Max cargó con la mochila llena de comida y se ofreció a coger también a Angelina, pero ella se aferró a mí. Estaba bien así, porque la necesitaba tanto como ella a mí.
—¡Podemos ir a los pozos! —dije en medio del constante estruendo—. Podemos escondernos allí hasta que acaben los combates.
Fui hacia delante sin saber qué camino seguir. A lo lejos, los techos de algunos edificios ardían, y esas llamas intermitentes nos decían que habían destruido hogares, tiendas y escuelas. Las llamas iluminaban el cielo, y el humo oscurecía la noche.
Las sirenas seguían sonando.
Casi nadie osaba caminar por la calle, que estaba desierta. La red eléctrica no funcionaba, y muchas farolas parpadeaban y se apagaban a nuestro paso. No me explicaba cómo podían seguir sonando las sirenas. Supongo que estaban conectadas a otra red, como una batería o algo así, que las mantenía en funcionamiento.
La oscuridad me abrumaba, y también a Angelina, porque no levantaba la cabeza de mi hombro. La envidié. Ojalá hubiese podido enterrar mi rostro en alguien y elegir no ver cómo el mundo se hundía a mi alrededor.
Menos mal que Max llevaba una linterna de pilas. No era mucho, pero cuando la encendió, pudimos ver como mínimo dónde pisábamos.
Me dolían las piernas y tenía los brazos entumecidos por cargar con mi hermana, aunque abrazarla también me daba seguridad. Y, por mucho que odiase pensarlo, tener a Max a mi lado también me hacía sentir mejor. Sydney no se había quedado rezagada, algo que en nuestras circunstancias parecía un milagro.
Todo cambió en un segundo. Mi plan seguro de ir a los pozos se desintegró como los pedazos de la promesa que había quemado. Delante de nosotros, una luz cegadora, una explosión seguida por un silbido y una detonación intoxicaron el aire. Sentí en mi boca el sabor de la onda expansiva. Me detuve y abracé a mi hermana para protegerla. Me clavó las uñas. Max, a su vez, me rodeó con sus brazos y nos llevó hasta un edificio del otro lado de la calle, lejos de la explosión.
Me pitaban los oídos, y ni siquiera podía ya diferenciar el sonido de las sirenas de la vibración que me mareaba. Me fundí en un abrazo con mi hermana, que también se tapaba los oídos y temblaba.
Una segunda explosión sucedió a la primera, bastante cerca de allí.
Max nos condujo en dirección opuesta al camino que llevaba hacia los pozos, lejos de los ataques. Me pregunté por cuánto tiempo las explosiones serían nuestra única preocupación, cuánto tiempo tardarían los soldados en llegar a la ciudad, causar más caos y provocar una masacre.
¿Cuándo podríamos estar seguros?
Por alguna razón, en ese momento me vino a la cabeza la letra del Juramento y me centré en la parte en la que hablaba de proteger al pueblo de todo peligro y daño. No lo mencionaba. El Juramento solo hablaba de salvaguardar a la reina.
Max me apretó más el brazo, y me percaté de que me estaba hablando. Intenté averiguar qué decía, le leí los labios y me concentré en los murmullos que lograba captar. Me miraba fijamente, intensamente, con el ceño fruncido.
—¿Dónde está el refugio más cercano? —Prácticamente, chillaba.
Cuando levanté la cabeza, me di cuenta de que con la otra mano tenía sujeta a Sydney, que estaba hecha un ovillo, aterrorizada.
Me convencí de que no importaba. No ahora. Solo quería poner a salvo a Angelina. Y Max, y lo que hiciese con sus manos, no era relevante.
Pensé y pensé en todos los sitios a los que habíamos ido en los simulacros, en iglesias y escuelas. Pero todas estaban a pie de calle y eran demasiado vulnerables a las bombas.
Otra explosión quebró el aire e hizo temblar el suelo. Me agaché y cubrí la cabeza de Angelina con mis brazos. Intenté calmarla susurrándole cosas, pero estaba convencida de que ni me podía oír. Me vino a la mente un lugar que podía ser seguro, más que otros. O eso esperaba.
—¡Los túneles! —recordé bajo la intensa mirada de Max. Apenas unos centímetros nos separaban de ellos—. ¡Bajo la ciudad, por donde circulaba el metro! ¡Ahora son refugios!
No necesitaba su aprobación. Me levanté y salí disparada. Corrí con la cabeza gacha y tapando con el brazo la cabeza de Angelina, como si la pudiese resguardar.
La boca del metro no estaba lejos, y esperaba que no estuviese ya bloqueada. «Por favor, que nos dejen entrar».
Angelina y yo llegamos las primeras y bajamos las escaleras seguidas por Sydney. Max esperó arriba hasta que nos cerciorásemos de que era seguro bajar. No lo esperé. Las dos puertas estaban ya cerradas, y dos guardias vestidos de azul las vigilaban.
Por primera vez, me di cuenta de que Max era un soldado y me pregunté por qué estaba con nosotras y si no debía estar en otra parte ahora que atacaban la ciudad. Quizá se saltaba sus obligaciones para acompañarnos.
Me apresuré, y casi tropecé por las prisas para acceder al refugio. Me dolían los brazos tanto que tenía una ganas desesperadas de dejar a mi hermana en el suelo, pero no podía hacerlo. Tenía que sentirla cerca. Era lo único que me daba fuerzas para continuar.
Antes de llegar a las puertas, uno de los hombres se adelantó y nos detuvo con un gesto.
—Ya no cabe nadie más. Tendréis que buscar otro refugio.
Me vine abajo y no pude articular palabra.
—Pero… pero no podemos seguir por ahí. Es muy peligroso. —Tuve que acercarme para que me pudiesen oír.
El segundo guardia, un hombre pelirrojo de piel clara, puso el dedo en el gatillo del rifle que apoyaba contra su pecho. Era una advertencia.
—No es problema nuestro. Los túneles están completos.
Las palabras de mi madre resonaron en mi cabeza: que cuidara de Angelina pasara lo que pasase.
No lo pensé dos veces y di un paso al frente.
—Al menos, dejadla pasar —les supliqué, empujando a Angelina. Ella se resistió e intentó abrazarme, pero me separé de ella—. Es pequeña y no ocupa mucho. Por favor.
Me moría de pena, pero tenía que ser fuerte.
El guardia pelirrojo, el que portaba el arma, se movió con tal rapidez que me quedé anonadada y en silencio. Se echó el rifle al hombro con un movimiento seco y veloz. No pude ni apartarme, solo coger a Angelina de nuevo.
Sydney balbució algo para recordarnos que seguía con nosotras.
Miré el arma y levanté la mano.
—Lo… lo siento. No quere… queremos problemas.
Max se acercó rápidamente y me rodeó los hombros. Yo tenía la mirada fijada en el rifle y empecé a retroceder. Angelina se escondía detrás de mí.
Entonces, la actitud del primer guardia me sorprendió. En un movimiento aún más rápido que el del pelirrojo, llevó su mano a un lado y cogió el rifle del otro. Lo desarmó en un instante. El guardia que un momento antes me había apuntado estaba completamente confundido por el giro de los acontecimientos.
Intentó protestar, pero el otro lo miró para dejar claro quién estaba al mando. Nos abrió la puerta y nos dejó pasar. A todos. Miré a Max para saber si él tenía idea de qué pasaba, pero estaba ocupado en ayudar a Sydney. Cogí a Angelina y los seguí, mirando a los guardias con desconfianza.
Las puertas se cerraron a nuestras espaldas.
* * *
Lo primero que noté fue la oscuridad. No era total, pero solo había algún reflejo de una antorcha aquí y allá, y la luz tenue de alguna vela. No veía por dónde pasaba.
La linterna de Max fue muy útil en aquel momento, otra vez, para guiarnos por el andén abarrotado y encontrar un sitio donde descansar.
Eso fue lo segundo que vi: gente. Por todas partes. No cabía ni un alfiler.
Allí abajo ya no había ruido. Ni sirenas. Pero la desesperación inundaba cada rincón y hacía el aire irrespirable. Podía oler la preocupación.
Pasamos con cuidado para no pisar piernas y pies, ayudados por la débil luz que nos permitiría encontrar un hueco donde descansar. Cuando ya no pude más, dejé a Angelina en el suelo y la cogí de la mano muy fuerte. No la soltaría por nada del mundo. La hice pasar delante de mí y la guié con la mano para que avanzara con seguridad.
Cuando supimos que no había espacio en todo el andén, Max enfocó la linterna hacia los mugrientos raíles de la vía. Allí, varias caras nos miraron, y Max buscó un hueco entre ellas.
—Allí —masculló por fin, dirigiendo la luz hacia un lugar despejado; mejor dicho, era un agujero entre la masa de gente apelotonada al otro lado de las vías abandonadas.
Parecía lo mejor que podríamos encontrar y asentí. Estaríamos muy apretados, pero al menos nos mantendríamos unidos. Max bajó a las vías, y las piedras resonaron mientras buscaba espacio para caminar entre las personas. Tendió la mano a Sydney, y me odié por tener celos otra vez. Pero tuve que espabilarme para ayudar a bajar a Angelina. Esta vez no se resistió a ir con él y me sorprendió que le tuviese tanta confianza, porque normalmente era reservada y prudente. Pero sus instintos no la engañaban.
En la penumbra, pude distinguir que le sonreía a Max cuando él la dejó con cuidado en el suelo. Y luego cogió la mano de Sydney mientras me esperaba. Si no me hubiese importado tropezar con alguien, no habría aceptado la ayuda de Max y hubiese saltado por mi cuenta. Pero no veía dónde caería, así que estaba obligada a tomar su mano.
Me arrastró hacia él y me vi entre sus brazos. Noté su fuerza, el calor de su cuerpo contra el mío y sus manos acariciando mi cintura cuando me bajaba mucho más despacio de lo que hacía falta, pensé. Sentí que me azoraba, pero que no era importante, que no era real.
Al poner mis manos en sus hombros y mis manos alrededor de su cuello, solo con tocarlo, piel contra piel, me puse colorada. Sentí una sacudida de deseo cuando me cogió.
Suspiré cuando mis pies tocaron la gravilla y deseé que no me hubiese oído, aunque era casi imposible, porque estábamos pegados el uno al otro. Pasaron unos segundos que se me hicieron eternos, y él seguía abrazándome con sus manos en mi espalda. No me moví. Pensé en qué pensarían a su vez Sydney y Angelina. Pero seguí así, oyendo los latidos de su corazón en mi mejilla.
Oí toser y susurrar a mi alrededor, sonidos que eran continuos, pero que ni había oído hasta ese momento. Di un pequeño paso atrás, y esa separación me pareció infinita. Retiró sus manos de mi espalda, y yo las mías de su pecho, y me dirigí a Angelina. Tomé la mano que le quedaba libre. Me sentía hasta avergonzada de mirar a mi hermana y a Sydney.
Max nos abrió paso hasta el pequeño hueco. Aún era más pequeño de lo que parecía desde el andén, pero la gente se movió para que pudiésemos acomodarnos. Gracias a eso, uno de nosotros podía recostarse contra la pared de ladrillos. Los demás tendríamos que sentarnos sobre la gravilla o reclinarnos unos contra otros.
No cabía discusión sobre que era Sydney la que más necesitaba ese respaldo. De su mejilla brotaban oscuros ríos de sangre seca y estaba pálida, incluso en la oscuridad. Se desplomó contra la pared. Yo me senté con las piernas cruzadas en la gravilla, para que Angelina se sentase en mi regazo, y Max se sentó a mi lado, hombro con hombro. Podía sentir su respiración y la fuerza de sus músculos. Al otro lado, un hombre me daba la espalda y cuidaba de una mujer y sus tres hijos pequeños.
Miré con ternura a Max y me sentí muy tímida e incómoda, algo a lo que no estaba acostumbrada. Angelina nos miró, primero a mí y luego a Max, en silencio. Se tranquilizó y apoyó su cabeza contra mi pecho. Sacó a Muffin de su abrigo, lo colocó bajo su barbilla y lo usó de almohada. Se quedó dormida.
—Es valiente, ¿verdad?
Miré a Max y no pude evitar sonreírle. Angelina era muy pequeña y parecía frágil, además de que nunca hablaba. Pero todo eso era en apariencia. Era muy lista y se daba cuenta de todo. Yo lo sabía, aunque mucha gente la subestimaba. Nunca se le escapaba un detalle y era una persona fuerte, una luchadora. Pequeña, pero con una gran capacidad para superar dificultades.
Curioso que Max también lo hubiera notado.
—Sí, lo es —contesté—. Mientras estemos juntas, estará bien.
—Quiero darte las gracias —Sydney nos interrumpió, y me sorprendió porque pensaba que dormía. Parecía derrotada—. Por lo que hiciste por mí en el parque… cuando me salvaste de ser aplastada por la gente. —Su rostro mostraba un sentimiento de culpa—. No tenías por qué haberlo hecho. No creo que yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar.
No sabía qué decirle, ni tampoco por qué lo había hecho. Si incluso les había deseado cosas malas a ella y a los otros chicos de su escuela varias veces… La verdad es que no había hecho nada para ganarse mi simpatía.
Pero era un ser humano. Cruel y desagradable, quizá, pero nadie se merecía que lo patearan.
Tampoco ella.
Las lágrimas hicieron brillar sus ojos, en el reflejo de un farol lejano, y no pude odiarla. Borré de mi mente todas las cosas horribles que me había dicho y hecho, y también que me había repetido hasta la saciedad que era de una clase inferior a la suya y a la de sus amigos de la Academia.
—Lo siento mucho —musitó, y derramó una lágrima que rodó por su mejilla hasta la barbilla—. Ojalá me puedas perdonar. —Me tendió la mano para presentarse—: Soy Sydney, Sydney Leonne.
Me mordí el labio y pensé en no responder a su gesto, pero no me veía rechazándolo. ¿O no decidí perdonarla en el momento en que la ayudé en lugar de dejarla tirada allí?
—Me llamo Charlie. Y ella —aclaré señalando a mi regazo— es mi hermana, Angelina.
Angelina levantó la cabeza para que supiésemos que estaba despierta… y escuchándonos. Se acomodó entre mis piernas sin soltar una palabra.
—Lo siento. Por todo. No te conocía. No sabía lo que hacía… —Sydney estaba nerviosa, y me gustaba que se sintiese incómoda por todos los errores que había cometido. No se lo puse fácil. Esperé. Se encogió de hombros—. Si pudiese cambiar algo… —Sentí que su arrepentimiento era sincero—. Eso, que lo siento mucho.
Asentí. ¿Qué más podía hacer? No le podía decir que me valía su explicación, porque no era así.
Max se sentó en silencio. Pensé en lo que sabía o en lo que podía sospechar. Hasta ahora, había sido más perspicaz de lo que yo quería admitir. ¿Se acordaba de que Sydney era la chica que vio en el restaurante de mis padres aquella noche? ¿O creía que hablábamos de algo que había pasado mucho antes? ¿Entendía por qué se disculpaba? En caso de que fuese así, no lo demostró, y yo se lo agradecí.
Sydney y yo cruzamos nuestras miradas durante unos segundos, y me dejé caer contra la pared, a su lado. Me supo mal que no se pudiera estirar del todo para recuperarse. La dura pared era lo mejor que le podíamos ofrecer en este momento. Cerró los ojos. Estaba demasiado agotada para quejarse.
Ahora estábamos solos Max y yo. Con otras mil personas más a nuestro alrededor.