XX

Debes esperarme aquí, Angelina. No hay tiempo para discusiones. Te prometo que no tardaré en volver. —Me incliné para decírselo al oído—. Y, si te portas bien, te traeré una sorpresa. —Le sonreí. Seguro que podía encontrar algo especial que le gustara a una niña de cuatro años—. Eden se quedará contigo. —Le lancé una mirada a la mujer de pelo azul que nos acompañaba—. Ella me ha prometido que te cuidará muy bien, ¿verdad Eden?

Eden asintió sin entusiasmo, tan fría como un soldado. Miré a Angelina.

—Confías en ella, ¿no?

Angelina fijó sus ojos en los míos y tardó en responder. Eso me preocupó. Necesitaba la respuesta de Angelina. Y entonces sus ojos brillaron y asintió levemente.

Nadie más hubiese entendido el significado de ese gesto. Con él, Angelina me había dicho que Eden era honesta. Así descubrí cuál era el otro don de Angelina. Lo que yo creía que era una extraña intuición, una inspiración de en quién se podía confiar o no, era más que eso. Como su don para curar.

De ahí que nuestros padres se preocuparan tanto, que nos protegieran y nos enseñaran a mantener en secreto nuestros inusuales talentos. Siempre habían sabido quiénes y qué éramos.

Me alegré de que mi hermana estuviese satisfecha con el trato. Le di un beso en la mejilla y noté el dulzor que desprendía su boca. Parecía que su niñera ya le había dado un regalito. No era de extrañar que se quisiese quedar con Eden.

Me dirigí a Max e intenté respirar para calmar los nervios y reafirmarme.

—De acuerdo. Estoy lista.

Aparte de mi hermana, Max me repitió:

—Sabes que no estás obligada a hacerlo, ¿no? —Sus palabras contenían una sombra de duda.

—Lo sé. Pero es la única manera de asegurarme de que mis padres están vivos. Ya oíste a Claude. La reina ha prometido no hacerles daño si voy a palacio.

—Pero no ha prometido liberarlos —me contradijo Max para recordarme, otra vez, que su abuela sabía muy bien qué palabras usaba—. Todavía puedes negociar un encuentro en otra parte. El palacio es su terreno.

—Este es su país, Max. Allá donde vaya es su terreno. ¿De verdad piensas que no nos superaría en apoyos dondequiera que nos encontrásemos? Además, cuanto más lejos estemos de Angelina, mejor.

Detuve a Max, como una excusa para cogerle de la mano. Me arrastró hacia él y me llevó a un sitio más tranquilo donde pudiéramos hablar en privado. Miró cómo se entrecruzaban nuestros dedos. Mil mariposas me recorrían el estómago. Sentía su aliento en mi mejilla y deseaba ladear la cabeza para que mis labios se encontrasen con los suyos. Sus caricias me distrajeron, y tuve que esforzarme para recordar de qué quería hablar con él a solas.

Muy bajito, le pregunté:

—¿Quién es Xander?

Max movió la cabeza de manera brusca.

—¿Quién es? Pues el líder de los revolucionarios.

Sabía que no me creería esa mentira. Aunque no tenía a mi hermana al lado para confirmarlo, no colaba.

—Sabes exactamente lo que digo, Max —insistí, con los brazos en jarras—. Quiero saber por qué habla el idioma real como tú. ¿De dónde es? ¿Por qué sabe tanto sobre la reina?

Ya no podía negarlo, y se quedó en silencio. Al final, suspiró:

—Es de palacio, Charlie. Xander es mi hermano.

* * *

—Te lo tenía que haber dicho antes —insistió Max una vez estuvimos dentro del vehículo que nos esperaba. Se sentó a mi lado, pero parecía estar a kilómetros de distancia—. Pero no encontré el momento. De todas formas, creo que eso ya no importa ahora.

Íbamos solos en el asiento de atrás. Max había insistido para que Xander, Claude y Zafir fueran delante. Así que, si hablábamos en un tono normal, podían oírnos. Max siguió hablando en voz baja, casi suplicando. Y yo seguí sin decir nada, tozuda.

Era la primera vez que subía a un vehículo que funcionaba con gasolina. Me sentía como si flotase en una nube. Corría con suavidad, como la seda, por las calles empedradas. Los automóviles eran escasos, incluso en las calles del Capitolio. La gente se apartaba a nuestro paso y miraba fascinada desde las aceras. Casi nadie de mi clase se podía permitir algo así.

Hasta que recordé mi verdadero lugar y sentí que me equivocaba. De hecho, este era uno de los lujos dignos de alguien de mi estatus. No sabía si me acostumbraría a él alguna vez.

Miré por la ventanilla y vi los muros de cemento de la ciudad. Pasamos por los puntos de control sin detenernos. No nos pidieron la documentación ni inspeccionaron el vehículo. Ni cuestionaban que no fuésemos legales.

Era el día de las primeras veces, porque tampoco había visto nunca el campo. Había nacido y crecido dentro de los muros de la ciudad. Me habían contado historias de los prados, los bosques y las pequeñas aldeas, y había visto dibujos. Pero experimentarlo me pareció increíble. Era casi tan dulce como mi primer beso. Se me puso la piel de gallina al pensar en los labios de Max sobre los míos, y me acordé de que seguía junto a mí. En el coche reinaba un silencio pesado, pero por mucho que quería ignorarlo, deseaba hablarle. Y él se había disculpado varias veces.

«La curiosidad es una droga muy adictiva», solía decirme mi padre cuando yo no paraba de preguntar. Quería acatar las advertencias de mi niñez respecto a mi naturaleza inquisitiva, pero me ganó mi interés. Sin mirar a Max, le pregunté:

—¿Cómo puedes negar a tu propio hermano?

Su expresión se apagó.

—Yo no le di la espalda. Fue él quien decidió que ser noble no era suficiente. Él quiso cambiar el mundo.

Miré a los hombres sentados delante de mí, la nuca de Xander. ¿Cómo no me había percatado del parecido entre él y Max, en su mirada llena de tonalidades metálicas, en su constitución y en sus modales? Hasta tenían voces similares. Me había concentrado tanto en las diferencias que había pasado por alto las similitudes.

Max intentó acortar distancias cogiéndome la mano. Me resistí.

—Cada mentira que descubro tiene que ver contigo.

Mis palabras eran ciertas y, sin embargo, sabía que podía confiar en Max. Angelina me hubiese advertido si él no fuese leal.

Inspiró con impaciencia, y Zafir giró la cabeza y levantó las cejas para comprobar si su príncipe estaba bien. Max sacudió la cabeza para convencer a su guardia de que sí.

—Charlie, por favor, no te pido que tomes partido ni por mí ni por mi hermano. Pero vas a encontrarte con mi abuela. Permíteme estar a tu lado. —Estrechó mis manos y me miró como rogándome—. Ten fe en que quiero lo mejor para ti y en que haré todo lo que esté a mi alcance para mantenerte a salvo.

Max me hacía el mismo juramento que había escrito en la nota que encontré en mi libro de historia. Al percatarme de hacia dónde nos dirigíamos, se me hizo un nudo en la garganta.

Al palacio. Al palacio de la reina.

Cerré los ojos y me dejé caer sobre el asiento.

* * *

No existía otro lugar como el palacio. Antes de que pudiésemos distinguir los edificios, atravesamos sus tierras durante un buen rato. El césped parecía haber sido cortado a mano, y cada brizna de hierba era tan perfecta que nos hacía navegar por olas de verde. Había estanques que relucían, poblados de aves acuáticas, y bosques hasta donde el ojo alcanzaba a ver. Si el paraíso existía, tenía que ser como aquello.

Los nervios y la angustia contribuyeron a que perdonase a Max. Sí, necesitaba su apoyo.

—Todo irá bien —me aseguró—. Estoy aquí.

Inspiré cuando el vehículo atravesó los portones de palacio, abiertos porque se esperaba nuestra visita. A cada lado del camino de baldosas había setos podados a mano que no me dejaban ver el entorno y que me obligaban a mirar hacia delante.

Estaba ansiosa por ver el palacio por dentro y me incorporé un poco en mi asiento para intentar evitar a los tres enormes hombres que iban delante. Pero ocupaban demasiado y apenas capté pedazos de piedra, de hierro y de vidrio. Nada que pudiese saciar mi ingente curiosidad ni calmar mis crispados nervios.

Todo ocurrió demasiado rápido para que pudiese disfrutar de cualquier vista. El vehículo se paró y se abrió la puerta. Tenía el pulso a mil por hora. Max salió antes y sabía que me esperaba, pero no podía moverme.

Xander me miró con admiración desde el asiento delantero.

—Puedes hacerlo, Charlie. Eres mucho más fuerte de lo que piensas.

Me pregunté si me diría lo mismo si supiera cómo me temblaban las manos, que tenía escalofríos como el hielo y que me desmayaría si me movía demasiado rápido. O si respiraba.

«Mis padres están ahí —me dije—. Y Aron. Me necesitan».

Fue suficiente para que me pusiera en marcha.

Tomé la mano de Max y dejé que me ayudase a salir del refugio del vehículo. Contuve el rechinar de mis dientes y busqué sus ojos. Necesitaba que me contagiase su calma.

Su ternura acabó con mi miedo y me dio fuerzas.

Al salir del coche, la opulencia del palacio me impresionó, más que los mil soldados uniformados que lo protegían formados en perfectas filas. Cada músculo de su cuerpo estaba alineado mientras esperaban… algo. Eran muchos y se mostraban poderosos y autoritarios. Resultaba abrumador verlos.

Contuve la respiración y abrí los ojos.

Max me tomó del brazo y me animó a andar. Zafir y Claude caminaban con nosotros, uno a cada lado.

De la multitud de hombres emergió una voz con una orden, y en un instante las mil cabezas hicieron una reverencia y los mil hombres se arrodillaron al unísono. Me sobrecogí ante esa muestra de respeto y los coordinados movimientos de reverencia.

Solo había presenciado algo así una vez, en el refugio subterráneo de la noche de los ataques. Cuando supe que Max era un príncipe.

—¿Lo… lo hacen por ti? —pregunté a Max al tiempo que cogía su mano, sin importarme quién nos viese.

Esperé la respuesta mientras repasaba la visión de los soldados arrodillados en señal de respeto.

—No, Charlie. Es por ti.