Golpeé la pared con el puño, totalmente frustrada.
—¿Qué quieres decir con eso de que «te está costando» encontrarlos? Tú mismo me confirmaste que ya no hay combates. ¿Es tan difícil? Tienen que haber regresado del refugio. —Odiaba esa sensación de que me escondía algo, de que había algo que no me había dicho—. ¿Miraron en nuestra casa? ¿Y en el restaurante?
Xander dijo que sí, cogiéndose las manos con tanta parsimonia que tuve que contenerme para no tirarme sobre él, sacudirlo y gritarle que se equivocaba, que habían buscado en los lugares equivocados.
Pero sabía que la que me equivocaba era yo. Brook se había encargado de dirigir al equipo de búsqueda, y ella sabía exactamente dónde buscar a mis padres, dónde podían estar.
—Seguiremos con la búsqueda, Charlie. Te juro que los encontraremos. Hasta entonces, debes descansar. ¿Has podido dormir?
No respondí. No estaba de humor para contarle si dormía o no.
—¿Cómo acabará todo esto? —dije, levantando las manos, exasperada—. Si derrocáis a la reina, ¿qué pasará?
Xander sonrió y no se resistió a cambiar de tema.
—¿Qué quieres saber, Charlie?
—¿Qué pasará con la reina? ¿Quién gobernará cuando derroquéis la Corona? —Lo miré fijamente—. ¿Tú? No creo que puedas hacerlo sin los poderes de una reina. Ya lo intentaron otros.
Xander habló con calma, sin dudar.
—No sé qué pasará con la reina. —Se encogió de hombros—. Eso es asunto suyo. Si pretende complicar las cosas, tendrá que morir…
—¿Será ejecutada? —le reté.
—Exacto —asintió. ¿Por qué me sentí aliviada de que no intentase mentirme? ¿Por qué con esa simple confesión se ganó un poco más mi confianza, aunque fuese solo un poco? Oí pasos tras de mí y descubrí a Brook—. Por lo que respecta a un nuevo gobernante, tienes razón. Necesitamos a una reina que la reemplace.
Me burlé de su respuesta.
—¡Estáis chiflados! ¿Dónde vais a encontrar a otra regente que quiera venir a nuestro país y ocupar el lugar de la reina?
—No necesitamos acudir a otra casa real. Ya tenemos una en nuestro país. Los descendientes de la original, los que sobrevivieron al derrocamiento hace más de doscientos años.
—¿Y dónde están? ¿Por qué nadie sabe que existían?
Xander mantuvo la compostura.
—Han estado ocultos. ¿Cómo no? Su sola existencia es una amenaza para la monarquía. Si los hubiesen descubierto, habrían sido capturados y ejecutados por la Corona.
—¿Y qué es lo que ha cambiado?
—Se nos agota el tiempo. Sabara se hace vieja y necesita una heredera ya. Ha estado buscando también a esos descendientes, con la esperanza de encontrarlos antes que nosotros y traspasarles su maldad antes de que los hagamos partícipes de nuestras ideas, de que el sistema de clases ya no es necesario. Si los encuentra, los embrujará.
No entendía ni una palabra de lo que decía. Si son los verdaderos descendientes, ¿no los apoyaría el pueblo? ¿Por qué no habían luchado por recuperar su reino en todo este tiempo? ¿Por qué nadie había intentado devolverlos al poder?
—Es muy sencillo: porque no existía ninguna niña entre ellos. Tiene que haber una princesa que herede el reino.
Le dirigí una mirada escéptica.
—¿Hay una ahora?
Brooklynn se movió, pero no habló.
—Eso creemos.
Algo extraño corría por el aire, porque se me puso la piel de gallina.
—¿Cómo lo sabéis?
Brooklynn intervino para contestarme ella, y no Xander:
—Charlie, creemos que la hemos encontrado.
Estaban equivocados. Todo esto era una locura. Ni mi familia ni yo teníamos nada de reales. Yo era una Comerciante, así de claro y simple. Éramos comerciantes que trabajábamos al servicio de la Corona.
* * *
Miré a Angelina, que dormía. Sus mechones rubio platino creaban un halo en la oscuridad. Era absurdo imaginar que fuese noble. No éramos princesas.
—Despierta. —Le hablé con suavidad y la sacudí un poco. Me sentí culpable por dejarla dormir tan poco, pero teníamos que marcharnos. Teníamos que salir en busca de nuestros padres, y después de todo lo que me había confiado Xander, no nos lo permitirían.
Pestañeó somnolienta.
—Levántate. Nos vamos.
Le puse la chaqueta. Muffin colgaba del bolsillo interno. Me cogió la mano sin dudar y salimos a tientas del cuarto, con mucho cuidado de no despertar a Sydney, que dormía profundamente. La mujer que había hecho la guardia el día anterior ya no estaba, así que fue fácil confundirnos con el barullo incesante de la ciudad subterránea. No llamábamos la atención. Angelina me seguía el paso pese al cansancio. Sus ojeras y su palidez lo evidenciaban.
Repasé las paredes para detectar cualquier posible salida. Pensé en varias posibilidades. Los que vivían aquí iban y venían a su antojo, y había incontables túneles y puertas que salían al mundo exterior.
Pero no tenía muy claro si despertaríamos más sospechas al tomar una u otra ruta. Eso era lo que Angelina y yo menos necesitábamos ahora: llamar la atención.
Nos pegamos a la pared para evitar a tres hombres borrachos que salían de un oscuro túnel. Gritaban y hacían eses, chocaban unos con otros y tropezaban entre risas. Bajé la cabeza y me alegré de que ni nos mirasen. Estaba segura de que venían de arriba.
Fuimos en la dirección de donde venían. Cuando llegamos a una zona donde ya no había lámparas de gas, el corredor se hizo más estrecho y oscuro. Desde alguna parte, goteaba agua. Un olor fétido me hizo pensar que estábamos cruzando una alcantarilla. Angelina me apretó la mano; no sé si por miedo a la oscuridad o porque le repelía el olor.
—Estoy aquí —la reconforté mientras calculaba cada paso. Con la mano que tenía libre, tanteaba la pared, a veces resbaladiza. Me venían arcadas. Cada paso era un peligro.
Caminamos un rato en esas condiciones, escuchando atentamente todos los ruidos, hasta que por fin un rayo de luz deshizo la oscuridad. Vi unos escalones rudimentarios que conducían a una apertura en el techo. No sabía dónde apareceríamos, pero era la mejor vía de escape que teníamos.
Quise pasar primero, por si acaso, pero Angelina no quería quedarse sola, así que la empujé. «Voy detrás», le prometí.
Trepó con facilidad y desapareció por el hueco pese a que insistí en que esperase. Yo trepaba de forma más inestable e insegura y respiré aliviada cuando pude salir.
Angelina me tendía la mano.
—No sé dónde estamos. No me suena de nada.
Era un área más industrial que residencial, con enormes naves y depósitos de almacenamiento. No había nada destruido por las bombas en esta parte de la ciudad, por lo que no debía de haber ningún destacamento militar cerca. La grieta por la que habíamos salido era solo eso, una hendidura en el asfalto, y nadie nos había visto salir por ella.
No tenía noción del tiempo, aparte de ver que era un poco tarde, casi de noche, por la escasa luz. No sabía si ya había sonado el toque de queda, así que debíamos tener cuidado. Tenía que prepararme para lo peor: que hubiesen sonado ya las sirenas y siguiésemos en la calle, contra la ley.
La red eléctrica funcionaba de nuevo, y las farolas brillaban en medio de la noche. Apostamos por elegir una dirección, bajo la suposición de que pronto algo nos resultaría familiar.
Angelina estaba cansada, y yo estaba tentada de llevarla en brazos, pero no quería que se durmiese, o no podría hacerla caminar de nuevo. Por ahora, era mejor que siguiera en movimiento.
Al cabo de un rato, empezamos a ver tiendas de venta al por mayor y al detalle, sitios que de día estarían abiertos. Cuando por fin vimos a gente sentada en un pequeño café, supimos que estábamos a salvo. El café era ruidoso y bullía de actividad.
Oí la entonación del parshon y supe que estaba cerca de la parte oeste de la ciudad. Era mi gente.
Daba igual lo que Xander dijese.
Doblamos la esquina y nos topamos con la devastación. Las bombas de Xander habían aniquilado prácticamente un vecindario entero. El olor acre del humo se extendía más allá de la zona dañada, y las columnas negras se elevaban hacia el cielo de la noche. Deseé que no hubiese heridos, o algo peor, por las explosiones.
Soldados con uniformes azules y verdes, ahora cubiertos de hollín, trabajaban en el desescombro y la limpieza de la zona. Podíamos haber atajado si hubiésemos atravesado los escombros, pero indiqué a Angelina que me siguiera. No quería darles a los militares la oportunidad de que nos pillaran, así que torcimos a la izquierda, dando un rodeo al área destruida.
Al llegar a la otra parte del barrio, por fin reconocí algo. Estábamos cerca del restaurante, de nuestro restaurante, en las callejuelas de detrás del mercado. Deambulamos un poco y llegamos a la plaza central. Casi nunca pasaba por allí, pero reconocí el sitio. Le tapé los ojos a Angelina con mi brazo. No quería que viese el lugar de ejecución de tantos hombres, mujeres y niños, aunque yo no podía apartar la vista del cadalso de la horca. La soga oscilaba mustia, sin vida.
—Solo un poco más —le prometí mientras pasábamos junto a la horca, viendo que arrastraba los pies—. Casi hemos llegado.
Angelina no respondió.
Desde fuera, tras el ventanal del restaurante de nuestros padres solo se divisaba oscuridad. Ni un solo rayo de luz encendió mis esperanzas de que estuvieran allí. No tenía sentido detenerse.
Disimulé para que Angelina no se diese cuenta de mi tristeza. ¿Qué esperaba? Sabía que Brook no me había mentido cuando dijo que no había nadie en el restaurante. Pero no me rendiría.
Aceleramos el paso, animadas por estar cerca de casa. Angelina empezó a tropezar y la cogí en brazos. Se desplomó sobre mí.
Había muchos edificios destruidos, muchos daños que empañaban el aspecto de la ciudad, pero eso no era lo importante. Al llegar a nuestra calle, me puse muy nerviosa. Ralenticé el paso y repasé cada mínimo detalle. Todo estaba como siempre, sin rastro de la violencia que había sacudido la ciudad la noche anterior. Parecía que había pasado un siglo desde que mis padres nos habían hecho huir por las calles en guerra.
Delante de nosotras, nuestra casa se levantaba en silencio y en completa oscuridad. Me desesperé tanto que pensé que no podía respirar. Dejé a Angelina en el escalón de la entrada y comprobé si se abría la puerta.
No estaba cerrada con llave.
Mis padres nunca habían dejado la puerta abierta. Fue fácil entrar, acompañada por el crujido de las bisagras. Angelina se escondía tras de mí, aunque no estaba segura de qué la protegía.
Como éramos Comerciantes, en casa no teníamos electricidad. Era un lujo que no nos podíamos permitir. Busqué la lámpara al lado de la puerta, pero no estaba, ni tampoco la mesita en la que solíamos dejarla. Me moría de miedo.
—Quédate aquí —le pedí con calma a Angelina, pero ella se aferró a mí sin querer que nos separásemos. Intenté acostumbrar mis ojos a la oscuridad y pisé unos cristales al avanzar. Angelina me apretó aun más. Estaba haciendo demasiado ruido.
Rebusqué en la oscuridad y me sobresalté al chocar contra la robusta mesa de madera donde comíamos, que al menos me sirvió un poco de guía.
Exploré con los dedos la superficie llena de marcas que tan bien conocía y respiré al tocar el candelabro del centro de la mesa. Bordeé la mesa y llevé el candelabro hacia el armario. Revolví en un cajón donde sabía que había cerillas. La pálida llama me pareció más bella que una puesta de sol. Suspiré. Con la luz me sentí más fuerte para llamar a mis padres en su idioma. Di una vuelta, con Angelina pegada a mí.
—¡Mamá! ¡Papá!…
Me callé en seco. Quizá mi casa, nuestra casa, estaba más dañada por alguna bomba de lo que aparentaba. Pero no, no era el caso. Las sólidas paredes seguían en pie.
Angelina me pellizcó la mano.
—No lo sé.
Busqué por cada rincón, por cada espacio al que llegaba la luz. Ojalá no hubiese nadie y quienes habían hecho esto se hubiesen ido. Sabía con certeza que mis padres no estaban. Algo los había obligado a marcharse. La ausencia de la lámpara junto a la puerta era una primera señal. Nuestro hogar había sido saqueado. Habían volcado los muebles, rajado los cojines y cubierto el suelo con el relleno de tela. Los libros y las fotografías estaban desparramados como si hubiese pasado un furioso huracán. Incluso habían arrancado trozos de suelo.
No tenía ni idea de con qué objetivo.
Mi primer impulso fue huir con Angelina, por si los responsables de aquello volvían. Pero este era nuestro hogar, y no sabíamos adónde ir. No sin algunas respuestas. Me moría por saber qué les había pasado a nuestros padres.
* * *
Angelina dormía sobre el sofá que había rehecho con los restos de los cojines. No quería dejarla en la cama porque estaba demasiado lejos de donde yo trabajaba para poner un poco de orden y reparar lo que podía. Ni se había resistido. Se había acurrucado y bostezado mientras la tapaba con una manta. Creo que tampoco quería estar lejos de mí.
Coloqué lo mejor que pude los muebles y barrí los cristales de la lámpara de la entrada, además de recoger del suelo los libros y las fotografías. La mayoría de los papeles eran entrañables: recetas escritas a mano, libros infantiles que nuestro padre nos leía en voz alta, primero cuando yo era pequeña y ahora a Angelina, y un montoncito de fotografías que mis padres habían podido pagar con sus modestos ahorros.
Pero también encontré otras cosas menos conocidas. Una cajita tallada estaba hecha trizas junto a un hueco de una tabla del suelo. También había viejos documentos, más viejos incluso que mis padres, como de otra generación. Eran papeles delicados con las puntas enrolladas y la tinta medio borrada por el tiempo. Les eché un vistazo, pero no me llamó la atención nada en especial. Eran viejas escrituras, leyes y correspondencia personal, sobre todo del tiempo de la Revolución de los Soberanos. Y también había retratos de gente que no conocía, muy desgastados. Eran viejos, pero muy bonitos. Y me inquietaban.
Me senté y los ojeé, acariciando los rostros que me devolvían la mirada. Conocía a esos desconocidos. A esos hombres, mujeres y niños. Conocía sus poses, sus expresiones, sus rasgos. Al mirar la foto de un hombre, su sonrisa tocó mis labios cuando observé su boca, sus ojos y su delicado cabello rubio. Tenía la misma cara que mi padre. «Y que mi hermana», pensé al mirar a Angelina dormida en el sofá.
Pasé los dedos por mis pómulos, mi nariz y mi barbilla. Y la misma cara que yo.
¿Quiénes eran? ¿Por qué nunca había visto estos retratos? Los miré cien veces, a ver si obtenía alguna pista.
En varios retratos, los hombres llevaban fajines con un emblema parecido. Acerqué las fotos a la luz de la lámpara para ver mejor la insignia, pero la imagen estaba demasiado descolorida.
Me quedé frustrada, intentando saber qué me desconcertaba tanto de aquella imagen. Cogí la cajita rota y me di cuenta de que conservaba partes del mismo símbolo que llevaban los hombres de las fotografías, pero este estaba astillado. Empecé a juntar las piezas, como si fuese un puzzle, guiándome por las fotografías.
Oí voces en la calle. Parecían venir de muy lejos, como de otra vida.
Cuando lo acabé, examiné el emblema. Estaba tallado de una forma delicada, y el trabajo era exquisito. Pero no me decía nada. Era solo un dibujo. Hecho con mucho gusto, eso sí.
Pasé el dedo por la superficie ornamentada y de repente se me nubló la vista. Era como si solo sintiese lo que tocaba y como si el tiempo se hubiese detenido.
Recorrí de nuevo la talla, sintiendo cada curva, hasta que noté que no era un dibujo cualquiera. Era un idioma, un idioma táctil.
Y me hablaba.
Aparté la mano y me la puse sobre el corazón, que latía con fuerza. Ojalá no hubiese hecho eso, ojalá no hubiese sentido esa ligera quemazón en mi dedo al acariciar la cajita recompuesta. Quería olvidarme de lo que había leído.
No solo se trataba del emblema que lucían en unas fotografías esos hombres que se parecían tanto a mi padre y a mí.
Era un sello. Un emblema.
Y había pertenecido a la hacía tiempo derrocada familia real.