Se aproximó a la reina como siempre, con recelo y un gran respeto. Hacía mucho calor en aquel aposento, pues la reina se sentía más frágil desde que había envejecido. Con todo, a él no le preocupaba su estado físico, porque aún tenía una mente aguda y unos cambios de humor terribles.
No era una mujer a la que se pudiera subestimar.
—Majestad —susurró en el idioma de la realeza, a la vez que sus dos compañeros repetían estas palabras y hacían una reverencia.
Esperaron una milésima de segundo, y ella respondió con desdén:
—¡Incorporaos! No tengo tiempo para vuestras tonterías. Id al grano. —Se dirigió al hombre de piel oscura—. ¿Qué tiene que contarme?
Como no se dirigía a él, Max se corrió a un lado con las manos detrás de la espalda, hasta que ella le hablase.
—Creemos que hemos dado con su centro de operaciones, Majestad. Es otro club de la ciudad. Lo estamos confirmando con el Servicio de Inteligencia y, cuando tengamos su visto bueno, actuaremos.
La reina reflexionó, observando al gigante moreno. Un hombre más pequeño se hubiese acobardado ante su mirada fulminante, pero Zafir le mantenía el pulso. Elegía a dedo a los guardias reales por su valentía.
—¿Algo más que añadir? —preguntó al otro hombre de talla monstruosa.
—No, Majestad —respondió Claude, lacónico.
Por fin miró a Max, el tercer hombre uniformado, para preguntarle:
—¿Qué hay de la chica? ¿Alguna novedad sobre ella?
Al mirar a la reina, estudió su piel gris y arrugada y sus ojos fantasmales. Dudaba de cómo podía ver a través de las bolsas de piel que cubrían sus ojos. Pero sabía que nada se les escapaba, excepto la cuestión de la chica.
—No, Majestad. No sabemos nada de ella.
Le fue fácil mentir, y se preguntó lo que sentiría cuando la guillotina separase su cabeza del cuerpo en el caso de que ella descubriese la verdad. También se preguntó por qué no podía confesárselo. Era su reina, y su deber era comunicarle cualquier información que ella le pidiese.
Recordó a la chica pálida de cabello rubio platino que había visto un par de veces en el club y se convenció de que no mentía. No sabía quién era ella. Y no tenía manera de saber si ella era la chica a la que buscaban.
La reina se quedó mirándolo de arriba abajo, con antipatía en su expresión y esperando algo más. Pero no lo había.
—Marchaos —ordenó ella, liberándolos por fin de aquel calor cruel.