Allí había más de treinta guardias de la reina, aunque solo uno llevaba un rifle como los de los soldados y los guardias repartidos por todo el Capitolio. Incluso los miembros de la resistencia preferían las armas de fuego a las espadas, pero en palacio abundaban las armas blancas, como las navajas, las dagas, los arcos y las espadas de doble filo. Resultaba anticuado.
Miré a mis cuatro acompañantes. Estaban cubiertos de sangre, sobre todo la de otros. Los obligaban a andar amenazándolos con una daga. Yo también sentía la presión del acero en mi carne.
—Mirada al frente —indicó el comandante.
Quería mandarlo al infierno, pero me jugaba el cuello.
Me sobresalté cuando llegamos a las puertas talladas de la entrada más grande que había visto. Era más alta que mi casa entera.
Por fin iba a conocer a la reina.
Varios hombres abrieron las puertas y se inclinaron a nuestro paso. Estaba muy nerviosa, pero no pude evitar mirar a mi alrededor. Aquella estancia enorme, sus techos altos, los suntuosos tapices y una chimenea que ocupaba una pared entera. La realeza no se negaba ningún lujo.
Pese a que estábamos casi en verano, una gran lumbre llameaba enmarcada por la repisa esculpida. Miré el trono y me pregunté si nos querían seguir reteniendo y esta era otra habitación en la que tenernos cautivos. Porque no nos esperaba nadie.
No podía evitar preguntarme dónde estarían mis padres, si estaban cerca. Me aferré a la esperanza de que su prisión fuera al menos tan fastuosa como la mía, pero me temía que su suerte podía ser cualquier cosa menos magnífica.
La idea de que la reina los había utilizado en su juego me revolvió el estómago y avivó mi reticencia a conocerla.
No tuvimos que esperar mucho. Su Majestad llegó con toda la fanfarria que era de suponer en una reina. Sin embargo, si esperaba encontrar a una mujer autoritaria que intimidase con su sola presencia, estaba muy equivocada. La reina era tan incapaz de intimidarnos como de andar por su propios medios.
La anciana accedió a su trono en silla de ruedas. Aquella mujer arrugada y frágil que gobernaba un reino, ahora era traicionada por el cuerpo de otra. Su mirada era fulminante.
Todos los guardias que nos custodiaban dieron un paso atrás, pero nosotros no nos movimos. Me quedé estupefacta cuando todos, incluidos Max y Xander, un revolucionario y nieto de la reina, se inclinaron en su presencia, a pesar de que eran sus prisioneros. Yo los imité y no me levanté hasta que me lo ordenaron.
Xander me había advertido que no me dejase engañar por su aspecto delicado, pero era difícil ignorar su debilidad. Era una anciana que no podía ni sostenerse. Parecía imposible que fuese tan despiadada como nos habían hecho creer. Hasta que el sonido de su voz clara irrumpió en la sala, algo que no correspondía a su delicada constitución. Fijó sus ojos opacos en mí. Conté en silencio mientras inspiraba y espiraba para calmar los nervios.
—Acércate, Charlaina Di Heyse.
No me sentía identificada con ese apellido: solo lo había visto en mi libro de historia. Era muy extraño escucharlo de sus labios y asociarlo al nombre que me habían puesto mis padres.
Me puse en pie. Me temblaban las piernas.
Creí que Max se quedaría quieto en su lugar hasta que le ordenasen moverse. Teníamos que obedecer las normas, pese a las circunstancias especiales que rodeaban esta audiencia, y él era un prisionero. Todos lo éramos.
Pero se acercó a mí y enlazó sus dedos con los míos. Un príncipe en su castillo, su casa.
«Tengo un objetivo —me recordé una vez más—. Mi familia confía en mí».
La reina intentó sonreír. El ambiente olía a humo de lumbre y al poder de la reina. No sabía si era un gesto de buen humor o de mofa hacia mí, y su voz tampoco lo aclaró.
—Así que tú eres la chica que ha puesto mi país patas arriba. —Sus ojos pálidos ya estaban muertos, y ni miró a Max, que estaba junto a mí.
Negué su afirmación:
—No, Majestad. —No sabía qué clase de respuesta esperaba. Pero por la manera en la que apretó los labios, noté enseguida que me había excedido—. No… no era mi intención.
—Claro que no tenías esa intención, querida. Pero lo has hecho. —Hablaba adrede en el idioma real, y me di cuenta de que sabía que la entendía.
Max estrechó mi mano para animarme, e intentó intervenir.
—No puedes hacer esto —le espetó a su abuela con su voz grave y firme—. No puedes convertirla en tu rehén. No puedes negociar con ella como si fuese una mercancía. Ni obligarla a ocupar el trono.
Esperé a que la reina le contestase, pero solo miró impasible mi rostro, como memorizando cada detalle y haciendo ver que no escuchaba a Max. Quería librarme de su mirada.
—Te he buscado tanto tiempo… —Se calló, para retomar la palabra—. Serás una reina buena, fuerte, maravillosa.
—¿Y si no quiero ser reina?
Pensé que levantaría la voz y desataría su ira. Pero sonrió.
—No está en tus manos, niña. Nunca lo ha estado.
Xander se adelantó. Había arrancado parte de la manga de su camisa para hacer un torniquete en la herida del brazo. Todavía sangraba. Se colocó delante de mí y de Max, como si se hubiese cansado de la conversación.
La reina y él se miraron con hostilidad, y me pregunté cuándo había sido la última vez en que habían estado cara a cara así. Sentí que Xander estaba más en peligro que cualquiera de nosotros.
La reina habló en tono amenazador:
—¿Cómo osas venir a mi casa? ¿Con qué derecho te presentas ante mí?
En la voz de Xander no se podía apreciar la amargura que escondía su cara llena de cicatrices.
—Abuela —dijo con una reverencia cómica y hablando en englaise para rechazar su ascendencia real—, es siempre un placer.
—No me llames abuela, muchacho insolente. Soy tu reina y tienes que mostrarme el respeto que merezco mientras estés entre estas paredes. —Sus ojos brillaban—. Hubo un tiempo en el que habría hecho lo que fuera por ti —dijo con un tono casi afectuoso. Hablaba como si hubiese olvidado que no estaban solos, como si mantuviese una conversación en privado con su nieto y no una discusión en público con el hombre decidido a destruirla—. Mi dulce Alexander. Eres el único chico que me ha importado.
Cerró los ojos y por un momento se permitió recordar. De nuevo vi a una mujer débil ante mis ojos. Xander sonrió.
—No serás mi reina por mucho tiempo. Charlie nunca aceptará tus condiciones. No aceptará recibir tu Esencia.
De pronto, la reina abrió los ojos y rio con socarronería.
—Eso ya lo veremos, ¿no? —Se quedó sonriendo. Sin considerar a Xander ni a mí misma, le dijo al guardia que estaba junto a ella—: Traed a los prisioneros.