mi aliento contribuir al buen progreso

de mi clase.

Juro con mi aliento informar sobre los que pueden

perjudicar a mi reina y a mi país.

Mientras respire, lo juro.

Aquella noche, las palabras tenían más sentido que nunca. Por miedo o por patriotismo, entonces hice una promesa a mi reina. Y le pedí toda la protección que pudiese darnos.

Al sentarnos de nuevo y apagarse poco a poco las conversaciones, nos rendimos al cansancio y me enrosqué con Angelina para protegerla. Aron dormía junto a mí. Dormir ya no era una opción, sino algo inevitable.

* * *

El eco de unas voces alegres resonó en la cueva. Los gritos me despertaron e intenté desentumecer los hombros y el cuello, que aún me dolían. Angelina estaba sentada a mi lado, confesándole a Muffin secretos al oído.

Le acaricié la pierna.

—¿Estás bien?

Asintió.

Ya había luz fuera y resultaba más sencillo distinguir el trayecto de los túneles. Me dirigí a Aron:

—¿Ha entrado alguien?

Dijo que no con un gesto, y entonces noté que la mayoría de la gente se había marchado, incluida su propia familia.

Sonreí al ver a Angelina jugar con Muffin.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho saltar las alarmas?

—El ejército de la reina Elena ha quebrado las defensas de varias pequeñas ciudades del este. Las sirenas han sido un aviso, por si los soldados enemigos se acercaban.

Buenas noticias. Eso significaba que el Capitolio era seguro y, además, que el sistema de alarma había funcionado. El aviso estaba ensayado, y podíamos confiar en que las sirenas nos alertarían.

Y en que mi padre vendría a buscarnos pronto.

—No hacía falta que te quedases, Aron. Podías volver a casa con tu familia.

Aron arrugó la nariz para dejarme entrever que lo que decía le parecía una tontería.

—Sabes que nunca me iría sin ti, Charlie.

Lo sabía. No necesitaba que me lo confirmase.

—Bueno, yo me hubiese largado sin dudarlo.

Pero Aron no se lo tragó:

—Qué mentirosa. Nunca me dejarías tirado.

* * *

Al vernos, mi padre nos abrazó a mí y a Angelina como si nunca nos fuese a soltar. Aron también se ganó un buen achuchón. Mi padre nos dio un beso a ambas y se disculpó y agradeció que estuviésemos bien. Angelina rio cuando mi padre la lanzó al aire y la recogió antes de que tocase el suelo. Era como presenciar a un oso jugando con una pluma.

Lo único importante era que estábamos a salvo.

Por ahora.