LA REINA

La reina esperaba, musitando con impaciencia. No estaba a gusto con tanta calma. Cuando al fin se abrió la puerta de sus aposentos y apareció Baxter, profirió un disimulado suspiro de alivio.

—¿Ha hablado? —exigió—. ¿Habéis conseguido que confiese?

Baxter vaciló. No era una buena señal.

—No, Majestad —se disculpó, tan cabizbajo y en reverencia como su espalda se lo permitía—. Aún no, aunque creemos que estamos a punto de hacerlo hablar.

Sopesó la frase, esa seguridad en el triunfo, y consideró la posibilidad, más real, de que podían matar al chico antes de que colaborase. En ese momento, ella necesitaba toda la información que pudiese recopilar sobre las actividades de la resistencia, y matar a cualquiera que tuviese detalles valiosos era contraproducente.

—Que me lo traigan —afirmó.

Baxter alzó la cabeza.

—¿Majestad?

Ella levantó las cejas y apretó los labios.

Baxter se aclaró la garganta y se retractó.

—Sí, Majestad.

Lo observó mientras él salía de la estancia de manera torpe, y se preguntó por cuánto tiempo le sería útil. Había durado en su puesto muchos años más que sus predecesores, pero empezaba a sobrepasarse con sus opiniones, a cuestionar a su reina, aunque fuese solo de pensamiento. Eso era traición. Una razón suficiente para sentenciarlo a muerte.

Tal vez, pensó, la nueva reina tendría entre sus consejeros un puesto para un traidor. Sonrió con amargura e intentó eludir el dolor que sentía hasta los huesos.

Ojalá encontrasen una nueva reina a tiempo.

* * *

Tuvieron que cargar con el chico hasta la habitación. No se podía sostener en pie ante su reina, aunque ella dudaba de que lo hubiese hecho aunque hubiese sido capaz.

Su extensa red de espías, que controlaban toda la ciudad, lo había delatado. Los espías estaban en todas las clases: entre los Consejeros, los Comerciantes y los Sirvientes, e incluso entre los mandos del personal militar. Sabían cómo obtener información mediante recompensas y promesas de mejora, convenciendo a la gente poco a poco para que revelara pistas, una tras otra.

Sabía que el chico en sí no representaba una amenaza, porque no era nadie. Pero poseía información importante, o eso le habían asegurado.

Hizo un gesto, y los guardias soltaron al chico, que cayó como un saco a sus pies, murmurando y tocándose las costillas. Tenía los ojos hinchados, llenos de golpes oscuros, y los labios cortados y llenos de sangre. Y esas eran solo las heridas visibles.

Se esforzó por resultar convincente y educada. Algo difícil, porque ningún sentimiento la unía al chico.

Eres estúpido. Sea como sea, vas a decirnos lo que queremos saber.

El chico ni se movió, lo que ella entendió como una señal de que su sensatez seguía intacta, pues había usado la lengua real. No consideró la otra posibilidad: que estaba ya tan herido que no podía responder en ningún idioma.

Lo intentó de nuevo, esta vez en englaise, buscando respuesta.

—No queremos hacerte daño —mintió—. Solo queremos a la chica.

Levantó la cabeza unos centímetros. Abrió la boca para contestar, pero solo pudo susurrar algo con sus labios destrozados. En su cara se veía la derrota.

Explotó con furia.

—¡Idiotas! ¡Dadle agua! ¿Me traéis a un prisionero sin haberlo preparado?

Baxter dio la señal, y una sirvienta se apresuró a cumplir la orden de la reina. Mientras esperaba, el nieto de la reina entró en la sala, seguido de sus guardias leales. Siempre con esa actitud de autosuficiencia. Inútil, como era de esperar de un heredero varón.

Estaba furiosa porque se había desembarazado de sus guardias una vez más. Era un varón, pero seguía siendo un miembro de la familia real. Tenía que cumplir unas normas y respetar las precauciones. Ya era suficientemente malo que se hubiese degradado a la clase militar.

Contuvo su ira para dejar en el ámbito privado las cuestiones personales. La insubordinación de un nieto se podía tratar en otro momento.

Maxmilian sabía cuál era su lugar, desde luego, y se mantuvo al final de la sala, en silencio, mientras ella gestionaba la cuestión.

El chico bebió ansiosamente, derramando el agua por su cara, que cayó en su camisa manchada de sangre. Cuando ya no pudo beber más, la reina decidió que era momento de preguntar.

—Sabemos que te has relacionado con un miembro de la resistencia. Te prometo que esto terminará si nos revelas su nombre.

Giró la cabeza con dificultad y miró a la reina.

—No sé de qué habla —la cortó.

Una sombra de sonrisa cruzó los finos labios de la reina.

—Venga ya, chico. No te servirán de nada las negativas. Tenemos información de primera mano, te lo aseguro. Si no sabes de qué amiga hablamos, dinos los nombres de todas y ya lo averiguaremos nosotros.

Él movió la cabeza en un gesto de negación.

—No lo haré. No implicaré a todo el mundo. No puedo.

La reina dio un respingo y se plantó ante el maltratado cuerpo del chico. Temblaba de rabia. ¡Por supuesto que quería que incriminase a sus amigos! Necesitaba localizar a los revolucionarios, aplastarlos antes de que pudiesen hacerle más daño al país. Necesitaba detenerlos. ¡Necesitaba nombres!

—¡Habla! ¡Te ordeno que hables! —gritó. La saliva se le acumulaba en las comisuras de la boca. Señaló la garganta del chico y apretó la mano, convirtiéndola en puño. Se sorprendió ante su propia reacción, ante el hecho de que se permitiese el uso de la magia, pero no pudo controlarse a tiempo.

Sintió la fuerza de su poder correr por la punta de sus dedos hacia él y rodear su garganta como una soga hecha con un cable eléctrico.

El chico se quedó rígido. Contrajo todos los músculos y luchó por respirar. Se llevó las manos al cuello y puso los ojos en blanco. Con sus dedos parecía querer abrir alguna vía en su carne, para poder respirar. No sabía contra qué luchaba.

La reina observó la escena con indiferencia, sin inmutarse por los intentos del chico por sobrevivir y disfrutando de su demostración de poder.

Ese chico era un tonto. ¿Prefería morir a confesar los nombres de sus amigos? ¿Se sacrificaría por los que estaban contra la reina? Era un tonto y un traidor.

Al fin, cuando creyó que le había dado una lección, cerró los ojos y bajó la mano. Lo liberó de su poder. Se recostó en su trono e intentó que no se le notase el cansancio.

El grito ahogado del chico llenó la estancia, seguido por un segundo y un tercero. De las marcas de uñas que había dejado en su propio cuello al luchar contra la fuerza invisible brotaban gotas de sangre fresca.

—Lleváoslo —ordenó la reina, retirando la vista de él como si no pudiese seguir mirándolo—. Que consigan la información que necesito. A cualquier precio.