—El día del entierro de Arcángel Barragán sucedieron cosas extrañas y contradictorias. Unas por debajo de la tierra, otras por encima.

—Nadie supo lo que ocurría en los sótanos de la casa de los Barragán durante ese entierro, en el justo momento en que echaban las paladas de tierra sobre el ataúd del niño. Todo se sabía en La Esquina de la Candela, pero ese secreto se desconoció durante años, y aún hoy muchos dudan.

Un luctuoso tañer de campanas amortaja la ciudad. Severina marcha delante del féretro envuelta en un manto negro, y su luto perpetuo, por décima vez teñido de sangre, hace estremecer los cimientos de los edificios.

Las plañideras le abren paso por entre la muchedumbre de dolientes y curiosos con gritos descarnados que resquebrajan el aire quemado del cementerio:

—¡Compasión con su pena! ¡Mataron al menor de sus hijos!

Ella avanza despacio, señora de los dolores, huérfana de diez hijos, a la vera del cuerpo de su benjamín. Le cruza la cara una expresión sombría y sus labios agoreros murmuran una tosca maldición: La sangre del niño fue derramada. La sangre del niño será vengada.

El gentío conmovido se pasa la voz, en un murmullo general de indignación: Su mejor amigo lo asesinó a traición. De boca a boca rueda el nombre del homicida: Cabo Guillermo Willy Quiñones, que el diablo lo tenga en la oscuridad.

—¿Con qué lo mató?

—Con la propia arma del difunto, una Walter P38 que venía maldita desde sus antecedentes, porque le sirvió a un criminal de guerra para masacrar judíos.

En la ciudad no se habla de otra cosa: tampoco en el país. Los diarios reseñan en primera página el hecho de sangre, las revistas abundan en hipótesis, entrevistas, reportajes. Un pasquín amarillo pregunta: ¿Dónde está el asesino? ¿Qué fue del cabo Quiñones?

Nadie conoce su paradero. Huyó después del crimen y no se sabe dónde está. Como de costumbre, ni la justicia ni las autoridades tienen pistas, testigos ni pruebas, ni siquiera interés en el caso. Pero la gente sí sabe. La gente siempre sabe. Quiñones no alcanzó a huir, sino que lo liquidaron, en venganza, las Barragán.

—¿Y qué fue de su cadáver, que no apareció?

—Lo arrojaron a los perros, que lo devoraron. Que no lo busquen, que no lo van a encontrar. De él no perdura rastro ni recuerdo. Sólo queda, tal vez, algún hueso pelado, en el fondo del último patio.

—Nadie vio a La Muda durante el entierro…

—No la vieron porque no asistió. Pero lo que nadie supo, y aún pocos saben, es que Arcángel Barragán, el difunto, tampoco estuvo.

—No puede ser. Todos vimos su féretro.

—Él no estaba adentro. Ni siquiera estaba muerto. A sabiendas, Severina sepultó un cajón vacío.

—¿Todo fue patraña?

—Sí.

—¿Dónde estaba Arcángel, entonces?

—Escondido en algún recoveco de los sótanos, con La Muda. Y con su amigo el cabo Guillermo Willy, vivo también.

La tarde en que Guillermo Willy se quedó dormido en casa de los Barragán, La Muda, que observaba sus sueños desleales, lo agarró por el brazo enterrándole las uñas hasta hacerlo sangrar. Lo arrastró al fondo de la casa, lo encerró con ella en el depósito de herramientas, los dos solos, y le cruzó la cara a bofetadas, una tras otra, hasta que él, que no hizo nada por defenderse, rompió a llorar como un niño y le contó todo.

—¿Qué fue lo que le contó?

Le confesó que los Monsalve le habían dado dinero para que se ganara la amistad y la confianza de Arcángel y lo asesinara. Le confesó también que muchas veces había tenido la oportunidad: Pero no quise, porque Arcángel se convirtió de veras en mi hermano. Los Monsalve se alarmaban porque pasaba el tiempo sin que se cumpliera su mandato, y lo apretaban con amenazas. Le habían dado plazo de una semana. La semana había pasado. Ahora Frepe Monsalve desconfía de mí. Mis días están contados, le dijo el cabo Guillermo Willy a La Muda, que miró hasta el fondo de sus pensamientos y escudriñó sus sentimientos, y supo con certeza definitiva que eran verdaderos.

Fue entonces cuando ella concibió y puso en marcha todo el plan. Trajo a Arcángel: por señas hizo que el cabo repitiera delante de él su confesión. Convirtió a Severina, a La Mona y a Ana Santana en sus únicas cómplices bajo juramento de silencio, y con ellas —comunicándose mediante notas escritas— inventó los supuestos crímenes, escondió a los dos muchachos en los sótanos, hizo correr la falsa noticia de sus muertes, montó el funeral ficticio.

—¿Le confesaron la verdad a Nando?

—Le contaron que la muerte de Arcángel era mentira para evitarle un dolor que lo hubiera partido en dos. Pero no le dieron señales de la huida, ni le dijeron dónde estaban escondidos los muchachos. Temían que Nando acabara con el cabo en un arrebato de rencor, porque no sabía compadecerse de los traidores, ni siquiera de los arrepentidos.

La Muda desenterró sus ahorros en dólares, recogidos a escondidas durante los años de bonanza, y se los entregó a Arcángel. Sumaban una cantidad suficiente para viajar lejos y sobrevivir sin apuros en cualquier lugar del mundo. Preparó maletines con ropa y acondicionó el jeep de la fuga con un par de armas, gasolina extra, bidones de agua y un canasto con comida.

Cuando los demás parten hacia el cementerio dejando desiertas la casa y la cuadra, y mientras la novelería del crimen y la conmoción del sepelio copan la atención de la población en masa, La Muda guía al sobrino y a su amigo por los pasadizos oscuros y secretos de los sótanos, que los conducen bajo tierra hasta los extramuros. Siguiendo el curso de las aguas negras, huyen de prisa por los intestinos de la ciudad.

Se sepultan vivos en un submundo de socavones y alcantarillas y avanzan como zombies detrás del foco de una linterna. Los envuelven vapores geológicos y calores del centro de la tierra, y les roza la cara el vuelo invisible de los murciélagos. Sobre sus cabezas escuchan un río de pisadas y rezos que corre paralelo por la superficie, retumbando lúgubre. Arcángel reconoce, perplejo, los lamentos de su propio funeral.

En puntas de pies, el niño camina detrás de su tía. Obedece silencioso y manso, aunque sabe que el túnel que recorre, que es el del tiempo, lo aleja paso a paso de un pasado que la atrapa a ella. Su corazón galopa, desacompasado, a dos velocidades contrapuestas; en las sístoles se encoge de agonía por dejarla; en las diástoles se expande de emoción ante el mundo entero, a la vez aterrador y fascinante, que lo espera.

—Llegaron al final del laberinto subterráneo en el momento justo en que la tierra caía a paladas sobre la fosa de Arcángel…

Delante de ellos aparece una escalera de trece peldaños que sube hasta una puerta, por debajo de la cual se cuela una raya blanca de luz del día que les alumbra las caras. Con gestos rápidos, sin trámites ni demoras, La Muda se cerciora de que Arcángel lleve colgada al cuello la cruz de Caravaca, le entrega las llaves del jeep que está parqueado afuera, abre candados herrumbrosos, retira trancas y cadenas y empuja la puerta, que cruje, cede y se abre de par en par. Les cae encima un rectángulo de luz que los baña de cuerpo entero. Se refriegan los ojos, deslumbrados, y pierden unos segundos mientras recuperan la visión.

Arcángel abraza a La Muda. No le dice nada, pero ella siente contra su pecho el latir de locos bongoes que truenan dentro del pecho de él. Entonces pronuncia sin ningún esfuerzo, diáfanas y sonoras, las únicas palabras que habrá de decir en su vida:

—Váyanse lejos, y olviden.

Los dos muchachos corren hacia el jeep por la calle de tierra y La Muda se queda atrás, reclinada contra el quicio de la puerta. Escucha los últimos ecos del cortejo fúnebre que ya se disuelve, mete las manos entre los bolsillos de sus faldas negras y mira con ojos sin lágrimas a su sobrino dorado y adorado que se aleja para siempre, Arcángel glorioso recién resucitado de su falsa muerte.