El abogado Méndez cuenta once y no puede creer. Vuelve a contar: efectivamente, son once las maletas que atiborran la pequeña sala del apartamento de Alina Jericó.

—Son mis cosas, las de Yela y las del niño —le explica Alina, sin remordimientos—. Hemos estado todo el día empacando.

—¿Yela también? —pregunta él, con la voz helada por la sorpresa.

—Por supuesto, sin ella no me voy.

—No puede ser, Alina, no le compré tiquete…

—Lo compramos en el aeropuerto.

—Es que no entiendes, ¿y si no hay cupo?

—Lo único que sé es que sin Yela no me voy.

—Pero cómo se te ocurre, ¿y el pasaporte?

—Ella tiene, desde una vez que fue al Ecuador a visitar a un hermano, que ya murió.

El abogado Méndez contó con veintisiete horas, ni un minuto más, para preparar la huida a México: pasaportes, tiquetes, dólares, permiso de trabajo, cartas de recomendación para su nuevo empleo, imprevistos de último minuto y otras mil diligencias. Se ha movido con el mayor sigilo para no despertar sospechas. Su objetivo es abandonar el puerto en secreto, discretamente, sin ser notados. Es plenamente consciente de que si el Mani Monsalve se entera los asesina en el acto, y así se lo dijo a Alina, aunque matizando las palabras para no sobresaltarla todavía más de lo que está.

Y ahora resulta que debe efectuar esa operación clandestina de altísimo riesgo no sólo con una mujer embarazada de ocho meses, sino además con una viejita cardíaca y once maletas. Sin embargo no dice ni una palabra, porque ha adivinado en la manera despreocupada, casi frívola en que Alina habla y actúa, un antifaz para encubrir su turbación profunda; ve la capa de barniz con que ella quiere colorear, a golpes de brocha gorda, la desolación insondable de una decisión tomada por la cabeza en contra de las inclinaciones del corazón.

Como es peligroso utilizar el teléfono interferido de Alina, Méndez corre hasta el público de la esquina y hace una llamada para tratar de conseguirle cupo en el avión a Yela. Le responden que no hay problema: afortunadamente el vuelo va vacío.

Regresa al apartamento. Son las once de la noche, deben estar en el aeropuerto a más tardar a las 12.45, el trayecto es de media hora, pero Alina todavía anda descalza, con rulos en el pelo y empacando una vajilla. Envuelve amorosamente cada plato en papel periódico antes de acomodarlo entre la caja de cartón y el abogado piensa que a ese ritmo no va a terminar nunca.

—Alina, me da pena, pero no hay tiempo…

—Ayúdeme, doctor, y verá que acabamos rápido. Si dejo mis cosas tiradas, cuando regrese las encuentro destruidas.

—Es posible que pasen demasiados años antes de que puedas regresar…

—Razón de más para dejarlas bien guardadas.

Méndez no quiere presionarla. No va a añadir ni una gota adicional de tensión a su ánimo ya templado como un tiple. Sabe que una palabra de más puede hacer estallar la carga de amargura y de contrariedad que a ella le causa tener que enterrar un tramo de vida, indeseable pero todavía rabiosamente vivo.

Se arrodilla junto a Alina y empieza a empacar platos con manos torpes y dedicación infinita, como si nunca hubiera hecho nada tan importante ni en momento más apropiado. Sabe bien que su única posibilidad con ella depende por ahora de una larga y humilde cadena de actos como éste, que poco a poco minen su atrincherado descreimiento de mujer demasiado joven pero convencida de que es demasiado tarde para empezar otra vez.

Sudando, colgándose bolsos y maletines hasta de las orejas, el abogado baja por el ascensor todo el equipaje y lo empaca en los automóviles que esperan en el garaje. Cuando sube de nuevo, Alina envuelve los últimos pocillos de tinto. Aunque las angustias recientes le han hecho perder kilos y el embarazo de ocho meses parece de seis, Méndez teme que le pongan problemas para subir al avión, porque las aerolíneas se niegan a transportar mujeres demasiado próximas al parto.

—Hay que disimular esa barriga —le sugiere.

—¿Y cómo?

Méndez tiene el asunto previsto. Ha dejado a mano un viejo abrigo, muy amplio, de sus tiempos de estudiante en Europa. Alina es alta y las mangas se pueden doblar. Ella pone el grito en el cielo: se va a morir de calor, le parece ridículo, no le gusta el color, pero al final accede. Se hace peligrosamente tarde, Alina ya se calzó y se peinó, todo parece listo y el abogado abre la puerta del apartamento para salir, pero ella lo frena; antes tiene que hablar en privado con él.

—Ya habían hablado cuando se precipitaron los acontecimientos y quedó claro que la única opción de vida era escapar. Envalentonado por lo crítico de la situación, el abogado le confesó su gran amor a Alina, y ella le contestó con una mirada gris y serena con la que le dio a entender que se había dado cuenta desde el principio. Entonces él la invitó a vivir juntos en México, y ella aceptó.

Yela, de sombrero, revuela por la sala con una jarra de agua, regando por última vez las matas, y ellos dos se encierran en el dormitorio.

—Quiero que quede claro, doctor, que me voy a México con usted porque lo estimo mucho y porque está en juego la vida de mi hijo, pero que sigo enamorada del Mani Monsalve.

—No te preocupes. Yo voy a querer tanto a tu hijo, que a ti no te va a quedar más remedio que enamorarte de mí.

A la una pasada de la mañana, el abogado Méndez hace una entrada aparatosa al aeropuerto con las once maletas —doce con la suya—, la vieja de sombrero, la mujer embarazada con el abrigo de invierno. Unas pocas personas vagan sonámbulas por los amplios espacios mirando en las vitrinas objetos que no van a comprar, y se mueven sin prisa, como si esperaran aviones indefinidamente retrasados. Alina capta la desolación que hay en la luz fría que cae de los tubos de neón y en el olor a colillas de ayer que sale de los ceniceros atiborrados, y de repente comprende que es la hora en que viajan los que no van a volver, los que no tienen quién los despida.

Méndez hace las gestiones en el mostrador de Avianca —saca tiquetes, pasaportes, impuestos de salida; paga un dineral de sobrecupo por el equipaje— y supera cada trámite con un respiro de alivio, como si hubiera sido el obstáculo definitivo, la trampa mortal que estuvo a punto de hacerles perder el avión. Ingresan inmediatamente a la sala de embarque, lugar más recluido y controlado, donde el abogado calcula que corren menos riesgos.

El aire está demasiado quieto, los pocos sonidos que se registran son sordos y distantes. Unos cuantos pasajeros se acomodan resignados en las sillas, se aferran a sus maletines como si los acecharan los ladrones, descifran sin inspiración imposibles crucigramas y ponen cara de que no tienen lugar en el mundo dónde vivir. Alina, pálida, calma la ansiedad mirando perfumes en el duty-free. El abogado la observa: la palidez y el abrigo parecen encerrarla en otro lugar, en otra época, como actriz de reparto en una película olvidada.

—Hay cosas que no entiendo. ¿Cómo lograron Méndez y Alina llegar vivos hasta la sala de embarque?

—Por pura benevolencia del azar. Méndez había previsto toda suerte de dispositivos de seguridad, y todos le fallaron a la hora de la verdad. Para que Alina pudiera salir del apartamento con trastos y todo sin despertar sospechas habían hecho correr la bola de que se mudaría a vivir donde una de sus hermanas. Pero la hermana y su marido no se hicieron presentes en la supuesta mudanza, como habían acordado, porque les dio miedo. Para el trayecto hasta el aeropuerto, Méndez había logrado que un amigo del gobierno le prestara un automóvil blindado, por si se producía el ataque y había tiroteo. Pero pasó lo que tenía que pasar: el carro era tan blindado que pesaba demasiado y se colgaba en las subidas, había que dar marcha atrás y emprender rodeos enormes para encontrar caminos menos inclinados. Pero eso no fue todo. Méndez tenía previsto que en el aeropuerto un agente de seguridad les aligerara los trámites y los hiciera pasar de inmediato a la sala de embarque. El hombre estuvo ahí, cumplió y se desapareció. Lo que Méndez no supo es que fue ese mismo agente el que le soltó el dato al Mani Monsalve. Así que si estaban vivos era gracias a la decisión del Mani de actuar personalmente, y a las órdenes que había impartido entre sus hombres de no inmiscuirse. Volvemos a lo de siempre: estaban vivos de casualidad. Simplemente no les había llegado la hora, y nadie se muere ni un minuto antes, ni un minuto después.

Un leve roce de viento en la nuca dispara el nerviosismo de Méndez. Al principio sentía que todo iba bien, pero ahora lo acosa la sensación nítida de que tienen al enemigo detrás. Ya la ha experimentado en ocasiones anteriores: es una alarma infalible que más de una vez le ha salvado la vida, haciendo zumbar en sus oídos un timbre agudo de la misma frecuencia que el que ahora escucha.

Trata de presionar a las azafatas para que los dejen entrar al avión antes de tiempo, pero ellas se niegan. Están adentro los del aseo, dicen. Agregan: No se preocupe, ya casi llamamos a abordar, pero Méndez sólo escucha su alarma interior, que va subiendo de volumen hasta hacerse atronadora. Sin pensarlo más agarra por el brazo a Alina y a Yela, que protestan porque no alcanzan a recoger su equipaje de mano, y las hace correr, casi las alza en vilo, las empuja hacia el corredor que conduce al avión, a pesar del personal de la aerolínea que trata de bloquearles el paso.

El pasadizo es un gusano largo, oscuro, cruzado por chiflones desapacibles. Lo recorren los tres abrazados como un insecto absurdo y torpe de seis patas que huye, descoordinado, del asedio del fuego. El esfuerzo de la carrera agota a las mujeres y hace que su peso aumente, que sea excesiva la carga para los brazos de Méndez, que adelanta la vista hasta la puerta abierta e iluminada que los espera al final, a cincuenta pasos de distancia —los cincuenta pasos que marcan la diferencia entre el antes y el después— y busca el impacto de una fuerza centrípeta que los arrastre hacia la salida del túnel: ruega por el milagro que los escupa hacia el otro lado de la luz.

—En ese instante surgieron de ninguna parte el Mani Monsalve y el Tin Puyúa, veloces, centelleantes, silenciosos, y los apuntaron, desde atrás, con sus armas. La vieja Yela tropezó y arrastró en su caída a Alina y a Méndez, que se enredaron en un entrevero de piernas y no pudieron ver cómo el Mani Monsalve dudaba un segundo antes de disparar, se interponía en el camino del Tin para impedir que éste lo hiciera, y buscaba un mejor ángulo de tiro para darle al abogado sin herir a Alina.

—Para el Mani, Méndez no era un objetivo fácil, porque de hecho escapaba con dos rehenes, aunque no fuera su intención: la mujer y el niño.

—En ese punto la escena quedó congelada por una fracción infinitesimal de tiempo: los perseguidos hechos un nudo en el piso, viendo la sonrisa en la cara de la muerte, y los perseguidores perdiendo el segundo precioso y único que permitió que Pajarito Pum Pum, El Tijeras, Simón Balas y El Cachumbo les vaciaran adentro los cargadores de sus pistolas.

—¿De dónde salieron Simón Balas y los demás pistoleros de Nando Barragán?

—Habían estado ahí desde el principio por órdenes del jefe, que permanecía detenido en el hospital. Escoltaron a Méndez y a Alina del apartamento al aeropuerto, y una vez adentro les cubrieron las espaldas minuto a minuto.

—¿Por qué lo hicieron?

—Cuando Méndez sacó a Nando de la cárcel y le salvó la vida, Nando le ofreció pagarle el favor y Méndez, que lo había meditado largamente, le hizo una petición: protección para salir del país, con Alina Jericó y el hijo por nacer del Mani.

—El propio Mani terminó dando la vida por defender la de Alina y el niño…

—Sí, supongo que sí, más o menos así fue.