El desayuno fue interesante. El comedor estaba organizado más como un frenético bufé libre que como el limpio y tranquilo restaurante de mis padres. La «cocina» estaba situada al final de un pasadizo sin salida y rodeada por filas y filas de mesas, sillas, cajones y cajas variadas que se usaban para comer. Algunos comían también de pie, llevándose directamente la comida de sus boles a la boca, sin molestarse en utilizar cubiertos o preocuparse por los modales. Otros estaban tirados en el suelo, en hileras, en los espacios que quedaban libres por los rincones y contra las paredes. Preferían estar solos a sentirse como sardinas en medio de los que estaban sentados a las mesas.
Ocho tinajas enormes se alineaban frente a una pared. En cada una había cereales cocidos para desayunar, tan pasados que eran más una crema pastosa. Los hombres y las mujeres que se encargaban de las tareas de la cocina controlaban la distribución de los cereales calientes para que nadie se sirviera más cantidad que la marcada por su bol individual.
Angelina, Sydney y yo esperábamos nuestro turno en silencio. Angelina miraba y escuchaba fascinada. El hombre que teníamos detrás no paraba de comentarle cosas. No le quedaba ni un diente, y los labios se le pegaban a las encías. Le preguntó a Angelina su edad, dónde vivía y cómo se llamaba su muñeca, sin ni siquiera respirar entre frase y frase y sin pensar en que ella no le contestaba.
Cuando nos tocó, cogimos nuestros boles de forma educada y dejamos que una mujer grande que llevaba un delantal a cuadros nos pusiera una rebosante cucharada en el bol, y luego buscamos tres sitios en las mesas.
Los cereales no olían a nada ni tenían color, pero alimentaban. Eran consistentes y saciaban, y animé a Angelina a comer, a pesar de que ella no quería. No sabía cuánto tiempo nos quedaríamos allí ni cuándo podríamos comer de nuevo.
Solo sentía incertidumbre.
Sydney estaba sentada frente a mí y Angelina y tenía un aspecto muy diferente al de la noche anterior. Entonces, su complexión era tan enfermiza que la palidez la hacía parecer estar más cerca de la muerte que de la vida. Me había quedado despierta solo para asegurarme de que respiraba. Esta mañana, a pesar de que había dormido con dificultad, de nuevo tenía las mejillas sonrosadas y la mirada clara, aunque la sangre seca seguía impregnada en su pelo y en un lado de la cara.
—¿Vino un doctor a veros a ti y a Sydney mientras yo me ausenté anoche? —le pregunté en voz baja a Angelina. Pero ella negó con la cabeza y se quedó mirando con expresión culpable el bol de cereales. Le cogí la mano por debajo de la mesa y la obligué a mirarme.
—Te dije que no la ayudaras —la reprendí bajito para que Sydney no nos oyese—. No puedes ir por ahí curando a la gente. ¿Y si alguien te ha visto, qué? ¿Y si Sydney se da cuenta de lo que puedes hacer? —Apoyé mi frente contra la suya—. Debes tener cuidado —repetí las palabras de mi padre— siempre.
Sydney desconocía que se sentía mejor gracias a Angelina. Se notaba en la manera en que actuaba, más atenta a su bol de cereales, que dudaba en probar, que a nosotras. No disimuló el asco que le daba la comida.
—No está tan mal —insistí a Angelina, que observaba la expresión de horror de Sydney—. Solo tienes que acostumbrarte a la textura. Venga, pruébalo.
Sydney se metió la rústica cuchara en la boca y tragó otro poco. Intentó sonreír para que Angelina se animase, para mostrarle que tampoco estaba tan mal, pero no resultó muy convincente, incluso para una niña de cuatro años.
Angelina aún apretó más los labios. Nos quedamos sorprendidas cuando Brooklynn se sentó a su lado y dejó su bol encima de la mesa.
—Traigo esto. —Sacó del bolsillo un botecito con caramelo y vertió una generosa cantidad en el bol de Angelina—. Lo mejora. No lo hace delicioso, pero sí lo mejora.
Mi hermana sonrió a Brook, nuestra amiga de siempre, alguien a quien conocía desde que era un bebé. Brooklynn le devolvió la sonrisa. La Brooklynn de siempre. La verdadera Brooklynn.
—¿Qué es este lugar para ti? —le pregunté a Brook.
Angelina estaba más animada después de haber comido, y mecía mi brazo mientras paseábamos. Dormir y comer eran la mejor cura para los menores de diez años.
Por desgracia, yo estaba en otra categoría.
—Para mí es como un hogar lejos de mi hogar, pero para muchos de los que están aquí, esto es su hogar. —Brooklynn nos lo explicaba mientras nos guiaba por los túneles y nos enseñaba la ciudad.
Sydney había optado por volver al cuarto para echarse en la cama, ofreciéndonos un falso bostezo para darnos a entender que estaba agotada. Pero su negativa tenía más que ver con huir de Brooklynn, que miraba inquisitiva a la chica de los Consejeros en cuanto tenía ocasión.
—La mayoría de estos pasadizos estaban en desuso desde hace años, y algunos ni existían cuando los Marginados empezaron a llegar aquí. Hemos cavado nuevos túneles que conectan los del metro con los pozos fuera del Capitolio. Como si tuviésemos nuestra propia ciudad aquí abajo.
—¿No te da miedo que te cojan? ¿Que los hombres de la reina te encuentren?
Brook puso cara de que yo decía tonterías.
—Para eso tendrían que saber dónde encontrarnos. Y aunque hallaran una entrada, los túneles son largos y laberínticos. Se perderían antes de llegar hasta nosotros. —Sus dientes resplandecieron, perfectos y blancos—. Llevamos casi una década aquí abajo, y nadie nos ha encontrado nunca.
Angelina me soltó la mano cuando topamos con un grupo de niños que jugaban. Se quedó mirándolos en silencio. Frente a nosotros había un dibujo como el que la niña trazó en el polvo el día que llegamos. El juego estaba en marcha y hacían turnos para lanzar guijarros a los cuadrados, para luego avanzar hasta el recuadro donde había caído su guijarro. Cuando ya no quedaran piedras que lanzar, usarían sus cuerpos como fichas, para eliminar a los otros jugadores.
El juego era «Príncipes y peones», un pasatiempo basado en la estrategia que todos los niños del reino conocíamos.
Los niños reían, algo que Angelina no hacía casi nunca. Pero tiró de mi mano para pedirme que nos acercásemos, que la ayudase a acercarse a ellos.
—Ve a ver si te dejan jugar con ellos —le susurré.
Le sonreí a Brooklynn mientras Angelina se alejaba hacia el animado grupo que jugaba.
—Y tú, Brooklynn —al final saqué el tema, ya que Angelina no nos podía escuchar—, ¿cómo llegaste aquí?
No vaciló.
—Siempre he estado aquí, Charlie, aunque no lo supieses. Casi nací aquí. Mi madre era miembro de la resistencia antes de que Xander se convirtiese en nuestro líder. Ella creía que el mundo sería mejor si no existía el sistema de clases. —Los ojos marrones de Brook se enternecieron cuando empezó a hablar de su madre—. Hasta que no fui suficientemente mayor, justo antes de que muriera, no me confesó sus verdaderos ideales y su pasión por la causa. Por entonces, yo ya conocía a esta gente. Había pasado tanto tiempo aquí abajo que me sentía parte de ellos. Aquí nadie tiene que aparentar lo que no es. Solo hay un idioma, una única clase. —Cambió el tono—. A veces, en lugar de ir a casa, vengo a dormir aquí. Mi padre ni siquiera se da cuenta de que no estoy.
Me sentí avergonzada por no haber hecho nada cuando estaba tan sola.
—Entonces, ¿tu padre no apoya la causa?
Hizo una mueca.
—Qué va. No tiene ni idea. Está contento con su vida rutinaria. No causaría problemas, ni mucho menos rechazaría a la reina.
—¿Y tú?
Se encogió de hombros, como si su respuesta no tuviese ninguna importancia.
—Creo que si mi padre hubiese sabido que mi madre estaba por la causa, la habría denunciado él mismo.
—¿De verdad? —Me sorprendí con su afirmación—. Pero se quedó destrozado cuando ella murió… Desde entonces no parece la misma persona que era.
—No he dicho que no la quisiera.
—¿Me lo ibas a decir?
—No —confirmó. La negativa fue total, pero me pareció notar cierta culpa en su voz. Luego dio la vuelta y se alejó. Me sentí decepcionada y abandonada. Necesitaba respuestas.