En mis oídos resonaba el eco de los gritos de Max mientras se lo llevaban los guardias de su Majestad. No habíamos previsto que nos separasen a nuestra llegada. Eso sí, ninguno de los guardias armados que nos rodeaban se atrevieron a tocar ni a Claude ni a Zafir, aunque ellos también estaban incluidos en la detención, solo que los tenían controlados. No me imaginaba la cantidad de huesos rotos que hubiese supuesto luchar contra ellos.
Me superaban las circunstancias. No esperaba que la reina Sabara nos hiciera prisioneros. Se trataba de una audiencia, quise creer. Lo único que deseaba era tener la oportunidad de negociar con la reina. Pero lo que más me sorprendió fue que Zafir se negase a acompañar a Max, al príncipe que había jurado proteger con su vida, y que se quedase conmigo. No lo entendía, y él tampoco quiso explicármelo. Nadie se atrevió a cuestionar al gigante cuando tomó mi brazo y se resistió a separarse de mí. Contaba con su protección, lo quisiese o no.
Caminé hasta una ventana, dejando mis huellas marcadas en la pesada alfombra.
—¿Cuánto tiempo más nos va a retener aquí?
Zafir no respondió. Yo no paraba de repetir las mismas preguntas, y él optó por no contestar. Eché un vistazo fuera, a las tierras por las que habíamos pasado de camino a palacio. Las que me habían resultado idílicas ahora parecían desoladas. Una barrera más entre nosotros y la ciudad que habíamos dejado atrás.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero me negué a llorar. ¿La audiencia estaba concertada, o todo esto solo era una trampa desde el principio? Si era así, ¿a quién querían capturar? ¿A mí o a Xander?
Me sentí culpable por haber aceptado que Xander viniera. Era responsable de los que lo apoyaban y confiaban en él. No tenía que haberle permitido que me acompañara a palacio. Se lo debía haber prohibido.
Pasé la mano por el alféizar de la ventana. El trabajo de artesanía que recogía hasta el más mínimo detalle de la habitación me pareció maravilloso. La talla a mano era exquisita. Había memorizado ya cada detalle lujoso del dormitorio en el que me retenían. Llevábamos allí horas. Era la habitación más opulenta que había visto o que había podido imaginar. Cada tela, también la ropa de cama, estaba tejida a mano. Cada mueble se había construido expresamente. Cada pieza de metal tenía una forma perfecta, era valiosa y había sido pulida hasta brillar de forma cegadora.
Una prisión muy bien elegida.
—¿Crees que Max está cerca? —le pregunté a Zafir. Aún no tenía fuerzas para preguntar por mis padres. Temía desmoronarme.
Zafir seguía de pie en el mismo punto desde que habíamos llegado. Junto a la puerta y sin moverse ni casi pestañear. Me miró y me pregunté si sentía lástima por mí.
—Sus aposentos están en la planta superior. Estoy seguro de que lo han llevado allí.
—¿Tiene sus propios aposentos?
—Es un príncipe. Y esta es su casa.
Di un paso atrás y tropecé con una silla. Su casa. ¿Cómo no había caído en eso? Me sentí como si me hubiesen dado un bofetón. Esto no parecía ser la casa de nadie.
—¿Y sus padres? —seguí con las preguntas, sin poder contenerme.
A Zafir no pareció importarle desvelar la historia de Max.
—Su padre, el hijo de la reina, murió en un accidente de caza poco después del nacimiento de Max. Cuando la reina vio que la madre de Max ya no podría darle más herederos y que nunca podría tener una princesa, le pagó para que se marchara. No se ha sabido más de ella.
No pude imaginar lo que eso había supuesto para Max y para Xander. Crecer sin su padre y saber que su madre los había abandonado por dinero. Vivir en este palacio sin sus padres.
No podía contener el llanto. Me tembló la voz.
—¿Y mis padres, Zafir? ¿Y Aron? ¿Dónde estarán ahora?
—Están aquí —afirmó sin entusiasmo.
De la otra parte de la enorme cama con dosel surgió un crujido, como si una piedra muy pesada se deslizase sobre otra. Zafir abandonó su puesto delante de la puerta y me apartó. La pared se abrió. Había una entrada secreta.
Xander salió del agujero luciendo una amplia sonrisa. Claude caminaba a su lado, pero no sonreía. Y luego Max los empujó y corrió hacia mí para abrazarme y besarme el pelo, las mejillas y los labios.
—¿Estás bien? —suspiró cerca de mi frente, y yo asentí, muy consciente de que todos nos observaban. No podía creer que había venido a buscarme.
—Daos prisa —se apresuró a decir Xander—. No sé cuánto tiempo tenemos antes de que se den cuenta de que hemos desaparecido.
—¿Qué es eso? —pregunté señalando la abertura, un pasadizo oculto entre las paredes del castillo. Max me arrastró. Oí el chirrido de nuevo tras de mí cuando Zafir volvió a sellar la cavidad.
—Jugábamos por estos pasadizos cuando éramos pequeños —me contó Max. Vi cómo Xander y él intercambiaban una sonrisa a la luz de la antorcha—. Recorren todo el palacio y conectan casi todas las habitaciones, además de los sótanos. Xander y yo buscábamos tesoros allí. Hay una habitación llena de objetos de la época del reinado de tu familia. —Y añadió—: Allí encontré el medallón.
Xander nos guiaba con pasos seguros, como si pudiese hacerlo a ciegas. Yo no me sentía tan segura, y me apoyé en Max. Cuando él se movía, yo lo seguía. Cuando se detenía, yo hacía lo mismo. Zafir se quedó el último, en la retaguardia. Delante de Max y de mí, Claude estaba listo para el ataque.
—¿Adónde vamos?
Xander respondió al tiempo que dábamos vueltas y vueltas por los intrincados pasadizos.
—Me temía que Sabara prepararía algo así, así que ordené a Brooklynn que viniera con algunos hombres. No tendrán el privilegio de viajar en el transporte real, pero pronto estarán aquí.
—¿Y entonces?
Max estrechó mi mano.
—Entonces, rescataremos a tus padres y a tu amigo y nos largaremos de aquí.
* * *
El panorama cambió cuando salimos de los estrechos pasadizos y llegamos a un sótano que parecía una mazmorra. Había lámparas de aceite alineadas por los pasillos y un poco más de claridad. Nos topamos frente a frente con unos veinte hombres armados, todos vestidos de un tono rojo vivo, que era el color de la guardia de la reina. Al principio, Xander se puso en guardia. Max me colocó detrás de él, con mi espalda contra la pared.
Uno de los hombres de la reina se adelantó. Su uniforme estaba decorado con las estrellas doradas que brillaban y las borlas de comandante. Era imponente.
—Quedaos donde estáis —ordenó— y poned las manos donde pueda verlas. —Me miró a mí—. Todos.
Obedecí y levanté las manos, pero Max me obligó a bajarlas. No nos rendíamos.
—No hemos hecho nada —dijo con voz firme—. Bajad las armas y nadie saldrá herido.
Los cuatro hombres que me acompañaban se lanzaron miradas cómplices. Parecía la única que creía que estábamos en desventaja.
Se hizo un largo silencio. Veinte hombre vestidos de rojo miraban impasibles, como un muro infranqueable, a Max, a Xander, a Claude y a Zafir. Nosotros teníamos el tamaño de nuestra parte. Ellos nos superaban en número.
—¡Xander, cuidado! —advirtió Max a su hermano cuando uno de los guardias de la reina rompió la formación y avanzó hacia él.
Xander se movió como un suspiro hasta su tobillo y sacó una navaja de la bota. Esta trazó un perfecto arco en el aire, veloz y segura, y el guardia se desplomó en el suelo, entre convulsiones e intentando taponar la herida de su garganta.
Claude y Zafir se enzarzaron en la pelea antes de que pudiese pestañear. Max me apartó de la escena y se quedó a mi lado, pese a que deseaba unirse a la lucha.
Tres hombres se abalanzaron a la vez sobre Claude y, cuando ya creía que él cedería a su peso, se los quitó de encima y propinó un golpe certero a la mandíbula de uno de ellos. Redujo al segundo hombre retorciéndole el brazo en la espalda, obligándolo a arrodillarse. El tercero soltó un alarido de dolor cuando le rompió la nariz.
Xander pasó por su afilada cuchilla a dos guardias más. Había sangre por todas partes. Zafir luchó como nadie, moviendo manos y pies con agilidad para tumbar a sus enemigos con algunas patadas en el pecho. Acabó con algunos de ellos antes de que pudiesen controlar su movimiento para destrozarles las costillas.
—Ayúdalos —le pedí a Max, pero él me miró con el ceño fruncido.
—No te abandonaré una vez más —juró—. Ellos se las apañan muy bien solos.
Zafir desarmó sin esfuerzo a un guardia que sujetaba su espada contra la garganta de Claude, rodeándole el cuello con el brazo. En veinte segundos, el hombre cayó al suelo como un saco de patatas.
Dos hombres atacaron a Xander por sorpresa y le hirieron en el brazo con una daga. La sangre corrió por la herida; Xander dejó caer su navaja y, de forma instintiva, se llevó la mano al brazo. El guardia le puso la daga en el cuello. Max se puso tenso.
—¡Ve! —le rogué, y no se lo pensó dos veces.
Max corrió hacia el guardia armado y lo golpeó hasta que cayó al suelo. El sonido del cuerpo del hombre al caer contra el sólido suelo resonó por todas partes. Tenía los ojos en blanco.
Antes de levantarse, Max propinó un codazo a otro hombre que amenazaba a su hermano. El hombre intentó mantener el equilibrio, pero se tambaleó y se derrumbó.
—¡Ya basta! —gritó el comandante junto a mí. Había conseguido llegar hasta donde estaba y, antes de que pudiese reaccionar, moverme o incluso respirar, sentí el frío acero de su espada en mi garganta.
Xander fue el primero en darse la vuelta, seguido de Zafir, de Claude y de Max, que temblaba de la rabia y nos miraba furioso. Hasta temí por el comandante.
—Ahora nos vamos a calmar —afirmó el hombre con su brazo rodeando mi pecho y obligándome a caminar—. La reina nos espera.