XI

—¿Me vas a contar lo que pasó en la entrada?

Max se aproximó, como si fuese a contarme un secreto. Como si no estuviese ya demasiado cerca. Sus ojos del color del carbón lucían casi negros en la oscuridad.

—No sé de qué me hablas —respondió, casi rozando sus labios con los míos.

Me aparté y choqué con el hombre que estaba detrás de mí.

—Creo que sabes exactamente de qué hablo. Los guardias no nos permitieron entrar porque tuvieron un ataque de bondad. Habían confirmado que el refugio estaba completo. Uno de ellos incluso me apuntaba con su arma. Y entonces algo sucedió y cambiaron de opinión. —Le hablé adoptando su misma actitud, para ver si conseguía intimidarlo. Pero no se apartó, y me vi peligrosamente pegada a él de nuevo. Quizá sentía cómo me latía el corazón—. Creo que tú tuviste algo que ver.

Hizo una mueca y puso la mano en mi mejilla. Le gustaba, y estaba segura de que percibió los latidos de mi corazón. «Fue por el uniforme», razonó tan bajito que apenas pude oírlo.

Negué con la cabeza, sin querer creer que el asunto fuese tan simple, pero no me quitó la mano de la cara, sino que empezó a acariciarme la comisura de los labios con los dedos, y tuve que cerrar los ojos. Debía haberle apartado la mano entonces. No quería que me tocase… Me repetí que no significaba nada para mí. Menos que nada.

Sus dedos se quedaron en mis labios. Abrí los ojos y él miraba fijamente mis labios.

—Eres tan guapa…

—Basta. Eso no es una respuesta.

Siguió acariciando aún más suavemente mi labio inferior. Sentí escalofríos.

—No me has hecho ninguna pregunta.

Lo miré.

—¿Quién eres?

Fue como si lo electrocutara. Quitó la mano de repente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pregunto que de dónde eres, Max. ¿A qué clase perteneces? ¿Qué idioma hablas? —Quería recordar todas las preguntas que tenía guardadas y que no me había atrevido a formular—. ¿Por qué estás aquí si la ciudad está siendo atacada? ¿No deberías estar en otra parte?

Se puso tenso.

—Estoy justo donde quiero estar.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿No deberías estar con los de tu batallón? ¿No tendrás problemas por no estar con ellos?

Me di cuenta de que había levantando la voz, pues vi que algunas personas giraban la cabeza. Me callé de golpe, avergonzada, y me disgusté con Max.

Cuando se acercó, no pensé en peligros ni en que el deseo alimentaba mis miedos.

Apretó los dientes.

¿Qué tal si intercambiamos secretos, Charlaina? Yo respondo a tus preguntas y tú contestas a las mías. —Levantó la ceja y cambió al dialecto que ya había usado antes… el que nunca había oído antes de la noche en que me fijé en él. El que se suponía que no debería entender.

No me gustaba el curso que tomaba la conversación. Me dolía el estómago.

—Da igual —me defendí, esta vez en voz baja—. Me da lo mismo lo que ha pasado. No me importa quién eres, ni de dónde eres. Es más, cuanto antes salgamos de aquí, mejor, y así no tendrás que preocuparte de que me meta en tu vida nunca más.

—Venga, Charlie. Esto se pone interesante. No vas a dejarlo así, ¿verdad?

—Déjame en paz —y giré la cara. Me ardían las mejillas de rabia, vergüenza y arrepentimiento.

Nunca me había sentido tan confundida.

Me quedé en silencio y no me presionó más. Se oían murmullos a nuestro alrededor, pero el ruido venía de arriba, de la ciudad. Nos recordaba la razón por la que estábamos aquí abajo, escondidos y acurrucados.

A ratos parecía que la violencia y las explosiones que hacían temblar el suelo por encima de nosotros estaban justo sobre nuestras cabezas, y sentía miedo por mí y por mi hermana. Sabía que no dormía, sino que no quería moverse. A ratos, el ruido sonaba lejano, y me venía la angustia al pensar en mis padres, en Aron y en Brooklynn, en quienes no estaban aquí.

No resultaba un esfuerzo no hablarle a Max. El miedo me ayudaba a ser cortante. Me consumía y emergía en forma de enfado. Él tenía la culpa. Sus secretos y sus mentiras me lo ponían fácil para enfadarme con él.

* * *

En un momento dado, nos quedamos dormidos. No podría especificar cuándo había sucumbido al cansancio, que me había perseguido para cerrarme los ojos. Angelina se había rendido a la fatiga mucho antes. Me apoyé en algo tibio… o más bien en alguien. Sentí que un brazo fuerte me rodeaba, y que me cogían la mano.

Y unos labios.

Alguien me había besado en la cabeza.

¿O lo había soñado?

Algo en mi cabeza me decía que debía despertar, que aquello era una equivocación. Pero continué durmiendo, desoyendo esa voz que me avisaba.

* * *

Estaba convencida de que los gritos me habían despertado, y también los murmullos. O las luces que habían entrado en el túnel y habían invadido la oscuridad y traspasado mis párpados.

O que me había dado cuenta de que tenía la cabeza sobre el regazo de Max, y mi mano descansaba por casualidad en su muslo.

Lo que fuese que me había despertado, daba igual. El caso es que me incorporé y busqué a Angelina. Procuré no despertarla. Me reproché haberme permitido aquella postura.

Los murmullos aumentaron.

Sucedía algo.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Max, que observaba la conmoción que se había formado en la entrada.

Se puso el dedo en los labios.

—Nada —contestó con suavidad—. Quédate quieta y con la cabeza baja.

Miré a mi alrededor e intenté descubrir qué ocurría.

Junto a la entrada, las voces se convirtieron en gritos. Encendieron luces por todo el andén, aunque era difícil ver con claridad desde donde nos encontrábamos.

—¡Sé que estás aquí abajo! —la voz de un hombre emergió de las sombras como un aullido.

Hubo un silencio. Y, después, una voz más floja, de otro hombre, respondió, pero no entendí qué dijo.

Se encendieron más linternas. Estiré el cuello para ver qué pasaba.

—Charlie, baja la cabeza —me instigó Max.

Angelina se había despertado y estaba sentada y callada en mi regazo. La abracé y le dije a Max:

—¿Quién es? Su voz me resulta… familiar.

Max cambió de expresión y negó con la cabeza. De nuevo parecía vencido y atrapado. Me miró unos segundos antes de responder por fin.

—Han venido por mí. —Revolvió el cabello de Angelina y le sonrió—. Sabía que lo harían.

Abrí los ojos de par en par. ¡Lo sabía! Que Max tendría que estar en otra parte, que tendría que estar con su regimiento y no ayudando a un par de chicas de los Comerciantes a esconderse en los túneles subterráneos de la ciudad. Ni siquiera Sydney, que era de la clase de los Consejeros, tenía garantizado ese tipo de protección por su parte.

Me pregunté cuál sería el castigo por desertar. Apreté su mano.

—¿Qué podemos hacer? No tenemos dónde escondernos.

La voz que procedía del andén resonó otra vez.

—¡Sé que estás ahí abajo! ¡Sal ahora mismo!

Ahora lo había reconocido, sin duda. Sabía quién hablaba, o gritaba, en el túnel. Su voz profunda retumbaba contra las paredes y vibraba en el aire. Miré hacia arriba. Encendían más linternas, y él estaba más cerca. La gente se levantaba rápido para salir de su camino.

Era Claude, que parecía imponente con su uniforme, incluso en la miseria de aquellos túneles bajo la ciudad. Y no estaba solo. Le seguía un pequeño pelotón de soldados entre los que figuraba el otro hombre que conocía del club, el que tenía la piel oscura, Zafir. Ni él ni Claude eran el tipo de personas que se podían olvidar fácilmente.

Max me sonrió y me pareció raro. Se acercó y puso su boca tan cerca de la mía que casi me robaba el aliento.

—Pase lo que pase, ¿me prometes una cosa?

No podía ni asentir, por miedo. Y si me movía, nuestros labios se tocarían y entonces estaría perdida: no podría pensar ni hablar ni prometerle nada de nada.

Pestañeé.

Los labios de Max se abrieron.

Se oyeron pasos en la gravilla y la luz de una linterna se acercó. Casi estaban en nuestra zona, y el tiempo se nos acababa.

—Prométeme que, pase lo que pase ahora mismo, no te enfadarás conmigo.

Seguíamos cogidos de la mano, casi como parte del juramento.

El hombre de al lado se levantó y apartó a su familia del paso de los soldados que se aproximaban. El repiqueteo, que sonaba como si se tratase de mil pies, se detuvo delante de nosotros, pero Max continuó mirándome.

—Levántate —la voz de Claude rompió el silencio mientras todos los que estábamos allí observábamos la escena. Impaciente, habló en un idioma que nadie había oído nunca—. Levántate ahora mismo o te llevo a rastras. A la reina no le va a gustar nada esto cuando se entere.

¿La reina? ¿Qué le importaba a la reina la deserción de un soldado?

No tuve la oportunidad de preguntárselo. Max suspiró y sostuvo mi cara entre sus manos. Me besó con ternura y me arrastró a uno de mis sueños, al beso que soñé mientras dormía. No era momento para fantasías. Max estaba en un aprieto.

Pero parecía no importarle.

Se levantó, y noté que su actitud era demasiado relajada para la situación.

¿Cómo me has encontrado? —le preguntó a Claude, que mostraba muy mala cara.

Claude alzó su linterna y enfocó el rostro de Max. La luz bailaba por sus bonitas facciones. Aún sentía sus labios sobre mi piel, ahora tibia por su breve beso. Me ardían las mejillas. Me puse muy nerviosa, porque no sabía qué iba a pasar con Max.

No es tan difícil. La gente se fija en ti. Uno de los guardias de la entrada te ha reconocido enseguida —respondió con dureza Claude.

En la distancia, uno de los guardias gritó una orden a la gente del túnel. No sabía qué decía, pero la orden fue seguida por más gritos. Uno, y otro, y otro… El rumor se transformó en un rugido cuando las palabras del soldado llegaron a todo el gentío allí reunido. La orden que no había oído y que estaba por saber. Miré a Sydney, por si tenía idea de qué sucedía, pero estaba tan perdida como yo. Y en ese momento, los que estaban junto a nosotros empezaron a arrodillarse. ¿Qué decían para que no pudiesen permanecer en pie?

El otro hombre enorme, Zafir, se mofó.

¿Cuánto tiempo creías que podrías permanecer oculto? —le dijo a Max con un vozarrón como el de Claude.

Max me miró, muy serio. Me alargó su mano y yo la tomé, para que me ayudase a levantarme.

—El máximo tiempo posible —contestó en englaise.

Fruncí el ceño y me pregunté por qué se comportaban de esa manera tan extraña. Por qué no lo arrestaban. Por qué se quedaban allí, de pie, charlando, mientras los demás se arrodillaban.

De detrás de mí, aparecieron el hombre y su familia y oí al hombre decir, al tiempo que hacía una reverencia: «Alteza».

* * *

Me costó asimilar aquellas dos palabras. Ni siquiera podía pensar a quién se las decían. Max me observó y esperó para ver cómo reaccionaba. Entonces lo entendí. Fui lenta, pero surgieron las respuestas.

El idioma secreto. Que Max pudiese moverse con libertad a pesar de pertenecer al ejército. La mención a la reina.

La orden para que todos se arrodillasen en señal de respeto. No ante Claude o Zafir o cualquier hombre vestido de uniforme.

Frente a Max.

Se arrodillaban ante el príncipe Maxmilian, el nieto de la reina Sabara.

Su Alteza Real.

Di una vuelta, con la gravilla crujiendo bajo mis pies, y miré a la gente arrodillada. Angelina estaba junto a mí, también observando.

El silencio llenó los túneles subterráneos y retumbó en las paredes. Ni los soldados se atrevieron a hacer ruido.

No podía ni tragar. Me pesaba la lengua. O hablar. Me dolía hasta el aire, caliente y árido, que entraba en mis pulmones.

El tiempo parecía haberse detenido.

Era como si tuviese los ojos llenos de arena. Le rogué a Max con la mirada que todo esto no fuese verdad y que él no fuese más que un… joven que había desertado.

«Lo siento», vocalizó sin voz… Palabras en sus labios, los labios que habían acariciado los míos. Los labios que me habían mentido y me habían traicionado.

Max era de la realeza. Por eso nunca había escuchado su lengua. Era el idioma de los nobles… Un idioma que solo unos pocos podían oír.

No precisamente una simple Comerciante.

Cogí de la mano a mi hermana y nos arrodillamos. No era bueno llamar más la atención ni que pareciésemos desleales a la corona. No me explicaba cómo no me había dado cuenta antes de quién era. Pero ¿cómo? Era un príncipe, un varón, y no había monumentos en su honor, ni banderas ni monedas con su perfil. Tampoco tenía un especial interés en la descendencia real. No hubiese podido reconocer su cara.

De pronto, el alboroto volvió, como si nunca se hubiese detenido. Claude me cogió con firmeza del brazo, me levantó y me llevó hacia la entrada. Me deshice de él, furiosa.

—No iré a ninguna parte contigo. Me quedo aquí.

No se atrevió a tocarme, pero me miró de forma intimidatoria. Le habló a Max.

Debemos averiguar lo que sabe.

Angelina aferró mi mano. Tal vez percibía qué significaba lo que Claude hacía y la tensión en su voz.

Me pregunté qué quería decir con «lo que sabe». ¿Le habría confesado Max sus sospechas sobre mí a Claude? Me mantuve con la cabeza alta, para no darle la satisfacción de que me notaran agitada y nerviosa.

Por suerte, al menos en esa ocasión, Max era el único que decidía y negó con la cabeza.

Ella se queda aquí con su hermana —afirmó de forma implacable y regia. ¿Cómo no me había percatado antes de ese tono?

Desvié la mirada y no quise ver cómo se marchaban. Max iba el primero y no volvió la cabeza.

Solo me quedé allí, sin moverme, sin querer sentir las emociones encontradas que batallaban en mi interior, sin poder responder a las mil cuestiones que bailaban en mi cabeza. Me concentré en mantener a Angelina a mi lado. A salvo.