Severina pica cebollas sobre la mesa de la cocina. Años de práctica en ese oficio le han enseñado a su mano derecha a manejar el cuchillo a una velocidad silbante que el ojo no alcanza a registrar, y a los dedos de su mano izquierda a retirarse el milímetro necesario y en el instante justo para que el filo pase rasante por sus uñas y caiga sobre los bulbos, cercenándolos sin piedad.
Sentado enfrente, Nando la mira trabajar, y deja que el gas urticante de la cebolla le arranque lágrimas a sus ojos saltones de vaca mansa.
—Hoy vi a Soledad Bracho —dice, y dos décadas de recuerdos centellean ante su nariz—. La encontré por casualidad, en la iglesia del Cristo Rey.
—¿Qué hacías en la iglesia del Cristo Rey?
—Entré a rezar por Adriano, porque hoy hace veintiún años lo maté. Ella le prendía cirios a Marco Bracho, que cumple veintidós de muerto.
—Entonces no fue por casualidad. Nada es casual, nunca.
Sucedió hacia las doce del mediodía. La ciudad soportaba dignamente un sol de cuarenta grados centígrados, pero en el interior del templo vacío, debajo de las altas bóvedas de piedra antigua, aún era de noche y la temperatura caía bajo cero. Nubes lechosas de incienso envolvían a los fieles, frías y sobrenaturales como vaho de refrigerador. De rodillas y con los brazos en cruz, humilde ante el Poderoso, Nando Barragán, el Temible, trataba de recordar pedazos del padrenuestro, cuando se le acercó una vieja de negro con una azucena en la mano, y le interrumpió la plegaria.
Una vieja achacosa, con el pelo opaco y la piel ajada. Querrá limosna, pensó Nando, y sacó unas monedas del bolsillo para espantársela de encima. El Cachumbo y Simón Balas, que lo vigilaban desde atrás, se acercaron alertas por si la señora de la azucena resultaba sicario. Ella apartó las monedas con decoro y dijo:
—Soy yo, Soledad Bracho, la viuda de Marco.
Nando se quitó las Ray-Ban y se frotó los ojos, primero incrédulo y después abatido por la evidencia: la reconoció detrás de su máscara de arrugas y amarguras.
—¿Qué fue de ti, Soledad?
—Ya me ves. Después que mataste a Adriano, los Monsalves quemaron mi rancho. Yo recogí los trastos que quedaron sanos y me fui a tropezar por ahí, a luchar la vida, y mi pobreza fue mucha. Con los años las cosas mejoraron, y ahora me llegó la vejez, temprana pero tranquila.
En la media luz de la cocina Nando distingue las chispas de rabia que relumbran en los ojos de Severina. Ella suelta el cuchillo de cortar cebolla y encara a su hijo mayor:
—¿Tranquila, Soledad Bracho? ¿No le recordaste los muertos que hubo por su culpa?
—No fue culpa de ella, ni de nadie. En el primer aniversario de Marco Bracho pasó lo que tenía que pasar, y nos jodimos todos, generación tras generación.
—¿Y si hubiera pasado otra cosa?
—Cállate, madre. Acuérdate del tío Ito Monsalve, que le dio por pensar así y terminó enterrándose un destornillador en la frente. Dudar así vuelve loca a la gente.