Max ni pestañeó, algo en lo que empleó toda su determinación mientras le tocó presenciar la escena. Entendía que era preciso mantener el orden, pero no podía aprobar de ningún modo la manera con que su abuela, la reina, manejaba sus asuntos. ¿Cómo podía justificar esa clase de tortura?
A su lado, Claude y Zafir seguían inmóviles. No les convenía intervenir.
Sin embargo, no era el chico el que había llamado la atención de Max una vez que la reina había regresado a su trono tras liberarlo de su encantamiento. Observaba a la reina con disimulo.
Aún conservaba el poder tan férreo como siempre, como había demostrado. Pero una demostración de ese calibre requería una energía que Max estaba seguro que ella tenía que ahorrarse. Ya era demasiado vieja para esas muestras de fuerza. Nadie lo había percibido, pero la reina se estaba consumiendo ante sus ojos.
Los guardias levantaron al chico del suelo. Dos hombres lo sostenían, y Max sintió angustia al ver su maltrecho rostro. No era la primera vez que daba gracias al hecho de ser varón y que las obligaciones referentes al gobierno de Ludania no recayesen sobre sus espaldas.
Mientras se lo llevaban a rastras, el chico levantó la cabeza un poco. Lo suficiente. Vio a Max. Y Max lo reconoció casi inmediatamente. Se le aceleró el pulso. Ahí sintió que aquello podía acabar muy mal.
Si hubiesen estado solos, Max habría avisado al chico, le hubiese recomendado que no hablase.
Pero no lo estaban.
Y la reina, así como todos los que estaban en aquella estancia, oyeron cómo el chico acusaba a Max cuando se dio cuenta de dónde lo había visto antes.
—¿Dónde está Charlie? —Aron se revolvió contra los guardias, intentando liberarse de ellos, y gritó, sin darse cuenta de que le había regalado a la reina lo que quería: un nombre—. ¿Está aquí, hijo de puta? ¿Qué le has hecho a Charlie?