IV

Brooklynn no me había ni mirado ni dirigido la palabra de vuelta a casa, pese a que me disculpé miles de veces. Si le hubiese podido confesar por qué había insistido en que nos fuésemos de allí, me habría perdonado. Pero no podía hacerlo. Nadie, ni siquiera mi mejor amiga, podía saber de mis habilidades…, que podía entender a todo el mundo.

Al llegar cerca de nuestro barrio en el oeste de la ciudad, la parte donde vivían los Comerciantes, decidí que era mejor que me quedase en mi casa. Mis padres se enterarían de que había salido y no había estado en casa de Brook, pero la mirada de ella, fría y fijada en el suelo, indicaba que no era posible que me perdonase. Al menos, no esa noche.

Pero no me arrepentí de mi comportamiento. Al día siguiente, me reafirmé en que había hecho lo correcto.

Lo que había dicho Claude la noche pasada no me gustó en absoluto… ¿Y cómo es que no había oído ese idioma nunca? ¿Cómo podía ser? Bajo la amenaza de una revolución que despertaba la curiosidad de otros países, países que estaban al acecho porque sabían que nuestras defensas se debilitaban y querían aprovechar la situación para derrocar a la reina, las fronteras de Ludania estaban cerradas a cal y canto, y los extranjeros habían sido expulsados. No se otorgaban visados a los turistas.

Había escuchado todas las variantes dialectales de termani, parshon y englaise. Conocía sus entonaciones, cadencias y ritmos. O así lo creía. Hasta ahora.

Había descubierto algo nuevo.

¿Por qué estaba segura de que no había oído aquel idioma? Quería saber quiénes eran Claude y sus amigos. ¿Espías? ¿Revolucionarios que hablaban en clave? ¿Algo peor?

Estas cuestiones y los sonidos raros de su idioma me habían provocado pesadillas toda la noche y no me habían dejado dormir. Había otras cosas que también me habían mantenido en vela, por cierto. Cosas en las que no me convenía pensar. Unos ojos de color gris oscuro, unos labios suaves y una sonrisa socarrona. Por mucho que me decía que era estúpido pensar en eso y quería echarlo de mis pensamientos, él conseguía ocupar mi mente de nuevo.

Me alivió ver a Brooklynn el día siguiente en el lugar de siempre, en la plaza, antes de ir al colegio. Estaba a punto de sonreírle cuando vi que me ignoraba. Aron no había llegado todavía, así que estábamos solas. Me acerqué tímidamente, sin saber cómo resolver la situación de la noche anterior.

—¡Hola! —saludé con reservas, con ganas de tener un discurso mejor para romper el hielo.

Brook mantuvo los brazos cruzados sobre su pecho y su cartera a los pies. Su pose denotaba desafío, aunque sabía que me escuchaba. ¿Por qué, si no, había venido?

Giró la cara, como si no le importase mi presencia.

—De acuerdo.

Suspiré, segura de que tendría que dar el primer paso. Odiaba el amargo sabor de la disculpa que tenía en mi boca.

—Brooklynn, lo siento. Sé que te gustaba ese Claude. No te lo puedo explicar, de verdad. Tenían algo muy raro, no eran de fiar. —Ya no podía decirlo más claro. Comenzó a mover el pie, así que me estaba escuchando. Ya era algo—. Sabes que no te habría pedido que nos fuésemos si no hubiese estado preocupada…

Hice una pausa para aclararme las ideas. Ella reaccionó con una mueca de preocupación que sustituyó a su mirada de ira. Cuando por fin habló, deseé volver atrás en el tiempo. Resultaba más fácil estar en silencio que decir la verdad.

—No fue por el chico, Charlie. Eras tú. Algo pasó anoche, sí, pero no únicamente en el club, también en el restaurante. La que te comportas de manera extraña eres tú. —Y se acercó más para susurrarme—: Tú eres la que va por ahí infringiendo la ley. No te engañes, vi perfectamente lo que hiciste ayer en la escuela, le diste al chico una galleta. Es peligroso. Un peligro de los que pueden resultar mortales. —Se puso seria y, con un hilo de voz, insistió—: Soy tu amiga, Charlie. Si hay algo que deba saber, te escucho. Lo mantendré en secreto. Pero debes tener más cuidado, también por el bien de los que te conocemos.

Se me secó la boca y di un paso atrás, asustada por sus palabras y por el tono que empleaba. Pocas veces se ponía seria, por lo que verla tan preocupada me impresionó. Tenía razón, desde luego. Yo era la que había montado el lío. No ella, ni Claude.

El altavoz me dio un susto de muerte: «TODA ACTIVIDAD MERECEDORA DE SOSPECHA DEBE COMUNICARSE AL PUESTO DE VIGILANCIA MÁS CERCANO».

Por un momento, me sentí muy tentada de contárselo todo. Pero entonces apareció Aron.

—No está bien que me toméis el pelo, ¿vale? Ni me di cuenta de que os ibais. Esto no vale —dijo sonriendo, entre pillo y bobalicón. Se quedó mirándonos; estábamos tan quietas como las estatuas de la reina repartidas por la ciudad—. ¿Va todo bien?

—¿Nos va todo bien? —le repetí a Brooklynn.

Brook me golpeó de broma con el hombro.

—Pues claro —y me miró solo a mí. Empezamos a andar—. Me llevas la cartera, ¿no, Enano?

Esbocé una sonrisa.

* * *

Aron me esperaba en la escalera al salir de la escuela. Era un chico que te hacía sentir bien, y al verlo me relajé. No me había sentido incómoda con él ni una vez. Aron era listo, seguro de sí mismo y transparente, como si encontrases un faro en la oscuridad. A veces, era muy raro asociar su cuerpo de hombre con su espíritu de niño, aunque aún quedaban rastros de mi amigo de la infancia en su pelo revuelto y en las pecas de la nariz, que iban borrándose un poco más año tras año. Enseguida, me cogió la cartera.

—Brooklynn me ha dicho que te diga que hoy se ha tenido que ir antes. Su padre quería que estuviese en casa.

Intenté recordar cuándo se había hecho tan grave la voz de Aron. ¿Cómo es que ni me había dado cuenta?

—Podría haber regresado con nosotros —respondí con poca convicción. Ella ya no estaba molesta conmigo, pero Brooklynn solía querer estar sola cuando su padre la requería en casa.

En realidad, su padre nunca le prestaba atención, salvo cuando quería que la casa estuviese limpia o había que renovar la despensa de la cocina con víveres. Sabía que a Brook la afectaba ser reconocida solo cuando necesitaba sus servicios. Yo empezaba a odiar a su padre por no ser capaz de quererla.

—Oye, Aron, tu padre habla por los codos.

El señor Grayson era el tipo de persona que necesita cotillear tanto como los demás respirar. Sería un tipo peligroso si no fuese tan estúpido, pero tenía la lengua floja y era de ideas frívolas.

Aron se limitó a asentir. No le ofendió mi insinuación. Ya lo sabía, claro. Cambió de tema:

—¿Qué es lo que quieres saber?

Me pilló por sorpresa y pensé que había metido la pata, así que continué con cuidado.

—¿Qué dice tu padre de Brooklynn y de su padre?

Se puso serio.

—¿Qué quieres decir?

Levanté de nuevo los hombros.

—Ya lo sabes. ¿Tu padre cotillea sobre ellos? ¿Sabe si les va bien? ¿El señor Maier tiene suficiente trabajo? ¿Puede mantener a la familia? ¿Brook…? —Me costó mucho acabar esta última frase, aunque me la había planteado miles de veces—. ¿Hay alguna posibilidad de que le quiten a Brook?

Brooklynn tenía casi diecisiete años. Era unas semanas menor que yo, y en poco más de un año tendría la edad para tomar sus propias decisiones.

Pero hasta esa fecha existía el peligro de que la reina la reclamara para servir en la corte. Eso significaba que la mandarían a un campo de trabajo —algo que Brooklynn no podría afrontar; preferiría morir si eso ocurriese—, que la desposeerían del estatus de los Comerciantes y la degradarían. Todos los huérfanos pertenecían a la clase de los Sirvientes.

Aron se detuvo, muy serio y triste.

—Algo he oído —contestó apesadumbrado—. Los clientes de mi padre hablan en ocasiones de Brook, aunque no precisamente de su bienestar. Dicen que es demasiado rebelde, que su padre pasa de ella y que le da demasiada libertad. Algunos insinúan que debería encerrarla bajo llave, y otros afirman que es muy triste no tener una madre que la controle. —Movió la cabeza—. Pero no, no he oído nada sobre que su padre no la pueda mantener, pese a que siempre me preocupo cuando sale a colación su nombre. Temo que un día haya algo peor en sus críticas, algo peligroso.

Ambos sabíamos qué podía ser y me angustié mientras lo cogía del brazo. Ansiaba decirle que era imposible, que nadie podía sospechar que Brooklynn fuese una traidora, que nadie se atrevería a acusarla de colaborar con los rebeldes. Pero sabía que eso no era cierto.

No solo porque creía que Brooklynn era una revolucionaria, sino también porque no resultaba extraño que alguien la señalase con el dedo. A veces, más a menudo de lo que quería pensar, la recompensa por denunciar a un vecino bastaba para pasar por alto la lealtad. Y alguien como Brook, una chica que no tenía madre y con cuyo padre no podía contar, era un objetivo fácil.

—¿Me avisarás si te enteras de algo? —le pedí, pese a que no tenía claro qué haría con esa información luego, más allá de no permitir que se llevaran a Brook. No de la manera que se llevaron a Cheyenne Goodwin.

—Sabes que sí —me aseguró Aron. Me cogió de la mano mientras caminábamos, como un amigo. Podía contar con él. Recosté la cabeza en su hombro y me sentí reconfortada porque estaba conmigo.

* * *

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Fue un accidente. No me di cuenta de que hablaba en termani.

Estaba cansada de explicarme; repetía y repetía lo mismo, pero mi padre no se daba por satisfecho.

Caminó arriba y abajo por la habitación. Había pasado un día entero desde el incidente del restaurante, pero no parecía haberse calmado. Estaba agobiado por lo que yo había hecho. O, mejor, por lo que se me había escapado.

Charlaina, por favor, este tipo de equivocaciones son las únicas que no puedes permitirte. Insisto en que tengas cuidado. Siempre. —Noté su mano llena de callos sobre mi mejilla. Su expresión mostraba gran preocupación—. Me preocupo por ti. Me preocupo por todos nosotros.

—Ya lo sé. —Evité seguir la conversación en parshon, el idioma que tanto gustaba a mis padres. Yo prefería hablar en englaise todo el tiempo. Así no había ocasión para malentendidos ni para errores. Pero no todos pensaban como yo.

Se sentó en el sofá que teníamos en la pequeña sala de nuestra casa. El espacio era acogedor, lleno de recuerdos acumulados con los años. Conocía de memoria cada rincón, cada piedra, cada tablón de madera y cada grieta.

Había nacido en esta casa, aquí había crecido, y ahora me sentía indigna de ella por haber traicionado la confianza de mi padre. Sabía perfectamente cuánto se había sacrificado él, quizá más que nadie, para mantenernos a salvo.

Todavía recordaba aquella noche, yo tendría la edad de Angelina, en la que aquel hombre aporreó la puerta e insistió en hablar con mi padre. No se iría de allí sin respuestas. Mi padre me metió en mi habitación y me dijo que no saliese hasta que él supiese que estaría a salvo. O hasta que mi madre regresase a casa. Intenté obedecer y me escondí debajo de la cama, pero tenía mucho miedo.

Aquella noche seguía siendo un recuerdo muy vívido: la frialdad del suelo de piedra bajo mis pies descalzos, el miedo mientras estaba escondida, abrazando a mi muñeca, y las palabras que retumbaban detrás de la pesada puerta.

He oído lo que ha dicho, Joseph. El hombre le habló en termani, y ella le contestó. Lo entendió. ¡Es repugnante! —No era la voz de mi padre la que se alarmaba y se alzaba con rabia.

No has oído nada. Solo es una niña y estaba jugando.

¡No jugaba, y nos pones a todos en peligro si ella se queda aquí!

Contuve la respiración y pegué la frente a la madera, lo único que me separaba de mi padre. Y él, con voz dura y firme, respondió:

Tienes que irte de mi casa. Aquí no tienes nada que hacer.

Un largo y pesado silencio siguió a la frase y me asaltó el pánico. Retrocedí. Y el otro hombre habló bajito:

Lo que ha hecho es ilegal. O la denuncias tú, o lo haré yo.

Ahí no hubo pausa:

No te lo permitiré.

Me abracé a mi muñeca y volví de puntillas a mi escondite debajo de la cama, como me había enseñado mi padre. Me enrosqué como un ovillo. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Me llevé las manos a las orejas para no escucharlos y llegó un silencio sepulcral. Cerré los ojos.

Me quedé a oscuras, aterrorizada por si me descubrían. Pero eso no pasó. Puse la cabeza sobre el frío suelo y esperé. Finalmente, oí crujir la puerta y me dio un vuelco el corazón. Abrí los ojos para distinguir en la oscuridad de quién eran los pies que se acercaban a mi cama. Temblé con el sonido de los pasos de aquellas pesadas botas.

Me recliné sobre los codos y miré. Alguien levantó el colchón y suspiró profundamente.

Ya puedes salir.

Al oír la voz de mi padre, salí disparada arrastrándome sobre la barriga. Aún no estaba fuera y él ya me había cogido y puesto de pie. Me subí a su cálido regazo, doblando rodillas y pies y abrazándolo por la cintura.

Me tuvo abrazada un buen rato hasta que habló, tal vez porque había muchas cosas de las que no podíamos hablar. Al fin, habló en englaise, usando un tono más suave y haciendo que las palabras sonasen menos ásperas que antes, cuando hablaba con el otro hombre.

—No puedes hacerlo más. Sé cauta. —Y cambió al tono más gutural de nuestra lengua materna, al tiempo que me dejaba caer sobre unas mullidas almohadas—: Ahora descansa, corderito. Tengo que limpiar la casa antes de que vuelva tu madre.

Me arropó con las sábanas y me besó en la frente con dulzura. Cerré los párpados y me sentí sana y salva porque mi padre me había protegido… e intenté olvidar la sangre que cubría su camisa.

* * *

Suspiré mientras miraba a mi padre ahora. Lo único que deseaba era que Angelina y yo estuviésemos a salvo. ¿Por qué me costaba tanto admitir que me había equivocado?

—Tienes razón, papá —le confirmé—. Te prometo que tendré más cuidado.

Me sonrió. Se le veía apenado, pero aprecié mucho su esfuerzo.

Sé que sí, corderito. —Y me apretó la mano con fuerza.

Se abrió la puerta de pronto, y Angelina entró como un huracán, pequeña y llena de energía, con su melena rubia enmarañada y salvaje que la hacía parecer un torbellino. Detrás de ella apareció mi madre.

—¿Ya vienes a la cama? —le pregunté a mi hermana, cogiéndola entre mis brazos e intentando aliviar con ella la sensación de que había defraudado a mi padre. Angelina dijo que sí, a pesar de que no tenía sueño. Miré con cariño a mis padres mientras caminaba con la pequeña en brazos hacia la habitación que compartíamos y la metía en la única cama. La dejé desvistiéndose y fui a buscar un trapo húmedo para limpiarle toda la suciedad que había conseguido acumular durante la jornada.

—Eres un desastre —la reñí mientras frotaba su piel de alabastro llena de mugre. Me enseñó los dientes con su sonrisa de niña de cuatro años—. Y Muffin también es un desastre —me quejé, mirando a su andrajosa muñeca, que llevaba con ella a todas partes: una liebre que le había regalado yo y que estaba hecha polvo.

Los años no pasaban en balde para Muffin. Tenía ya el pelaje tan gastado que era transparente por zonas. Su original piel blanca y suave era ahora marrón y estaba llena de manchas que incluso daban un poco de asco.

Angelina se aferró a su muñeca e incluso se negó a que la limpiásemos también. Cuando hube aseado y puesto el camisón a mi hermana, ella ya estaba tumbada sobre mí, somnolienta.

—Venga, dormilona. —Y la coloqué entre las sábanas, con su pequeña y mugrienta liebre junto a ella. Angelina nunca dormía sin Muffin.

Me tumbé en la cama a su lado, con la luz de la mesita de noche encendida, y saqué la tela que Aron me había regalado. Ya la había cortado, había diseñado mi patrón y había ajustado todo con agujas. Saqué una aguja de coser de la esponjita que había dejado en la mesita de noche y me puse a trabajar. El tacto de la seda entre mis dedos me hizo pensar en la maravillosa sensación que daría vestirse con algo tan escandalosamente bonito.

Angelina movió los pies hacia mi lado de la cama, huyendo de las frías sábanas y buscando el calor de mis piernas.

Era su forma de desearme las buenas noches.

Era la única forma en que podía hacerlo.