LA REINA

La reina Sabara tiró de la manta de lana de su regazo y la alisó con sus dedos torcidos. Era demasiado vieja para el frío y tenía la piel demasiado fina, casi como el papel. Sus carnes enjutas se pegaban a sus huesos cansados.

Entraron en la habitación dos sirvientas. Hablaban bajito y se movían de forma discreta para no asustarla. «Es ridículo», pensó la reina. Era vieja, pero no vulnerable.

Una de ellas, la más novata, fue a pulsar el interruptor de la pared para accionar la luz eléctrica del techo. La otra chica la detuvo justo a tiempo, cogiendo a la imprudente por la muñeca antes de que cometiese el error. Era obvio que no llevaba mucho tiempo en palacio y desconocía que la reina detestaba el resplandor de las bombillas y prefería la luz de las velas.

Sabara las observaba con prudencia y con sus afilados ojos mientras ellas añadían leña al hogar y avivaban la lumbre. Luego dirigió la mirada a los ventanales que daban a los verdes prados de su propiedad.

Tenía mucho en que pensar y le pesaba el corazón, un corazón que soportaba las cargas de un país envuelto en el caos… su país. Le daba vueltas a la idea de qué sucedería con el trono si no frenaban pronto a las fuerzas rebeldes. Ya habían causado demasiado daño, y su cuerpo padecía el dolor que habían infringido a sus tierras y a sus asuntos.

Se preguntó cuánto tiempo más podría soportarlo una mujer anciana. Pero una vez más recordó que no le quedaba otra opción. Si hubiese otra persona para relevarla, se apartaría del trono con gusto. Pero la amarga verdad era que no había nadie para sustituirla.

Su cuerpo le había fallado. Lo maldijo por haberle dado un único heredero, un hijo. Un hijo varón y, por tanto, de menor condición. Maldijo a su único hijo también porque su semilla había sido prolífica pero tampoco había producido una descendiente mujer.

Idiotas, son todos idiotas. Débiles y sin ningún mérito para gobernar este país… e incapaces de darle lo que ella necesitaba. Ojalá los rumores del pasado fuesen ciertos. Ojalá pudiese encontrar a esa persona, a la superviviente de la antigua monarquía, la heredera perdida que podía sucederla en el trono. Y si esa chica existía, la reina tenía que dar con ella antes de que sus enemigos la encontraran.

Hasta entonces, o hasta que naciese una heredera adecuada, debería mantenerse en el poder. Seguir viva.

Escudriñó a las sirvientas, que continuaban con sus quehaceres. Ni se atrevían a mirar a la reina. Sabían cuál era su lugar. Su consejero entró, pero tampoco esto las distrajo.

Sabara vio cómo el consejero se acercaba a ella y le hacía una reverencia. Esperó hasta que la reina le dio permiso para incorporarse.

Ella pasó un rato mirando su cabeza, más de lo necesario, porque sabía que lo incomodaba y que a su edad le dolía la espalda.

Al cabo de unos minutos, se aclaró la garganta.

—¿Qué pasa, Baxter? —concedió como una señal para que por fin pudiese levantarse.

Miró con desconfianza a las sirvientas y notó cómo dos pares de ojos también le devolvían la mirada. Pero en el momento en que sus palabras registraron la cadencia del idioma real, todas las miradas apuntaron al suelo.

El general Arnoff ha reunido a sus tropas en la frontera del este. Si la reina Elena se alía al final con los rebeldes, tendrá una guerra en sus manos. Y su conciencia cargará con la sangre vertida. —Hizo una pausa para respirar—. Pero me temo que tenemos un problema aún peor.

Bajo su gélida fachada, la reina rezumaba ira. Ella no debería gestionar estos temas: informes sobre guerras, decisiones sobre qué tropas enviar o dudas sobre el tiempo en que los rebeldes tendrían sitiado el palacio. Eran problemas para un nuevo gobernante, no para una anciana decrépita.

Observó a la sirvienta nueva y deseó que la mirara, osando romper con el protocolo y con la ley por alzar la vista mientras se hablaba en una lengua superior. La chica solo hacía un par de semanas que servía a la reina, pero era tiempo suficiente para que la conociera y para haber comprendido que la reina no se distinguía por su misericordia. Era mejor que no mirara, así que siguió con los ojos fijos en sus pies.

Y entonces, ¿qué? ¿Qué has venido a decirme? —insistió Sabara, con el convencimiento de que no la hubiese molestado si no tuviese noticias importantes. Seguía mirando a la chica.

Majestad —Baxter se postró ante ella e inclinó la cabeza en señal de respeto. No se dio cuenta de que la reina no le prestaba atención—, la rebelión crece. Creemos que ya son el doble o el triple. Anoche tomaron las vías del tren entre el 3-Sur y el 5-Norte, la última ruta comercial que estaba libre entre el norte y el sur. Esto significa que más campesinos llegarán a las ciudades en busca de comida y provisiones. Tardaremos semanas en…

Antes de que Baxter pudiese acabar la frase, Sabara se levantó y lo miró desde lo alto de su tarima.

¡Pero si esos rebeldes son simples mendigos! ¡Pordioseros! ¿Me estás diciendo que un ejército preparado es incapaz de doblegarlos?

Ahí fue cuando la sirvienta cometió un error fatal. Movió la cabeza sólo unos milímetros. El movimiento fue imperceptible, pero sus ojos…

… sus ojos se dirigieron a la reina. No entendía las palabras, y tenía prohibido comprenderlas.

Y la reina la había visto.

Los labios de Sabara enfatizaron en la frase y comenzó a alterarse. Tembló de emoción. Había estado esperando el momento.

Baxter percibió que algo ocurría y permaneció en su postura, casi petrificado, cuando la reina alzó su mano despacio e hizo un gesto a los guardias que estaban en la puerta.

La chica estaba demasiado atónita para hacer algo más que observar, como un animal al que su cazador tiene en el punto de mira. Sabara la tenía acorralada.

Pensó en acabar con la chica ella misma, y sus manos se doblaron para convertirse en puños. Si hubiese sido más joven —y más fuerte—, de nada le hubiese servido a la chica defenderse. La hubiese matado en unos segundos.

Pero no era así. La reina sabía que no tenía esa energía. Liberó sus dedos y señaló con un gesto rápido.

—Mandadla a la horca —pronunció en englaise para que todos la entendieran. Mantuvo los hombros erguidos y la cabeza alta.

Los guardias se abalanzaron sobre la chica, que no opuso resistencia ni pidió clemencia alguna. Aceptaba su falta y conocía cuál era el castigo.

La reina siguió con la vista a los guardias que se llevaban a la chica. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan viva.

Había descubierto una nueva diversión.