—Hacia las tres de la tarde de ese día de carnavales, toda La Esquina de la Candela se preguntaba lo mismo: ¿Qué hace Nando Barragán solo, sentado en la puerta de su casa?

—Hacía semanas, o tal vez meses, que andaba libre, pero no sabíamos nada de él. Habían llegado los tiempos de la violencia total y la vida se nos iba enredada en la moridera y la matadera. Pero los Barraganes ya no eran el epicentro, y tampoco los Monsalves. De la noche a la mañana habían proliferado por todo el país, como hongos después de la lluvia, otros protagonistas más espectaculares, más feroces y más poderosos que ellos. Digamos que de pronto, un buen día, Barraganes y Monsalves quedaron reducidos al folclor local. Empezamos a verlos como una prehistoria de la verdadera historia de la violencia nuestra: sólo habían sido el principio del fin. Cuando Nando se sentó esa tarde en la puerta de su casa, ya no era sino la sombra de sí mismo. Y hasta él debía darse cuenta, porque según los que lo vieron, tenía un comportamiento curioso, más propio de sombras que de hombres.

—Ese día, el tercero y último de carnavales, Nando Barragán alucinó desde que se despertó. Como le notaron pereza para levantarse, las mujeres le llevaron a la hamaca café negro y tajadas de maduro, y durante todo el desayuno estuvo rumiando la idea descabellada de que le gustaría morir en paz.

—No conozco a nadie que se haya muerto de viejo entre una cama —le comentó a Ana Santana cuando ella entró al cuarto a retirarle el charol.

A Ana le parece una añoranza en contravía para estos tiempos en que la muerte caracolea más alborotada y vistosa que la vida, cuando de nadie se comenta «se murió Fulano», sino «lo mataron». Pero no le dice nada, sólo le pone una mano en la frente para cerciorarse de que no tiene fiebre y después le pregunta si quiere más café.

—Durante las horas de la mañana lo sintieron vagar sin rumbo por entre la casa, hipnotizado por la música chillona de las chirimías y aletargado por el olor a basura que se esparce por el aire en épocas de carnaval.

A las once se sienta en el patio a tomar ron blanco con limón y sal. Al ver que se baja entera la primera botella, las mujeres se tranquilizan: Volvió a la normalidad, comentan entre ellas. Pero no es así del todo, porque el trago no le produce la reacción acostumbrada —el arranque brutal de hombría que lo empuja a la calle a buscar víctimas—, sino que lo sume en una melancolía soñolienta y quieta, característica de las gentes del desierto, y alarmante en cuanto tiene la propiedad del no retorno, o sea que cuando atrapa es para siempre y hasta el final.

Empieza a tomar la segunda botella hacia las tres de la tarde, sentado en la puerta de su casa, mirando pasar los cuerpos semidesnudos de los danzantes y de las reinas, embadurnados de negro desde los pies hasta la cabeza con un menjurje de carbón molido y manteca de cerdo que brilla oloroso bajo la rabia del sol y se abre en estrías con los goterones de sudor.

—¿Acaso los guardaespaldas no vigilaban para impedir que la guacherna pasara por enfrente de su casa?

—A nadie le importaba ya. El Cachumbo, Simón Balas y los otros se olvidaron por un rato de la guerra y aprovecharon la ocasión para divertirse refundidos entre el gentío, con la identidad camuflada bajo el disfraz de penitentes encapuchados. Al mismo Nando tampoco parecía preocuparle nada. Con la muerte del Mani Monsalve se había acabado para él la guerra, y seguramente también la vida misma, porque al fin de cuentas el odio siempre había sido su mayor amor.

—¿Y no disfrutó del triunfo?

—No. La victoria final sobre su enemigo de siempre no le dejó a Nando más que un despreciable sabor a sal.

Con emociones de niño siente venir la cumbiamba pidiendo candela y oye fascinado su alharaca loca de flautines y maracas. Mareado por el alcohol, ve pasar como en sueños la fauna eufórica de Tíos Conejo, Burras Mochas y Hombres Caimán que tiran harina y bailotean posesos, y ahí solo, sentado en su escalón de piedra, con la guardia baja y súbitamente envejecido, comete una extravagancia mayor: deja escapar un imperceptible suspiro de felicidad.

Sigue de largo la parranda, que nunca espera al que se queda atrás, y Nando permanece anclado a la puerta de su casa, como si presintiera la llegada de un huésped de honor.

Un relumbrar de lentejuelas captura la atención de sus Ray-Ban. Es una parihuela dorada, de cortinas corridas para ocultar a su ocupante. La cargan en hombros dos parejas de Diablos Menores, y la sigue una banda de músicos pobres, rucios de harina por la guerra de comparsas que ha estallado en la ciudad. Al pasar frente a la casa de los Barragán, las cortinas de flecos se descorren, insinuantes, y Nando ve aparecer la sonrisa Pepsodent de una reinita popular, acomodada en su trono portátil y más coronada que Isabel de Inglaterra, que se le acerca primorosa y se inclina hacia él con aleteo de pestañas postizas y cascada de bucles tiesos de laca. Nando entrecierra los ojos y espera que la visión dorada le dé un beso de amor, o que le diga un secreto coqueto, pero la soberana, picarona, saca un puñado de harina y se lo arroja a la cara. Él no le hace el quite: recibe dócilmente el baño con expresión bobalicona y agradecida de grandulón borracho, apaciguado por la repentina senilidad.

—¿Y siguió ahí sentado, con la cara pintada de blanco?

—Ahí se quedó, enharinado como galleta polvorosa, porque no tenía cerebro para acordarse de ninguna profecía.

—¿No pensó siquiera en la advertencia de Roberta Caracola?

—No, ni siquiera pensó. Simplemente no registró el hecho, como si fuera harina de otro costal.

La bola colorida y gritona del carnaval rueda hacia el centro y deja atrás el barrio hundido en un reguero de papeles y desperdicios. Un Enano Papahuevos, rezagado de su comparsa y apabullado bajo su carota de cartón, se sienta al lado de Nando Barragán y le pide un trago de ron. A Nando le llega, como un escape de gas, el tufo amargo que sale por su boca escondida, y cuando espía por entre los agujeros de los ojos hacia adentro de la máscara, atrapa una mirada esquiva y biliosa, desorbitada de cerveza y de calor.

El Enano se aleja calle abajo en zigzag, y Nando queda absorto en el barrizal de confeti y festones pisoteados, con la cabeza empalagada por una melcocha de pensamientos sin concierto, consistencia ni color.

Por la calle baja bailando la Muerte, solitaria. No es una muerte imponente, de poderosa presencia y lujoso disfraz, sino un pobre esqueleto improvisado y flaco, de calavera de palo, sábana vieja por capa y gran hueso pelado de animal en la mano. Los vecinos le sacan el cuerpo, se encierran en sus casas para que siga de largo, la espían por las ventanas entreabiertas y comentan que nunca vieron muertecita tan insignificante y asquerosa: maldita, traicionera y sin grandeza, demasiado igual a la muerte de verdad. Ella se adueña de la calle desierta y reparte vejigazos al vacío. Azota el aire con insidia, pero sin fuerza y sin ton ni son.

—¿Y descubrió a Nando, acurrucado en el escalón?

—No, no lo vio, o hizo como si no lo viera, y se puso a silbar una canción extranjera, muy desafinada. Nando en cambio la miró de frente, con criterio de conocedor. Se había topado con la muerte tantas veces que enseguida distinguía la verdadera de las de imitación. Ésta no vale la pena, pensó, y la dejó pasar.

Abajo, a ras del suelo, retumban antiguas resonancias de tambores africanos que llaman a los esclavos a la rebelión. Arriba, en las alturas, el cielo crepuscular se pinta de rayas rojas y amarillas, estridente y farandulero, y se adorna con escándalo de fulgores y oropeles. Nando Barragán se ha desabrochado la guayabera habana y sigue instalado, a pecho descubierto, sobre el mismo escalón: indiferente a la ostentación del cielo, ajeno a su propia suerte, entumecido de piernas, ahíto de alcohol. La noche llega ocultadora y cómplice y le tira encima un par de sombras violeta. Nando se arropa con ellas y se une a la oscuridad, convertido en bulto quieto, invisible, sin nombre ni personalidad.

—¿Entonces Nando era invisible cuando bajó por su calle la comparsa alevosa de las Marimondas?

A primera vista la negrura es total. A segunda vista y forzando los ojos, se distingue su rostro blanco de gran queso fresco, inocente y absurdo bajo el emplasto de harina, soñando alegrías que no han sido suyas y aturdido hasta el embotamiento por el mensaje incierto, apenas comprensible, que trata de enviarle su ebrio corazón: la insinuación desquiciante de que la vida pudo ser mejor.

—¿No se veían, además, las ascuas de su cigarrillo?

—Sí, sí se veían. En medio de la oscuridad brillaba nítida la boca del cigarrillo, roja y delatora, como un aviso diminuto de neón que se prendía y apagaba, diciendo «aquí estoy, aquí estoy, aquí».

—¿Y a qué horas bajaron las Marimondas por la calle de Nando Barragán?

—A deshoras, cuando las demás comparsas se habían ido lejos y enterraban el carnaval con las últimas cumbias de la parranda final. Todo era raro en esas Marimondas, a pesar de que su disfraz era el tradicional: máscaras de mono macho, cuerpos simulados de mujer. Pero no bailaban ni se divertían; era evidente que iban de afán. El único que no sospechó de ellas fue el propio Nando, que tampoco sintió nada cuando lo rodearon y lo acuchillaron, tal vez porque ya estaba muerto en el momento de morir.

—¿Qué quiere decir?

—Según el forense que practicó la autopsia, Nando Barragán estaba muerto desde el amanecer.

—Así que era muerte esa tristeza cruda que todo el día le vieron pintada en la cara…

—Era la muerte, y nadie la supo reconocer. Lo que ocurrió después, durante esa noche, fue herejía y profanación. Sucedió que las falsas Marimondas no se contentaron con matarlo sino que además arrastraron su cadáver por las calles del barrio, a manera de escarmiento y de celebración. Las gentes corrieron a mirarlo: lo tocaron, le arrancaron la ropa y lo reconocieron. A nadie le cupo duda: era irrefutablemente él, y la evidencia de su muerte fue pesada y desnuda como el propio cadáver.

—¿Alguien se compadeció del difunto?

—No hubo solidaridad con él, y a lo mejor tampoco hubo lástima. Si alguno se compadeció, prefirió callar por no desafiar a la masa enardecida de vecinos, que por fin cobraba su mejor venganza. Una venganza colectiva inconscientemente tramada durante cada una de las noches que tuvimos que permanecer encerrados en nuestras casas, detrás de candados y trancas, con los niños despiertos y aterrorizados, mientras afuera, en la calle, los Barragán repartían candela y hacían tronar el tiroteo. Por eso la hora de la muerte fue también la del desquite y cundió la ley del ojo por ojo. El temor que le tuvimos en vida cambió de signo y se volvió agresión en cantidad proporcional: los más sometidos antes, se ensañaron más después. Queríamos arrancarle un pelo por cada uno de los miedos que nos había hecho pasar; un diente por cada angustia; por cada muerto un dedo; los dos ojos por la sangre derramada; la cabeza por la paz perdida; las entrañas por toda la deshonra que nos había hecho tragar. Queríamos quitarle la vida que ya no tenía a cambio del futuro cagado que nos legaba, y lo repudiamos para siempre, porque nos había estampado el sello de la muerte en la cara.

—¿No hubo, pues, quién lo socorriera?

—Al contrario, se aprovecharon de él. Un vivo disfrazado de Mandrake el Mago le vio la cruz de Caravaca, se la arrebató de un manotazo con todo y cadena y se alzó con el botín. El Rolex de oro de los cuarenta y dos brillantes se salvó, más o menos, porque lo habían rematado las Barragán mientras Nando permanecía abierto de pecho en el hospital. El mejor postor resultó ser Elías Manso, el mismo hombre que durante la boda se había mostrado dispuesto a comer mierda con tal de quedarse con él.

—¿Cómo pudo comprarlo el tal Manso, si era un pobretón?

—Ya no era pobre. Se había vuelto millonario con negocios de mala ley.

Ver al antiguo tirano caído es motivo de jolgorio y desata de nuevo el frenesí del carnaval. Las Marimondas, salvajes y triunfales, lo arrastran exhibiéndolo desnudo, como trofeo de caza. Cuando se aburren de jactarse lo despojan de su última pertenencia, las gafas Ray-Ban, lo tiran en cualquier rincón y desaparecen por entre el gentío, impunes, con sus máscaras de micos, sus tetas postizas y sus risas locas de hiena contenta. ¡Se van los Monsalves!, dicen las gentes señalándolos, y los dejan escapar.

—¿Cómo supieron que eran ellos?

—Nunca les vimos las caras, pero supimos que eran ellos sin lugar a confusión. Ellos o sus sicarios, daba igual.

Se van las Marimondas y un río de multitudes se adueña del cadáver, lo zangolotea como monigote de trapo y baila detrás de él, en un cortejo enloquecido de horror y de alegría, el más animado y más atroz que se ha visto en la ciudad. Trepan al muerto en una carreta roja tirada por un burro de gorro marinero y lo pasean bajo un cartel con un conocido refrán: «El que se murió, se jodió». La chusma que lo escolta lo espolvorea con harina hasta que queda blanco por delante y por detrás, convertido en gigantesco muñeco de nieve bajo el tremendo calor. Un Tarzán el Hombre Mono le pinta de negro la nariz, con un tizón. ¡Te moriste, Nando!, le gritan las comparsas y a su alrededor se arremolina, vibrante de vida, el carnaval.

—¿Cuándo le avisaron al Bacán?

Sentado en su mecedora de mimbre, en el andén frente a su casa, el Bacán juega con su combo los octavos de final del eterno torneo de dominó. Detrás de él, sobre la pared de tablón, siete impactos de bala dan testimonio mudo y anónimo de las siete intentonas frustradas que alguien hiciera para ponerle fin a sus días.

Por sus pupilas color cielo nublado vuelan las golondrinas de la ceguera, mientras sus dedos videntes leen puntos blancos en las fichas negras que se organizan sobre la mesa formando intrincadas redes de ferrocarril. Se concentra en el juego, más silencioso que en misa, pendiente de la próxima movida, y no deja que lo perturbe la bulla lejana del carnaval, como en otras noches más oscuras no le perturbó tampoco el traqueteo de las ametralladoras ni el rechinar de las llantas de los jeeps.

Una patota acezante de Congos le llega con las nuevas, en medio de la conmoción, la confusión y el griterío: Mataron a Nando Barragán, y lo arrastran, desnudo, por las calles.

El Bacán no dice nada, según acostumbra en los momentos importantes de su vida. Retira la mesa con las fichas y se pone, solemne, de pie: yergue su monumental estatura de gigante negro y ciego, se cala un sombrero elegante de paja, empuña su bastón de roble, heredado del padre, que también llegó ciego a la vejez. Se agarra del brazo de su mulatona y tanteando los pasos camina por la calle, hacia donde proviene el mar embravecido de voces. Avanza lento, protocolario, al tuntún: lleva la cabeza inclinada hacia atrás y la mirada azulenca clavada en un universo de estrellas que no puede ver.

En la esquina de la calle veintiséis con la carrera cuarta se encuentran las dos comitivas, una pequeña y otra monumental: de un lado el Bacán, su morena y su combo; del otro, Nando Barragán rodeado por la muchedumbre hostil, armada de palos y antorchas. A veinte metros de distancia se detienen frente a frente, midiendo fuerzas. La llovizna, que empieza a caer con timidez, alborota un olor dulzón a lana húmeda y destiñe los últimos festones del carnaval.

El Bacán se arriesga a salir al frente, solo, rehusando la mano que le tiende su mujer. Dando palos de ciego avanza hasta el grupo contrario y se abre camino entre las máscaras, que se apartan, dóciles, formando un corredor. Caimanes, Indios Bravos, Cazadores de Tigres, Diablos Mayores y Menores: dan un paso atrás, respetuosos ante el ciego viejo, estáticos bajo la lluvia lenta que apaga las antorchas y apacigua los ánimos. Se condensa una gran campana de silencio en la que resuenan las pisadas detenidas, sacerdotales, del Bacán.

Su bastón de roble topa con un bulto: ahí está derrumbado en tierra él cadáver de Nando Barragán. Descompuesto, desnudo, desarticulado como un pelele. Lo inunda toda la soledad del mundo, toda la fatiga ha caído sobre él. Yace roto y vencido a los pies de la multitud emparrandada, convertido en montaña de barro, en monumental emplasto de sangre y harina. La cabezota vapuleada y zurumbática parece suplicar un minuto de paz para poder saldar sus cuentas imposibles con el más allá.

El Bacán posa sobre el difunto sus claros ojos ciegos en el preciso momento en que un rayo magnífico atraviesa de lado a lado la noche, la fragmenta en ángulos con sus raíces luminosas y electrocuta la tierra con el estrépito de su resplandor. Como si el rayo fuera la llave, se abren al unísono las cataratas del cielo y raudales de agua se precipitan sobre la humanidad, que corre en estampida en las cuatro direcciones, refugiándose bajo los puentes y entre las tiendas, cruzando las esquinas, dispersándose, metiéndose a las casas, desapareciendo en la oscuridad.

En la calle azotada por la lluvia quedan dos figuras solitarias; macizas y voluminosas, una al lado de la otra, soportando con estoicismo de pararrayos las descargas del temporal. Una vertical y negra, la del Bacán; la otra horizontal y blanca de harina, la de Nando Barragán.

—¿Cuánto tiempo permanecieron los dos solos bajo el aguacero?

—El Bacán esperó, con paciencia de ciego, que el agua que caía del cielo lavara el cadáver, le limpiara la costra de inmundicia y sangre seca, devolviéndole la compostura y el color natural. Después lo cargó sobre su espalda todavía poderosa y echó a andar hacia su casa desafiando el vendaval, que cada vez arremetía con más histeria. Su única compañía, aparte del difunto, era la mulata fiel, que chapoteaba entre el agua haciendo de lazarillo. Fue una procesión dificultosa, dura, llena de obstáculos. La lluvia inflaba el cadáver duplicando su peso, ya de por sí agobiante, y el viento amenazaba con arrebatarlo. Tampoco ayudaba la ceguera, ni la negrura de la noche, que los hacía tropezar. Pero el Bacán perseveró, poniendo a prueba su vigor tranquilo, como si nada importara tanto como salvar al muerto.

—¿Llegó, por fin, a puerto seguro?

Poco antes de amanecer, todavía oscuro, logra llegar hasta su casa de barrio pobre, chorreando agua y calado hasta el hueso. Extiende a Nando en la mesa del comedor, sobre el mantel de hule blanco. Le pide a la morena que seque y peine el cadáver: ella obedece y por iniciativa propia le unta cosméticos en la cara, para disimular los destrozos de la mala noche y los agujeros que la viruela ha dejado en su piel.

—Ahora debes traer ropa limpia.

Ella saca del armario una muda completa, recién planchada, y se la entrega al marido. A tientas, en una lenta ceremonia a oscuras, el ciego viste al hombre que nunca admiró ni quiso. Le pone su propia ropa, la única en el barrio cuya talla le habría quedado bien: la camisa, el pantalón, las medias, los zapatos. El pañuelo de lino en el bolsillo del pecho.

Estira la mano para cerrarle los párpados y en ese instante su intuición de ciego ve la imagen postrera que alcanzó a grabarse, como un fósil, en las pupilas petrificadas de Nando Barragán. El vuelo de un último recuerdo que quedó atrapado en ellas: un desierto amarillo, manchado por la sombra de las piedras, sobre el cual yace la muerte como un leopardo al sol.

El Bacán supone que mañana, siendo feriado, ningún carpintero se prestará para fabricar un cajón apropiado, así que acomoda al difunto —boca arriba, con los ojos bien cerrados y los brazos cruzados— entre la gran caja de pino de la nevera Westinghouse de contrabando que le regaló a su mujer de cumpleaños. Prende un par de cirios, recibe de la mulata un tazón de café hirviente, aromático, reconfortante, y se sienta a tomárselo al lado de Nando, mientras espera que sus familiares vengan a reclamarlo. Se calienta las manos contra el tazón de peltre, le echa una última mirada, inútil y azul, a su enemigo muerto, y le dice sin verlo:

—Todo hombre merece una muerte digna. Hasta usted.