El general de los imponentes bigotes patrióticos y las manchas de moho sobre la piel observa desde su lienzo al Mani Monsalve, que sostiene una conversación confidencial con el Tin Puyúa en la sala principal de su residencia, frente a la chimenea apagada.
—El Mani, que se había mandado borrar la cicatriz de la cara, había empezado a parecerse un poco al general verde del cuadro. Al menos ése era el cuento que regaba, llena de orgullo, la señorita Melba Foucon, atribuyéndose el mérito a sí misma.
Pero hoy el Mani muestra un semblante sombrío de alimaña montaraz que asustaría a la señorita Foucon. Tin Puyúa, en cambio, se ve otra vez crecido, a sus anchas, conectado al alto voltaje, dueño de sí por primera vez en meses. De la noche a la mañana recuperó el espacio perdido en el corazón del jefe, y le habla en susurros, al oído, pese a que están solos en el recinto inmenso, tan cerca el uno del otro que sus brazos alcanzan a rozarse.
—¿No odiaba el Mani el contacto físico con la gente?
—Sí, pero ese día necesitaba sentir el apoyo del Tin.
Fluye entre los dos esa intimidad de hermanos que los unió otrora, en los tiempos de peligros compartidos. De nuevo miran igual, olfatean igual, repiten las mismas palabras, respiran al unísono, reaccionan con idénticos reflejos, como cuando eran socios de sangre, compañeros hasta las últimas consecuencias en el bien y sobre todo en el mal.
—¿Qué volvió a atarlos así, como mancornas?
—El dato que les pasó un agente.
Repasan los últimos acontecimientos, le dan vueltas a la información y siempre llegan a la única conclusión posible, que arranca destellos de luz aciaga de los ojos del Mani: Alina Jericó le informó a Nando Barragán que lo iban a matar. Sólo ella pudo hacerlo: debió escuchar cuando Frepe planeaba su muerte en la piscina de La Virgen del Viento. Alertó al pajarito, que alzó vuelo y se salvó. Fue el abogado Méndez quien le avisó en la cárcel, le tramitó un permiso especial y lo sacó para el hospital justo antes de que tronara. Es inevitable deducir que Méndez lo supo por Alina, aunque la idea de una traición de su mujer sea el dolor más punzante que ha conocido el Mani Monsalve en el transcurso de su áspera vida.
El Tin en cambio se relame, saborea la satisfacción de ver sus premoniciones cumplidas. Siempre receló de Alina, nunca pudo disimular el fastidio por ella, y si ahora no le cobra al Mani su falta de olfato con un te-lo-dije es sólo por no meter el dedo en su llaga. Le basta con saber que ha recuperado su condición de único ser cercano, después de sacarse la competencia de encima sin tener que mover un dedo.
—Alina había cometido alta traición al pasarle información clave a los Barraganes, pero eso no era todo, porque estaba a las puertas de una segunda traición, mucho peor que la primera.
—¿Cuál?
—Un agente de la policía había puesto en alerta al Mani Monsalve sobre el vuelo 716 de Avianca, que salía a las 2.15 de la madrugada hacia Ciudad de México. En ese avión viajarían juntos el abogado Méndez y Alina Jericó.
El Mani Monsalve recibe en silencio la información: tira ese hueso envenenado a la marmita de su alma y lo cocina a fuego lento en una sopa espesa de celos, rabia y dolor, condimentada con la sal de la demencia, las gotas amargas del despecho y el dejo agridulce de dos hojitas de esperanza. El Tin Puyúa atiza la candela, revuelve el brebaje con un cucharón y lo alegra con los polvos picantes y sabrosos de la venganza. Después lo sirve en dos platos hondos y se sienta con el Mani a tomarlo a cucharadas, humeante como está, dejando que les incendie las entrañas.
—Ese tipo quiere llevarse para siempre a mi mujer y a mi hijo —dice el Mani, borracho de sopa fermentada, y su voz es la del humanoide que en el principio incandescente de los tiempos desafía al universo hostil para conservar su especie.
—Alina es mañosa y traicionera —le recuerda el Tin a boca de jarro, sabiendo que el Mani ya no puede desmentirlo. A toda costa quiere impedir que su amo indulte a la pecadora e intente rescatarla. Se atreve a avanzar un paso más—: El castigo debe ser para los tres —sentencia.
—Para el niño no —brama el futuro padre—. No tiene culpas. Te lo advierto: Sea lo que sea, no le debe pasar nada a la criatura.
Acuerdan catalogar el tema como estrictamente personal, no informarle al resto de los Monsalve y actuar los dos solos, por su propia cuenta y riesgo, sin más plan preconcebido que la inspiración de última hora y el libre impulso del instinto.
Voleando hacia atrás el mechón de pelo lacio, temblando de excitación, el Tin regresa al garaje a preparar el jeep y el armamento. El Mani sube a su habitación, se mete desnudo a la ducha y se sumerge bajo el chorro espléndido: deja que el agua que cae en torrente le calme la violenta calentura que amenaza con fundirle el cerebro y explotarle en el corazón como un volcán. Se repite a sí mismo que ya pasó la hora de la fiebre. Debe dominar el vómito de fuego. De aquí en adelante, lo que ha de venir que venga bajo control y a sangre fría. Siente cómo el vapor lo penetra y lo divide en dos: el Mani carbonizado por la pena se desintegra y se escurre por el sifón, mientras el otro, el Mani transido de fe en el desquite y de fascinación con la aventura, se tonifica, se recupera, se entrega a la descarga del agua, absorbe la energía necesaria para actuar y se queda así, sin darse prisa ni mirar el reloj, todo el tiempo que el cuerpo le pide y que le exige el alma.
Sale de la ducha y se dirige a la habitación con movimientos elásticos y aires recuperados de gato joven y atorrante. Rechaza la idea de arreglarse con la ropa fina y discreta de aspirante a gente bien con que lo ha disfrazado la señorita Foucon. Tampoco se pone la pinta estridente de camaján con pretensiones que estrenó cuando empezó a alejarse de su pasado.
Del último cajón, donde los escondió de su asesora en imagen, saca sus viejos bluyines, mórbidos y flexibles como una segunda piel, sus tenis de pandillero, su camisa amplia de algodón descolorido, sin botones y ya deshilachada de tanto lavarla. Se viste con parsimonia, acariciando cada prenda con apego ritual, como un guerrero que desempolva su armadura probada en cien batallas.
—Volvió a ser el mismo de antes…
—Sí, el mismo. Pero no. Para ser el de antes le hacía falta un detalle: la cicatriz. Ya no la tenía: ya no podría ser igual.
Mani Monsalve agarra cualquier revólver, baja al garaje y de un salto se monta al jeep al lado del Tin Puyúa, que está al timón, decidido y dispuesto, volando de impaciencia.
—Al aeropuerto, hermano —le ordena, y lo anima con una palmada cómplice en el hombro.