MAX

Los barracones nunca estaban en completo silencio, incluso en mitad de la noche. A su alrededor, Max oía los quejidos de los somieres, toses incesantes que parecían ladridos y voces en susurros de conversaciones lejanas.

Estaba acostado en su litera, tan quieto como podía y haciéndose el dormido. Sin embargo, ¡qué lejos de eso estaba! No podía dejar de pensar en la chica, aunque no quería que los demás lo supiesen. Así que mejor hacerse el dormido y evitar preguntas de los que le tenían siempre vigilado.

Sería más fácil si pudiese estar solo. Si pudiese estar solo de verdad alguna vez.

Pero había elegido esta vida y no había opción alguna de estar solo. Tenía que robarle algunos momentos a la calma de la noche para esconderse de las miradas ajenas.

Unos ojos azules claros lo miraban desde sus recuerdos. Ojalá nunca los hubiese visto. Pero, por otra parte, se moría por verlos otra vez. Pronto.

Ella le traería problemas. La prueba era que aquí estaba, despierto tirado en su cama. Solo habían intercambiado unas cuantas palabras, una sonrisa, unos minutos en el club, y ya se sentía inquieto y torturado.

Recordó los últimos momentos, cuando la siguió por el club, cuando la había observado y había escuchado los flirteos de sus amigos. Se había percatado de su miedo, de su mirada asustada, de cómo le temblaba la voz y perdía la convicción.

Ella no era tan fuerte como aparentaba.

Se preocupó por ella, pese a que estaba a salvo de momento, con toda probabilidad en su casa, con su familia y dormida en su cama.

Ajena al tormento que había desatado en él.