V

No era difícil convencer a Brooklynn para volver al club, o al menos yo no lo creía. Si por algo se caracterizaba Brook, era por ser muy previsible.

—Así pues, ¿quién es él? —indagó con curiosidad y agarrándome cariñosamente del brazo. Le guiñó el ojo a Angelina, que estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas—. No te vi hablando con nadie la otra noche, pero es raro que quieras ir a un club dos veces en la misma semana.

No se equivocaba. No podía parar de pensar en esos ojos grises y atormentados desde que fuimos a Presa, hacía ya dos días. Mucho más tiempo del que ningún chico había ocupado mis pensamientos nunca.

No sabía qué tenía de especial Max. Me asustaba tanto como me atraía. No me hacía gracia encontrarme con sus amigos, pero estaba desesperada por verlo otra vez.

—Tampoco es eso. —Empecé a poner excusas, pero Brooklynn se hizo la loca.

—¿Ah, sí, Charlie? No me creo ni una palabra, sobre todo si te vas a poner eso.

Casi sonreí. Había diseñado yo misma el vestido, pero lo veía un poco exagerado. O, a lo mejor, demasiado poco exagerado. Yo no era como Brooklynn, no estaba acostumbrada a lucirme, y mi vestido dejaba un hombro al descubierto, mientras que del otro caía un fino tirante de seda negra. La tela parecía incluso transparente al rozar mi cuerpo; eso no pasaba nunca con mi otro vestido de algodón.

—Da lo mismo. Si no quieres contármelo… —Ese tono meloso le solía servir con los chicos—. ¿A ti te ha contado algo? —le preguntó a mi hermana pequeña.

Angelina lo negó y apoyó la barbilla en las manos. Nos miraba expectante con sus ojos azules.

—En serio, Brook, no es nada. Él es un poco… diferente. Solo quiero hablar con él de nuevo. No es lo que piensas.

De todas formas, mis razones eran lo de menos, porque Brooklynn hubiese ido igual al club. Esa noche, cuando estaba delante de la puerta roja de acero, me sentí aliviada de que Presa aún subsistiese. El club resistía. Y eso que me sentía todavía más nerviosa que la primera vez.

Algunas cosas nunca cambian: había un guardia de seguridad distinto, pero la rutina fue la misma.

Brooklynn, como siempre, no se inmutó con la revisión, y a mí me produjo asco y me mosqueó. Además, esta vez yo enseñaba más piel.

El tipo de la puerta nos dejó entrar a cambio de drogarnos con el sello alucinógeno, claro. Ni le enseñamos los pasaportes. Mi piel ardió al notar cómo la traspasaba la tinta. Ni miré la marca, sino que me dediqué a buscar como loca algo, a alguien, por el club, aunque sabía que en breve me saldría la roncha.

Logramos colarnos con las bebidas y la chica del pelo azul tan fácilmente como con el tipo de seguridad. Hasta le dio cambio a Brook; eso sí, tras pedirle una buena propina.

El club estaba más lleno, y las chicas de los podios no vestían collares de cuentas, sino plumas brillantes. Era alucinante verlas, porque parecían aves exóticas de color púrpura, azul y verde.

Brook me arrastraba entre la masa, seducida por la música, los hombres y la droga que se filtraba por su piel.

Mis ojos buscaban y buscaban.

Esta noche no veía a Max por ninguna parte. También busqué a los otros —sus amigos, los que hablaban en aquel idioma extraño y gutural—, pero no exactamente por lo mismo. A ellos prefería evitarlos.

Brooklynn dijo que quería bailar y se fue. Yo seguía obsesionada con la posibilidad de que Max apareciese. Vi cómo Brook se alejaba entre la maraña de cuerpos y entraba en la pista de baile.

Sentía la cabeza pesada y reconocí el efecto de la droga en mi cuerpo. El sello se estaba inflamado; era una estrella de seis puntas. Cerré los ojos para que pasase el malestar, pero tenía mucho calor y me molestaban la gente y el ruido. Necesitaba aire. En la entrada seguía el vigilante, inspeccionando a otra chica menor de edad, y sentí repulsión. Tenía que haber otra salida, una puerta trasera.

Me alejé de la barandilla y busqué esa salida. No sabía adónde me dirigía, pero decidí seguir el camino opuesto a donde estaba el de seguridad. Era lógico, o así lo creí.

—Perdonad —murmuré mientras cruzaba la pista de baile, repleta de gente que se agitaba. No vi a Brooklynn. Había un mar de rostros a mi alrededor. Necesitaba encontrar un lugar donde sentarme y esperar a que se me pasase el delirio. Sentía náuseas y quería salir de aquel caos. Cuando llegué al otro lado, subí a la plataforma y miré si había una puerta. Pero no, no vi ninguna.

Dudé. Me rodeaban dos hombres y una mujer unidos en un apasionado abrazo. Se acariciaban y se besaban. La chica tenía el cabello del color del ébano, que cambiaba de tono según le daba una u otra luz. Uno de los hombres se había teñido el pelo de punta de un rojo brillante, mientras que el otro lo llevaba rubio platino, rizado y largo. Los movimientos de aquel trío parecían sincronizados, como los de las gogós. Detrás de ellos había una pared de espejo gigante que reflejaba cómo sus brazos y sus piernas se enlazaban. Cada uno parecía ser la extensión del otro.

Y detrás de ellos, en un lado de esa pared de espejo, divisé una cortina negra, tocada en los bajos con aplicaciones de trenzas doradas. Por su tamaño, podía ser una puerta de salida. Me apresuré a llegar hasta ella para saber qué escondía la cortina. La música sonaba, con un beat de bajo continuo.

Me dio miedo que alguno de los del trío me viese y no me dejase pasar. Tal vez eran los vigilantes de este punto. Pero no se percataron de mi presencia y pasé fácilmente. Tomé con los dedos un extremo de la tela de la cortina y escudriñé. Había un pasillo negro, solo iluminado por las tenues luces que provenían del club. No podía ver adónde conducía. Yo seguía queriendo tomar el aire.

Me deslicé tras la cortina, preocupada por si alguien me había visto. Se me aceleró el pulso y me puse tensa. No sabía qué encontraría en aquel sitio ni si debía estar allí. Seguro que la cortina estaba por algo.

La gruesa cortina impedía la entrada de las luces del club, así que me tuve que acostumbrar a la penumbra. Pronto noté el suelo, las paredes y la sombra de dos puertas cerradas. Me aseguré de que nadie me había visto y continué poco a poco. Me paré delante de la primera puerta y presioné la palma de la mano contra la superficie de madera. Me entró el pánico y me faltaba el aire. Giré el pomo, pero estaba cerrada.

Suspiré. Algunas gotitas de sudor emanaron de mi labio superior y me acerqué a la otra puerta, que estaba al final del pasillo negro. Esta vez, mi mano se posó en una superficie metálica.

Era esta, lo sabía. La puerta que buscaba.

Probé el pomo y giró con facilidad, haciendo un clic que sonó más alto que la música tras de mí. Aún no había cruzado el umbral, cuando sentí que agarraban mi hombro y lo retorcían con fuerza. El corazón me latía a mil por hora.

Me revolví y fui a dar contra un sólido muro de músculos, por lo que creí que era el guardia de seguridad de la puerta. Intenté pensar con más claridad.

—¿Puedo ayudarte en algo? —dijo el hombre, y supe que no era el de seguridad, porque hubiese reconocido su tono sórdido. No sabía cuáles eran sus intenciones ¿Curiosidad? ¿Duda? Algo peor… ¿una amenaza?

—Yo… yo… —No me salían las palabras—. Es… es que me he perdido —solté.

Pulsó un interruptor de la pared contigua y me bañó la luz de una bombilla roja que estaba en el techo. Estaba con un hombre que tenía una pinta sospechosa. Llevaba el pelo negro y largo hasta los hombros, y su cara no había visto una cuchilla en días o en semanas. Pero lo que más me impresionó fue su mirada, felina y de depredador bajo el reflejo de la luz roja.

—No deberías estar aquí —afirmó sin interés—. No es seguro.

Me froté sin darme cuenta el dorso de la mano, que picaba.

—Necesitaba tomar el aire.

Me estaba mareando. Él me cogió de la muñeca.

—¿Necesitas sentarte?

—Sí —balbucí, aún rascándome el sello de la mano—. Me iría bien. —Sentía que mis pies no tocaban el suelo y que no me llegaba la sangre a la cara.

Me sujetó por la cintura para que no tropezara en el pasillo y me llevó de vuelta hacia el club, aunque hasta la primera puerta, la que estaba cerrada. Sacó una llave del bolsillo y la abrió antes de que yo pudiese objetar nada.

Unos segundos después, me desplomé encima de un sofá de terciopelo verde que olía a tabaco, del legal y del que no lo era.

* * *

Nunca había estado en un privado de un club. La gente decía que solían ser espacios lujosos que estaban por encima de la pista de baile y las barras, donde a la élite —los que pagaban un extra a los propietarios del club— se la trataba como a la realeza por una noche. En otros clubes, los privados se destinaban a satisfacer cualquier deseo, por un precio.

Este era un poco de eso y otra cosa, un poco menos siniestro y también menos opulento.

El hombre que estaba sentado en la silla de enfrente puso los codos sobre las rodillas y me examinó de cerca. Qué hacía yo en ese cuarto con él. Me preguntó de dónde venía cuando se topó conmigo.

—¿Eres el dueño de este club? —inquirí con voz ronca.

Frunció el ceño y divisé una cicatriz que iba desde la ceja hasta el límite de su angulosa mandíbula. Era una marca suave, una vieja herida.

—No es mío, pero la gente que lo lleva me deja hacer negocios aquí.

La manera en la que pronunció la palabra «negocios» la hizo sonar ilícita.

Las luces que relampagueaban continuamente en el club se colaban por una ventana enorme que ocupaba toda una pared. Destellaban en su cara y describían en ella un arco iris de tonalidades. Al otro lado del cristal estaba el trío, los dos hombres y la mujer morena, besándose y acariciándose. Recordé el espejo que estaba detrás de ellos.

Me levanté del sofá y observé los muebles variados y poco armónicos. Me paré detrás del cristal y, con la punta del dedo, dibujé el contorno de los tres formando una única figura, como si estuvieran fusionados.

—¿No nos ven? —pregunté, y me sorprendí. Nunca había visto algo igual.

Se unió a mí con su enigmática presencia.

—No. Por la otra parte, esto es un espejo. Sólo se ve desde este lado.

—Qué raro —respondí.

Estaba aún mareada y me costaba concentrarme. Todo se movía a cámara lenta, tenía la boca seca y tirante y me pesaban los párpados. Y no paraba de rascarme la mano.

Siguió mi mirada hasta la marca del sello.

—¿Puedo verlo? —solicitó. Tenía cicatrices blancas en forma de zigzag en los nudillos.

Le miré la cicatriz, que apenas disimulaba su melena, y sus ojos con motas plateadas. Mientras me decidía, vi que la piel debajo de la barba estaba ajada y que su rostro era duro. Estaba serio y esperó con paciencia a que le enseñara la mano, así que pensé que no me podía hacer ningún daño mostrársela.

Al tomarme la mano, noté que tenía la piel fría y seca. Con una de sus yemas callosas, recorrió la marca inflamada de la estrella. Se llevó la mano al bolsillo y sacó una cajita negra. Contenía un ungüento que olía a una extraña combinación de tierra acre y cítricos. No era desagradable.

Sin preguntar, lo extendió sobre la piel inflamada con un ligero masaje de pulgar. No sabía qué hacer. Una parte de mí pensaba que era una mala idea, que un desconocido en el que no podía confiar me aplicaba un bálsamo que no sabía ni qué contenía. Pero otra parte de mí, la que lo observaba en silencio, se dejaba hacer.

—Ya está —dijo cerrando la cajita y poniéndola en mi mano—. Pronto te sentirás mejor.

Así fue. Ya no me picaba la piel de la mano ni me daba vueltas todo. Pensaba con claridad.

—¿Quién eres?

Sonrió.

—Me llamo Xander, y tú —levantó las cejas— eres Charlie.

Di un respingo. ¿Cómo sabía mi nombre?

—Te he visto en algunos clubes, a ti y a tu guapa amiga.

Se refería a Brooklynn. Todos se fijaban en Brooklynn. Y yo no había visto a este hombre antes, pese a que era difícil no reparar en él.

—Lo siento, encantada de conocerte, Xander, pero me temo que ahora tengo que ir a buscar a mi amiga.

Era verdad. Ahora que sabía qué hacía, me di cuenta de que nadie sabía dónde me encontraba ni con quién.

Creí que se resistiría a dejarme ir o que me convencería para que me quedase. Bloqueaba la salida. Hubo una larga y pesada pausa e intenté calmarme. Pero se retiró de mi camino. De todas formas, seguí sintiendo que tenía algo de depredador, por su manera de moverse y por cómo se posaban sus ojos plateados en mí.

Aferré la cajita con el ungüento y recordé que no me había hecho daño.

—Es por aquí. —Me acompañó por el pasillo oscuro hasta el club. Se quedó conmigo, sujetándome el brazo, no sé si para orientarme o para detenerme. Miramos a la masa—. Ahí está —dijo en voz baja y profunda, casi en la octava del bajo que sonaba.

De pronto, comenzó un revuelo cerca de la entrada y todos miramos hacia allí para saber qué ocurría. Xander me apretó el brazo con los dedos, aunque sabía que no lo hacía adrede. Creo que ni se dio cuenta. Estaba rígido, ansioso y expectante.

La gente se fue apartando y dividiendo. No sabíamos quién había llegado, pero su presencia cargó el ambiente de electricidad estática. Y entonces aparecieron los tres hombres entre la masa de la entrada. Según se acercaban, lo reconocí. Era él, Max. Me quedé sin aliento.

Supe lo que ya pensé cuando lo conocí: él no era de aquí. No como Xander. O como yo. Ni me fijé en sus amigos; solo podía seguir sus movimientos por el club. Ojalá me buscase a mí.

Me quedé quieta cuando sus ojos se posaron en los de Xander con un brillo oscuro. Pero vaciló tan poco que hubiese podido creer que lo estaba imaginando. Me observó luego a mí con su mirada implacable, y yo le devolví la mirada sin pestañear ni saludar. Pensé que me enviaría una señal si me reconocía. Y creí verla en un ligero abrir y cerrar de ojos y una breve sonrisa. Pero fue tan rápido que ni pude procesar la información, y él siguió a su paso.

Me quedé muy decepcionada al ver que Max y sus compañeros pasaban de largo. Me sentí como una imbécil por haber venido a buscarlo, por confeccionar el vestido soñando con él, esperando a que se fijase en mí.

—¿Quiénes son? —pude al fin preguntar a Xander.

Pero cuando me volví, Xander había desaparecido. Comprobé mi mano para cerciorarme de que no lo había soñado y que había conocido a Xander. Ya no me dolía, y la marca de la estrella de seis puntas ya no estaba. Abrí la mano y toqué la cajita del ungüento.

Xander era real.

Y ahora estaba segura de que él tenía las respuestas que yo buscaba.