III

Brooklynn debería haber sabido que dudaría.

Miré a mi alrededor. Algo fallaba. La mayoría de los clubes estaban en la parte baja de la ciudad, repartidos por los distritos industriales, pero de alguna forma este era más tétrico y sucio que los que yo había visto antes.

De las calles a nuestras espaldas provenía el runrún del altavoz. El mensaje sonaba tan amortiguado y enlatado que si no me hubiese sabido de memoria cada palabra, ni las habría deducido: «DEBEN LLEVAR LOS PASAPORTES SIEMPRE ENCIMA».

Parecía que la reina hubiese dejado abandonada esta parte de la ciudad.

—En serio, deja de preocuparte, Charlie. Es por aquí.

Los edificios de ladrillo estaban cubiertos con varias capas de pintadas desgastadas. Las ventanas que no estaban rotas o tapiadas estaban cubiertas de mugre. Entre la basura del suelo había un montón de colillas. Si el hedor de comida en descomposición ya era de por sí bastante asqueroso, mezclado con el de orina y excrementos humanos daba náuseas, y era difícil evitar las arcadas. Y, por si fuera poco, los nuevos sin techo de la clase de los Sirvientes que se habían colado en la ciudad dormían en las calles y en las aceras, en busca de un refugio en los portales y en los patios, y rebuscaban en la basura a ver si encontraban comida. O pedían limosna.

Caminamos un rato más y oí, y sentí, una melodía confusa y distante que salía de una nave, un poco más allá.

Brooklynn se detuvo y señaló un cartel de pintura roja que brillaba al final de la calle.

—¡Te lo dije! Es este.

Estaba en lo cierto, porque era la única puerta recién pintada. Probablemente la única desde hacía años. Posiblemente, décadas.

Brooklynn se afanó y saltó los dos escalones subida en los tacones de vértigo de unos zapatos que habían pertenecido a su madre. Yo llevaba sandalias, sujetas a los tobillos con unas cintas de piel marrón.

Golpeó la sólida puerta de acero rojo con los nudillos. El sonido de una línea de bajo que venía de dentro se tragó el toque.

Lo intentó otra vez con la mano, lo más fuerte que pudo. Pero nada.

La aparté a un lado.

—Creo que debemos entrar, sin más.

Sujeté la manivela de hierro y tiré con todas mis fuerzas. Cuando la puerta se abrió, me traspasó el ruido y temblé. Era una señal.

Brooklynn se puso a saltar y a aplaudir y pasó delante de mí como una exhalación. La seguí deprisa, porque no quería quedarme sola fuera. Un hombre enorme nos paró y alzó su brazo, que era casi tan grande como toda yo, para pedirle el pasaporte a Brook. Su pose y su silencio intimidaban, aunque en realidad no daba miedo a pesar de su envergadura y su mala cara. Era como cualquier guardia de seguridad de otros clubes.

Pero cuando se dirigió a Brook, más que a su pasaporte, me asusté. Odiaba esta parte. Sabía que éramos menores, y nosotras sabíamos que él lo sabía y que tendría que hacernos el favor de permitirnos entrar. Lo haría, claro, pero a cambio de algo. La miraba de pies a cabeza, devorándola. A Brooklynn no le importaba. Sonrió e intentó ser encantadora, algo que debo admitir que conseguía más que bien. No en balde se ligaba a todos los militares de la ciudad.

Se me revolvió el estómago al comprobar cómo la observaba, en especial las partes que revelaban algo de piel: su cuello, sus hombros, sus brazos.

Cuando terminó, hizo un gesto con la cabeza a una chica que estaba detrás de él, perdida en la oscuridad de su sombra. Llevaba su cabello negro como la tinta recogido en una coleta alta y le caían algunos mechones sobre su blanco rostro. Parecía muy joven. Demasiado joven para estar en un club.

Como Brook y como yo.

La chica se adelantó e imprimió el sello invisible en la mano de Brook.

Ahora me tocaba a mí.

Puse el pasaporte en su mano gigante y rogué que no me pegase un repaso. Pero lo hizo. Era imposible no sentirse violentada, y por allá donde pasaban sus ojos se me ponía la carne de gallina.

Estudió mi cara, y yo lo miré fijamente. Me puse tensa, pero no aparté la mirada. Sonrió ante mi actitud desafiante, complacido y mostrando sus dientes brillantes, que parecían de color violeta bajo la luz roja. Este hombre no pertenecía a ninguna clase en particular, lo tenía claro. Todo en él me decía que iba por otros derroteros. Me pregunté de qué clase lo habían proscrito, o si sus padres eran de los Marginados, lo que lo condenaba a no poder hablar en público… ni siquiera en englaise.

Intenté no desviar la mirada antes que él, pero me superaba en este juego y pronto bajé la cabeza. Su carcajada se oyó por encima de la música y lo vi asentir otra vez por el rabillo del ojo. La chica menuda de la coleta volvió a aparecer, me cogió la mano y la marcó para esconderse tras el vigilante una vez más. Como siempre, cuando te ponían el sello sentías un cosquilleo en la piel, tal vez porque añadían algo a la tinta para relajar a los clientes. Sobre todo a las chicas. Más aún a las menores de edad.

Lo considerábamos el precio que teníamos que pagar para que nos dejasen entrar.

Supo que no éramos legales cuando escaneó nuestros pasaportes. No tenía ni idea de quién veía esa información, pero no debían de ser los militares, porque los clubes no eran oficiales.

Tampoco es que fuesen ilegales, aunque ninguno permanecía abierto más de unos cuantos días. Una semana a lo más.

Brooklynn me cogió del brazo y me arrastró hacia dentro, de donde salía un ritmo hipnótico. El bajo latía en mis venas, y mi corazón lo hacía con las luces que titilaban desde las vigas sobre nuestras cabezas. Por un instante se me olvidó el acoso visual al que habíamos sido sometidas en la entrada.

Hacía mucho tiempo que no salía y que no escuchaba música de verdad. Quiero decir, que saliese de un equipo de alta fidelidad decente. Me acarició la piel y me sentí bien.

—Este sitio es increíble, ¿no? ¿Se te va la cabeza? ¿Te gusta?

Cualquiera que no conociese a Brooklynn no podría seguir su estilo de conversación completamente anárquico, pero nosotras nos conocíamos desde pequeñas. Yo sí podía captar sus frases cortas y lanzadas a discreción.

Miramos a nuestro alrededor. Era cierto, el club era increíble. Lo tenía todo. El ambiente era oscuro y sensual, bien conducido por luces rojas, azules y violetas que vibraban con la música. Había una barra de cristal y acero que ocupaba una pared entera de aquel enorme espacio.

Era impresionante, sobre todo si pensábamos que no había existido hasta ayer y que no pasaría de mañana. La pista de baile era muy extensa y estaba llena de gente que se rozaba, se deslizaba y balanceaba al son del ritmo seductor. Con solo mirarlos, me apetecía unirme a ellos.

El ritmo siguió arrastrándome.

—¿Cómo has dicho que se llama este club?

—Presa —contestó Brook, y yo sonreí.

Cómo no, Presa, víctima. Algo oscuro y peligroso. Y carnal.

Brooklynn me llevó hasta la barra y buscó en su monedero algunos billetes.

—¿Nos pones dos valkas? —No se le notaba el temblor en la voz.

La chica del bar era nerviosa y tenía los brazos muy flacos, pero también mostraba una constitución grande. Podría hacer de guardia de seguridad de discoteca si quisiese. Llevaba el pelo corto, de punta y con un tono azul intenso, y se tocaba con la lengua un piercing en el labio inferior.

Era guapa a pesar de ser andrógina, y era evidente que tenía mucha seguridad en sí misma, por la manera en la que cogía las botellas. Fijó sus ojos negros en la chica saltarina parada en la barra.

Brooklynn se quedó quieta y aguantó la mirada lo mejor que pudo. Por fin, la chica del bar alineó dos vasos y los llenó de un líquido azul brillante. «Son doce», afirmó con voz áspera y sensual a la vez. Me sentí más menor que nunca cuando nos pasó las bebidas deslizándolas por la barra.

Brooklynn dejó un único billete, y la chica se lo metió en el bolsillo. Ni hablar del cambio o de propinas. Di un sorbo a uno de los vasos. El sabor dulzón apenas enmascaraba la quemazón del licor, que ardió desde mi garganta hasta mi estómago. Brooklynn parecía tener más prisa y se bajó la mitad del cóctel en tres largos tragos. Pasé el vaso de cristal frío por la zona donde me habían puesto el sello de la puerta, porque picaba. Un ribete de piel enrojecida con la forma de una luna creciente latía. Ya no hacía falta la oscuridad para que destacara. Era perfectamente visible. Me dio mala espina y me puse de mal humor. Lo que seguramente me afectaba era la droga que había entrado en mi cuerpo a través del sello. Y la paranoia solía ser uno de los efectos secundarios.

Brooklynn señaló con el dedo hacia el otro lado de la sala.

—Mira, hay buen material por aquí —pronunció en una voz tan densa y pegajosa como la miel. Sobre la pista de baile, justo frente a nosotras, un hombre de sonrisa atractiva miraba desde la barandilla a la maraña de cuerpos.

Había captado el interés de Brook, cosa que no era de extrañar. Brooklynn se prendaba de todo tipo de hombres. Le encantaban desde que éramos muy jovencitas, mucho antes de que su cuerpo se desarrollase. Ahora que era una adolescente, nada la podía detener.

—Aquí —soltó tras apurar el resto de su cóctel—. Sujeta esto. Ahora vuelvo. —Y por encima del hombro añadió—: Necesitamos un aperitivo.

«Típico de Brooklynn», pensé mientras buscaba dónde dejar el vaso vacío. Hice como si no estuviese sola y me asomé a la barandilla para observar a los que bailaban, lista para esperar un buen rato.

* * *

Coloqué los codos sobre la barandilla de acero y le di vueltas a por qué me sentía rara. Se suponía que me tenía que divertir. Habíamos podido entrar, e incluso nos habían servido alcohol. Sabía que mi malestar tenía más que ver con lo que había pasado en el restaurante que con el efecto del sello. A mi alrededor, la gente hablaba en varios idiomas, pero ninguno podía imaginar que los entendía. Aquí no había normas.

Mi familia era de la clase de los Comerciantes. Además de la lengua universal, el englaise, solo se me permitía conocer el parshon. Por eso, en teoría, solo entendía estos dos. Pero yo no era como los demás. No era como nadie más.

Para mí, este era uno de los atractivos de los clubes underground: eran sitios donde las clases no importaban, donde se diluían las barreras sociales. Aquí, los militares se sentaban al lado de los perseguidos, los denostados, los marginados… y todos se comportaban por un rato como amigos. Como iguales. Y la hija de un Comerciante se podía olvidar de su lugar en la vida. Era lo que siempre había soñado.

Pero también era realista. No me pasaba día y noche soñando con una vida distinta o con la manera de escaparme de mis limitaciones de clase, sobre todo porque no era posible escapar. Era quien era, y nada lo cambiaría. Un lugar como Presa era una fantasía; solo era un respiro de una noche.

Me aparté de la barandilla y caminé entre el mar de cuerpos, mirando las luces. Siempre me había gustado fijarme en los colores. Aquí, la ropa no respondía a su uso, a los aburridos tonos marrones, negros o grises. En un lugar donde la división de clases no existía, por fin veía más colores. Ropa verde esmeralda, roja y ciruela, baños de color efímeros para el cabello, pintalabios y esmaltes de uñas. Los azules índigo y los negros aún resaltaban más entre estas paredes.

Brooklynn encajaba a la perfección con su vestido dorado que destacaba sus bonitas piernas y brillaba con las luces. Yo, por otra parte, llevaba mi vestido saco de siempre, que me llegaba a los tobillos. La gente, en general, eran adolescentes como nosotros. Joviales y con energía, y sin grandes experiencias en la vida real. Ellos, bueno, nosotros, a pesar de mi vestido soso, formábamos un extraño arco iris humano.

Me encaminé hacia los podios por encima de la pista de baile, donde unas chicas ligeras de ropa bailaban para la masa. Sus formas y cómo se movían nos tenían hipnotizados. Un buen entretenimiento para la velada.

Una de ellas me encantó porque movía las caderas al ritmo de la canción. Un foco azul la alumbró, y toda ella relució como un zafiro. Llevaba un collar de cuentas que partía del cuello y se unía al cinturón que ajustaba su cadera. Cuando se balanceaba, las cuentas repiqueteaban, se movían, subían y bajaban. Como a las otras gogós, las cuentas no le tapaban casi nada. Pero de eso mismo se trataba.

Tenía las piernas largas, esbeltas y preciosas, y se notaba que había entrenado para bailar de esta manera. Los marginados vivían de manera diferente a todos nosotros y ejercían trabajos que se consideraban impropios entre los que pertenecían al sistema de clases.

Bailar entraría dentro de esa categoría de impropios. Sobre todo el tipo de baile que aquella chica presentaba. Admiré la libertad con la que se movía sobre el podio. La hija de un Comerciante nunca podría actuar en público para ganarse la vida.

—Me alegra que hayas decidido venir.

Era una voz profunda que venía de detrás de mí y que interrumpió mis pensamientos. Me di la vuelta con los ojos como platos y avergonzada por haber sido sorprendida mientras miraba a las bailarinas.

—¿Te conozco? —Nada más decirlo, supe que sí, que lo había visto antes, en el restaurante, y enmendé la confusión—: Estabas allí esta noche.

Sus cejas negras y pobladas se juntaron al mirarme, pero no pude descifrar qué significaba su expresión. Me sentí examinada, aunque de una manera muy distinta a la del vigilante de la entrada. Algo oscuro e irreconocible me oprimió la boca del estómago. Era algo desconocido.

Era más alto de lo que recordaba, incluso mucho más que cualquiera de los que estábamos allí. Me hizo sentir diminuta y como una niña. Ocupaba demasiado espacio y me robaba demasiado aire.

Mi cuello se endureció, y noté cómo se me despejaba la cabeza de repente. La droga que corría por mi cuerpo se evaporó en un instante. De hecho, era más consciente de todo y pude verlo con claridad.

—No estaba seguro de que vendrías esta noche —me dijo casi en un susurro, pese a que la música retumbaba a un volumen considerable.

—Yo tampoco lo tenía claro. No tenía ni idea de dónde estaría esta noche —repliqué.

Levantó una ceja, desconcertado.

—¿Te molesto? Si prefieres estar sola, me voy.

Total, estábamos rodeados de gente. Si hubiese querido estar sola, Presa habría sido el último lugar en mi cabeza. Y de pronto me sentí atrapada por su mirada fría y pétrea. Me inquietaba y no sabía por qué. Me quedé sin aliento, y algo me decía que debía mirar hacia otro lado. Pero me tenía cautivada.

—Sí, sí, está bien —alcancé a responder por fin, y sentí que el aire me faltaba más aún y que me sobresaltaban las dudas. Sentí aún más profundamente que tenía que evitarlo.

Frunció el ceño, pero esbozó una sonrisa.

—Perfecto, porque era una pregunta retórica. Me hubiese quedado de todas formas. Me llamo Max.

Me ofreció una amplia sonrisa y me pareció que estaba ligando conmigo. Ojalá fuese como Brook, más segura con los chicos. Me tendió la mano.

Como no la cogí, la retiró y se la pasó por la mandíbula, un gesto sin importancia que, sin embargo, me pareció encantador.

Hubo un largo silencio, y entonces la música cambió. Sabía que debía decirle cómo me llamaba, pero concentré toda mi atención en las bailarinas del podio. La verdad es que solo pensaba en él y lo miraba con disimulo cuando podía. Vestía la ropa más fina que jamás había visto, incluso más bonita que la seda que me había regalado Aron. No era mi intención, pero no pude evitar acariciar la tela de su chaqueta. Solo una vez.

Me di cuenta a tiempo y aparté la mano, a la vez que bajaba la barbilla. Menos mal que me había parado y no lo había tocado. Hubiese parecido una tonta. Y entonces vi que me sonreía y que se reía de mí y se me paró el corazón.

Lo miré, y la expresión ruda de su cara se suavizó… Tenía cara de chico malo. Y era guapo. Muy guapo. Mis dedos se levantaron para tocarlo, como me había pasado con la tela de su chaqueta. Para pasarlos entre su pelo corto y moreno, para acariciar su recién afeitada barbilla y colocar mi pulgar sobre su labio inferior. Me desperté. ¿En qué estaba pensando? ¡Tal vez no era tan diferente de Brooklynn!

—He cambiado de opinión. Creo que me marcho.

Tartamudeé y di un paso atrás, un primer paso desequilibrado y después otro. Max intentó retenerme.

—Espera. No te vayas. —Sus dedos eran cálidos y fuertes; atravesaban mi vestido sencillo. Quise que Brooklynn me prestase alguno suyo alguna vez. Por lo menos, aunque no eran nuevos, las telas eran más bonitas. Y también quedaban mejor. Me pregunté cómo sería su tacto sobre mi piel desnuda.

Cuando lo miré, me quedé maravillada con sus pestañas espesas, y una vez más supe que no debía sentir eso, que era mejor desviar la mirada. A pesar de que en el club no importaba la división entre clases, era solo una ilusión. Sin embargo, la situación me animó y medio le sonreí…

—¿Por qué te importa si me voy?

Me premió con una sonrisa y me soltó el brazo. Un justo intercambio.

—Al menos podrías decirme antes cómo te llamas, ya que he venido hasta aquí para conocerte.

Se me aceleró el pulso. Seguro que se burlaba de mí. Seguro que a quien quería conocer era a Brooklynn. Pero decidí entrar en el juego.

—¿Qué pasa, te atraen las mejores amigas desamparadas de la chica guapa, o lo que te atrajo de mí fue que casi me mandan a la horca?

Un indicio de disgusto pasó por la cara de Max, y fui consciente de que, como a Brooklynn, el asunto de la chica de los Consejeros no le había causado ninguna diversión. Aun así, sus palabras evitaron completamente el episodio del restaurante.

—¿No te crees guapa? —y se acercó más.

Me puse colorada y me ardía la cara.

Y oí a Brooklynn. Su voz emergía sobre todo lo demás, incluso la música. Tenía una risa gutural y musical que acabó por romper la magia del momento. La divisé entre la gente, con sus rizos morenos y brillantes.

—Lo siento, me tengo que ir —dije de forma tan despistada que ni me oyó. Me abrí paso con las manos y los brazos hasta que llegué donde Brook. Y así, de paso, también me alejé de unos sentimientos desconocidos hasta ese momento que me ahogaban.

* * *

Cuando por fin estuve junto a Brooklynn, en una de las plataformas desde donde se veía la pista de baile, ella se movía entre los otros dos hombres del restaurante, los que la habían invitado a Presa. Eran aun más altos que su amigo Max, hasta el punto que, a su lado, ella parecía una miniatura. Una preciosa y frágil muñeca.

Dudé un momento. No me sentía intimidada a menudo, pero había algo en aquellos dos que me mantuvo inmóvil.

Brook tenía la cabeza echada hacia atrás en una gran carcajada y miraba con adoración al hombre de piel oscura. Era la viva imagen del encanto y la seducción. Pero fue el otro hombre el que me sorprendió, el de piel clara, cabeza rapada y ojos verdes. Era tan alto y tan musculoso como su amigo y llevaba una camisa negra abrochada con botones plateados. Se giró hacia Brook y tomó uno de sus rizos para pasárselo por su cara. Lo olió con profusión.

La estaba oliendo.

—¡Charlie! —gritó Brooklynn al verme, mientras agitaba la mano y me hacía señas para que me uniese a ellos—. ¿Te acuerdas de mis amigos, los del restaurante?

Así me los presentó. Sentí escalofríos en los brazos, como una señal visceral. Tiré de su mano.

—Tenemos que irnos.

Pero Brooklynn se zafó y se puso la mano en el pecho, como si la hubiese quemado.

—Ni hablar, Charlie. No me quiero ir todavía.

Su tono era inconfundible. No la convencería. Frustrada y sin fuerzas para persuadirla, busqué una excusa en mi mente, pero Brooklynn me llamó la atención.

—Vamos, Charlie. Compruébalo por ti misma. Estos dos tienen el mejor acento que he escuchado. ¡Mira! —Se acercó al tipo que la había olido—. Enséñaselo. Di algo —le pidió dulcemente.

Antes de que le mostrara mi desinterés, el chico quiso complacer a Brooklynn. No hablaba en englaise. Tenía un acento marcado y bronco. Nunca había escuchado nada semejante.

A mi alrededor se levantaron protestas. Su idioma era muy extraño, y la inflexión de su voz, pesada y dura; pero sus palabras sonaban claras y cristalinas.

Entendí lo que Brooklynn no podía: «Esta belleza infantil huele que es una delicia».

Ambos sonrieron con malicia, y mi aprensión se intensificó. No era por lo que habían dicho.

Esta vez no solté la muñeca de Brooklynn. Me sentía mejor si la tenía conmigo. Me puse nerviosa por el tipo que me había dado escalofríos. No era por lo que había dicho, sino por cómo lo había dicho. Hablé en voz baja a Brook, sacudiéndole el brazo:

—Debemos marcharnos. No me encuentro bien.

No era mentira del todo, porque me temblaban las manos.

—¡Noooo! —gritó caprichosa—. Venga, nos quedamos. Quiero bailar con… —Se calló, perpleja—. ¿Cómo te llamas?

—Claude. —Su voz era tan profunda que distorsionó la pronunciación de la palabra. Brooklynn se mofó de él.

—Claude, quiero bailar con Claude.

Claude le lanzó una mirada sin desperdicio.

—Brook, me lo prometiste.

Brook se mordió los labios y frunció el ceño con gracia.

—Ya estamos aquí. ¿Y si no lo veo más? —Se aseguró de que Claude la oyese.

El chico forzó una sonrisa de paciencia. Sus ojos verdes resplandecían. Era una sonrisa que en otra situación y de otra persona incluso hubiese resultado agradable. Pero cuando habló de nuevo, el aire se revolvió. Sus palabras sonaron extrañas, pero las entendí perfectamente.

Te cuidaré, cariño mío.

El otro hombre cerró sus ojos de color marrón oscuro para confirmar la frase de su amigo y añadió:

¿Cómo la podríamos dejar?

Pestañeé y temí que mi expresión me traicionase al oír aquello. Sobre todo porque se suponía que no entendía esa lengua.

Tiré aún más del brazo de Brook.

—¡No! —chillé, y me dio completamente igual si el resto de la gente del club me oía. La acerqué a mí y repetí—: Tenemos que irnos, Brook. Lo prometiste —le rogué entre dientes.

Brooklynn puso mala cara y bajó los hombros, rindiéndose.

—Lo siento —balbuceó dirigiéndose a Claude—. ¿Me reservas un baile para la próxima vez?

Él susurró a Brooklynn algo al oído y profirió una sonrisa malintencionada. Ahí es cuando me percaté de que Max estaba con nosotros. Me había seguido y no sabía cuánto rato llevaba escuchándonos.

Estaba a unos pasos, demasiado cerca, observándome con una nueva expresión: la de curiosidad.

No me apetecía sentir su mirada y me dije a mí misma que me lo estaba imaginando. No había manera de que él supiese o pudiese sospechar que entendía lo que sus amigos decían.

Brooklynn se puso uno de sus sedosos rizos detrás de la oreja, asintió a Claude y le saludó con descaro. No había duda de que esta vez lo había entendido perfectamente.

La llevé lejos de aquellos enormes hombres y de su extraño idioma. Lejos del miedo asfixiante que se apoderaba de mí.