—Vea cómo son las casualidades de la vida. Por los mismos días en que Nando andaba en el Hospital Central de la ciudad, el más prestigioso cirujano plástico del puerto le hacía al Mani una intervención ambulatoria para borrarle la cicatriz de la cara.
—Así fue. Pero fíjese en la diferencia. A Nando le estaban abriendo una vieja herida, mientras que al Mani se la borraban para siempre.
—¿Alguien visitó a Nando durante su supuesta recuperación?
—Sí, Ana Santana fue todos los días al hospital. Llegaba de madrugada y le traía Pielrojas y fríjoles hechos en casa. Él la trataba dulcemente, como nunca antes, pero no le decía Ana, sino Milena. La confusión de nombres se hizo permanente, hasta el punto de que Nando Barragán borró definitivamente de su vocabulario el verdadero nombre de su mujer.
—Y Ana, ¿no se quejaba?
—No. Asumió tranquila su nuevo nombre y su nueva identidad, y aceptó agradecida el cariño antes impensable que su marido empezó a profesarle. Un día se animó inclusive a darle quejas de su madre. Le contó que Severina había vendido el lecho nupcial que le había regalado Narciso, a un hotel de lujo que lo compró para promover sus ofertas con incentivos y descuentos a novios en luna de miel. No importa —dijo Nando—. Mejor así. Era un objeto absurdo. Ana protestó: ¿Pero ahora en qué voy a dormir? Duermes conmigo, Milena, en la hamaca.