—Nadie se hubiera enterado del secreto del cabo Guillermo Willy Quiñones si aquella tarde no se queda dormido en casa de los Barragán.
—¿Qué pasó?
—Era un mediodía entre semana y el mundo estaba húmedo, pegachento. Él almorzó con dos platos de un caldo sustancioso y caliente, con ojos de grasa amarilla, que lo dejó fundido en una de las mecedoras del corredor. Al rato se despertó sofocado y no pudo recordar lo que había soñado. Tuvo la sensación de que alguien había pasado un borrador por el tablero de su memoria, donde estaban escritos los sueños con tiza, dejando sólo un manchón vago como una nube. No le faltaba razón. La Muda había aprovechado para sentarse a su lado y contemplar sus sueños, sin sonido y en blanco y negro, como cine antiguo. Quedó tan espantada con lo que vio, que su primer impulso fue ordenar que lo mataran, ahí mismo, dormido como estaba. Que lo pasaran directamente del sueño al infierno, sin darle opción de arrepentirse o pedir perdón.
—¿Qué fue lo que vio?
—Una traición.
—¿Y lo condenó a muerte?
—No. Lo pensó mejor.