Me incliné para recuperar el tenedor, que había caído al suelo con un estruendo metálico, y le sonreí tímidamente al hombre que esperaba solo en la mesa.
—Ahora le traigo uno limpio —le aseguré mientras retiraba el otro.
Su sonrisa afable fue una sorpresa. La sinceridad no era habitual en un miembro de la clase de los Consejeros.
Me gustó su actitud. Al menos no tendría que lamer su tenedor y lanzar una sonrisa cómplice a Brooklynn de camino a la zona de los camareros.
Brook cargaba con una cesta repleta de pan recién horneado en la cocina.
—¿Has visto a los de la mesa seis? —Me guiñó el ojo—. Creo que esta noche me ganaré unas buenas propinas.
Brooklynn le decía a todo el mundo que trabajaba en el restaurante de mis padres, y no en la carnicería de su padre, por las propinas. Pero yo sabía la verdadera razón: desde la muerte de su madre, buscaba cualquier excusa para no estar en casa ni en el negocio familiar.
Trabajar para ganarse un dinero extra era una buena forma de evitar recuerdos dolorosos y a un padre que la ignoraba completamente.
Fuera como fuese, me encantaba tenerla cerca.
Miré por encima del hombro a los tres hombres que ocupaban los bancos de la mesa de la esquina. Dos de ellos, que eran demasiado grandes para sentarse en ese espacio, observaban a Brooklynn con deseo. Los hombres solían hacerlo.
Levanté las cejas.
—No creo que te cueste mucho obtener propinas de esos de ahí, Brook.
Ella frunció el ceño y respondió:
—Pero el más guapo ni me mira. —Se refería al tercer hombre, más joven y más bajo que los otros, que tenía cara de aburrimiento. A Brook no le gustaba que no le prestaran atención, y tampoco tiraba la toalla fácilmente. Una chispa de picardía apareció en sus ojos—. Me parece que tendré que mostrarle mis encantos.
Moví la cabeza y cogí otro tenedor para el hombre de mi mesa. Sin duda, los bolsillos de Brooklynn estarían bien llenos al final de la noche.
Al llegar con el tenedor, el corazón se me aceleró y me puse muy colorada. El hombre del Consejo ya no cenaba solo. En mi ausencia, había venido su familia.
Enseguida reconocí a la chica sentada junto a él, y supuse que era su hija. Me cruzaba con ella cada mañana en la Academia. Era la que sentía un perverso placer en mofarse de mí y de mis amigos cuando pasábamos, Sydney. Y aquí estaba, aún de uniforme, para recordarme que era una privilegiada y que no tenía que correr a trabajar al restaurante de sus padres nada más salir del colegio.
Me arrepentí de no haber escupido en todos los tenedores. Me moría por dar media vuelta y escapar de allí, decirle a mi padre que estaba enferma y largarme a casa.
Pero forcé mi mejor sonrisa —desde luego, una no tan sincera como la de su padre— y me concentré en no tropezar y caer de bruces cuando me acercaba a la mesa.
Cambié el tenedor e hice un repaso a la perfecta familia de la clase de los Consejeros: la madre, desenvuelta y profesional, el adorable cabeza de familia y su malcriada hija. Intenté que no se me notara lo que pensaba. No le iba a dar a Sydney la satisfacción de que supiera que la había reconocido, a pesar de que estaba convencida de que ella a mí, sí.
—¿Qué desean beber? —pregunté, aliviada de que mis nervios no se reflejaran en mi voz. Era una buena señal.
No quería estar nerviosa. Todo lo contrario. Me había cruzado con esos arrogantes chicos del Consejo —y con ella, en particular— los últimos doce años, y estaba harta de disimular que no sentía su desprecio o que no entendía sus provocaciones.
Sydney ni se molestó en contestarme directamente, lo que me irritó en lo más profundo. Miró a su madre, que vestía un traje blanco impecable, un color que rara vez llevaba nadie de la clase de los Comerciantes. Era poco práctico y se manchaba enseguida. Con toda probabilidad, era médico o abogaba, o quizá ejercía la política. Cuando Sydney abrió la boca para decirle a su madre lo que quería, todo vibró a mi alrededor. Una señal muy familiar de que debía dejar de entenderles.
—Dile que solo tomaré agua. —Sentí la mirada de Sydney sobre mí—. ¡Un segundo! Pregúntale si aquí sirven agua limpia. —La suave entonación de la lengua extranjera que surgió de su boca llegó como suciedad a mis oídos.
Me quedé cabizbaja mientras hablaban entre ellos.
—Gracias —contestó la mujer en englaise para que la pudiese entender—. Solo tomaremos un poco de agua.
Cuando percibí que me hablaban en el idioma universal, me permití levantar la cabeza.
—Les daré unos minutos para que repasen el menú —les dije con toda la cordialidad de la que fui capaz e imitando el tono diplomático de la madre. Seguro que se dedica a la política, pensé—. Ahora mismo les traigo sus bebidas.
Me escondí todo el tiempo que pude en la zona de los camareros y puse agua poco a poco en tres vasos. La verdad es que tenía el impulso de añadir algo asqueroso en sus bebidas, pero a mi padre le daría algo si se enteraba, y no quería ser responsable de que mi madre se quedase viuda o de que mi hermana fuese huérfana de padre. Pude resistir con fuerza de voluntad y me sentí orgullosa de mí misma.
Respiré hondo y me planteé pedirle a Brooklynn que se encargara, solo por esta vez, de algunas de mis mesas, aunque sabía que la familia de Consejeros se ofendería. Además, Brook estaba muy contenta con la mesa que le había tocado: hombres con los que flirtear y a los que halagar para que le diesen propina. Y, encima, ella odiaba más que yo a los chicos del Consejo.
Y más que los odiaría si hubiese oído lo que yo.
Como no me quedaba otra, cogí los vasos y regresé al comedor lleno de clientes.
—¿Ya saben lo que desean comer? —pregunté cordialmente en englaise.
De nuevo, Sydney no se tomó la molestia de disfrazar su tono, y toda mi determinación se fue al traste.
—Me gustaría comer en otro sitio. No sé por qué no podemos cenar en algún lugar menos… —Me miró antes de que pudiese bajar la cabeza, y nuestras miradas chocaron por un instante—… cutre.
Me sonrojé e intenté no mirarla, pero no pude evitarlo. Era lo correcto. Era respetuoso. Y era la ley. No me hablaba, ni siquiera se suponía que podía entenderla.
Pero la entendí.
Me temblaban las manos mientras dejaba los vasos sobre la mesa. Derramé un poco de agua y salpiqué la llama de la vela, que acabó por zozobrar y chisporrotear.
Sydney chilló de forma teatral y saltó de su silla como si le hubiese tirado un vaso entero de agua a la cara. Me miró con incredulidad y, cuando bajé la vista, me fijé en que algunas gotitas habían alcanzado su blusa blanca.
—¡Idiota! —gritó, y esta vez la entendí perfectamente. Como todos—. Me ha mirado. —Empezó a acusarme a voz en grito para que el restaurante entero la pudiese oír—. ¿Lo habéis visto? ¡Me ha mirado directamente cuando yo hablaba en termani!
Su padre, el hombre de mirada amable, intentó calmarla, pasando al idioma de los Consejeros para suavizar la situación.
—Sydney, tranquila…
—No me digas que me calme cuando esta imbécil ha estado a punto de agredirme. Hay que hacer algo. Ha quebrantado la ley, y no puedo creer que no estéis furiosos, que no estéis exigiendo ya que la cuelguen. —Frotó las marcas casi invisibles una y otra vez con la servilleta—. Madre, haz algo. ¡Diles que esta estúpida debe ser detenida!
Esta vez sí que clavé la mirada en el suelo e hice ver que no entendía lo que decía de mí, que, por otro lado, era injusto, se dijera en el idioma que se dijese.
Me paralizó el pánico y se me hizo un nudo en la garganta. Me atreví a mirar a mi alrededor con un rápido movimiento de ojos. Brooklynn también estaba paralizada y me miró. Tras ella, los tres hombres de su mesa me observaban. Por un instante, mis ojos se encontraron con los del tercer hombre, el que le gustaba a Brooklynn. Tenía los ojos oscuros y una mirada intensa que me recorría, ahora que había salido de su aislamiento.
Mostré una mueca al oír que mi padre se abría paso desde la cocina para comprobar qué causaba tal conmoción. Me volví hacia él y retrocedí ante su gesto de disgusto. Sabía que había cometido un error.
Uno mortal.
—Lo siento —dije en voz alta, dirigiéndome a nadie en especial.
—Pero ¿qué ha pasado? —intercedió Brook, colocándose a mi lado y apretándome tan fuerte la mano que no me llegaba la sangre a los dedos—. ¿De qué hablaba? ¿No la has mirado, verdad que no?
Sólo pude mirarla, sin articular palabra e incluso sin poder respirar. Sin moverme. En el ambiente me llegaba la voz de la madre, calmada e inalterable, muy diplomática. Mi padre se había quedado mudo, y no se oía ni un suspiro en el comedor. Quería saber qué decían, pero, con las puertas cerradas y la sangre que se concentraba en mis oídos, no acertaba a comprenderlo.
Brook me agarró la mano aún más fuerte y abrió los ojos como pidiéndome respuestas. De pronto, la mujer dejó de hablar y nos quedamos delante de la puerta esperando.
Hubo una larga pausa y creí que el corazón me iba a explotar. Me dolía cada latido. Esto no podía ser real. No era posible que hubiese dado un paso tan en falso. No podía haberme olvidado, porque mis padres se habían esforzado mucho en enseñarme lo importante que era no confundir un idioma con otro. Y en no infringir las reglas. Y, aun así, aquí estaba, a la espera de saber si moriría o no.
Brook enlazó sus dedos con los míos. Se abrió la puerta y mi padre nos contempló con cara solemne, viéndonos allí plantadas cogidas de la mano. Mi madre había sacado fuera a Angelina hasta que se tomase una resolución, en mi contra o a mi favor. No deseaba que mi hermana oyese la discusión.
—Bueno —suspiró Brook con un quejido—. ¿Qué ha dicho? ¿Qué han decidido? —Me estaba clavando las uñas en la palma de la mano.
Mi padre me miró y casi pude oír sus pensamientos, su decepción y sus reproches. Pero no era la mirada que se posa en alguien que irá a la horca, así que noté cómo se deshacía el nudo de mi garganta y cómo mi respiración volvía a la normalidad.
—No te van a denunciar —afirmó sin entusiasmo, y me pregunté si se daba cuenta de que hablaba en englaise—. Creen que la chica se equivoca, que se ha enfurruñado porque la has salpicado con agua…
—Pero no es así…
Su expresión hizo que no intentase defenderme más. «Ni te atrevas a mentirme», decían sus ojos. Tenía razón. Me callé y esperé de nuevo.
—Has tenido suerte, Charlaina. Esta vez nadie se ha dado cuenta. —Y se calló de pronto para mirar a Brooklynn. Y es que Brooklynn no sabía ciertas cosas sobre mí. Mi padre suspiró y comenzó a hablar, aunque ya en parshon, más calmado—. Debéis tener cuidado, chicas —se dirigió a las dos, pero sabía que sus palabras eran para mí—. Tened cuidado siempre.
* * *
—Venga, es el primer club que pisamos en semanas. No nos lo podemos perder.
Acababa de limpiar la última mesa y me sentía agotada, pero lo mejor era no quejarme. Yo trabajaba mucho, pero mis padres trabajaban mucho más, del amanecer al atardecer, y no dejaban asomar ni una sombra de debilidad, a pesar de que podía deducirla de las nuevas arrugas del rostro de mi madre o de la habitual expresión de preocupación de mi padre.
—No sé, Brook, esta noche, al último sitio que iría sería a un club. Además, ¿de qué conoces ese lugar?
—De los chicos, los de la mesa seis. Me pasaron la dirección y me pidieron que vinieses conmigo. —Y movió las cejas—. Me preguntaron por ti, sobre todo uno. Creo que le gustas.
—O más bien le doy lástima después de que casi me cuelgan.
Cuando Brook se puso tensa, me di cuenta de que había pasado poco tiempo para sacar el tema de ese incidente. No le hacía la menor gracia.
—Creo que es mejor que me vaya a casa —comenté para cambiar de tema—. Mi padre está muy enfadado conmigo.
Pero Brooklynn estaba resuelta a que fuésemos.
—Es temprano, y puedes quedarte en mi casa esta noche. Así no se enterará de que sales. Y le servirá también para que se le pase el enfado. —Me miró fijamente, como la había visto hacer con cientos de hombres distintos—. Solo un rato y, si no quieres quedarte, nos vamos.
Me puse con los brazos en jarras para ver si se atrevía a mentirme de forma tan descarada si la provocaba.
—Ya sabes que no nos iremos las dos.
—Sí, de verdad. Lo juro.
Junté los labios, pero me paré mientras decía:
—¿Y qué hay de Aron? ¿Viene?
Sabía la respuesta, desde luego: Brooklynn nunca invitaba a Aron.
La cara de Brooklynn me decía que mi pregunta era absurda.
—Ya sabes que no quieren a más chicos en los clubs. Además, sabes que el Enano se pone nervioso y sobreprotector.
Dejamos la puerta entre la cocina y el comedor abierta de par en par para limpiar. Mi padre salió con el gesto torcido y me sentí por los suelos, como si me recordara que había metido la pata. Cuando desapareció de nuevo en la cocina, me dirigí a Brooklynn.
—Vale —susurré. Brooklynn tenía razón, y mi padre se calmaría con el tiempo—. Voy.