Fuera del domo de cristal, en el calor compacto de la noche, las chicharras estallan de tanto cantar y los naranjos impregnan el aire de su almizcle dulce. Un tigre perseguido huye por el monte haciendo gritar a las guacamayas. Lejos de la playa un pescador solitario alumbra la superficie negra del mar con el círculo de luz de su linterna.

Bajo el domo, el agua azul y traslúcida de la piscina semiolímpica, iluminada con reflectores, suelta destellos ondulantes y tibios vahos de cloro. En el vapor que llena el recinto resuenan lejanos, espaciales, los ecos de una risa de mujer, un chapoteo de pies, la zambullida de un cuerpo.

—¿Para qué piscina cubierta en tierra caliente?

—Así le gustaba al Mani, porque costaba más.

Un sirviente invisible ha dejado cerca de la orilla dos toallas secas, una jarra de Kola Román con hielo, un par de vasos y una batea de frutas frescas: sandía, mango, papaya, pitahaya, níspero, piña. Entre el agua, sentada en las escalinatas del lado pando, Alina Jericó mira hacia el otro extremo, donde el Mani Monsalve se tira de cabeza desde el tercer trampolín.

Ella lo aplaude y se ríe. Tiene el pelo atado arriba para que no se le moje. Un bikini a lunares deja al descubierto su barriga crecida, sus piernas espectaculares a pesar de los kilos de más. El Mani saca la cabeza a la superficie y se acerca nadando. Bracea con bríos y sin estilo: se nota que aprendió en el río, y que sólo de adulto conoció una piscina. A mitad de camino se detiene, escupe agua, se frota los ojos, observa a su mujer: la ve hermosa. Más llena de cara tal vez, más redonda de pechos, pero igual de hermosa.

—La Virgen del Viento estaba abandonada y tragada por el monte, pero el Mani Monsalve hizo que en cuatro días una cuadrilla de albañiles, jardineros y sirvientas la dejaran perfecta, como si Alina la hubiera ocupado hasta el día anterior. Reconstruyeron lo que se había caído, repararon los daños, pintaron, desmalezaron, limpiaron. Los muebles, las canchas de tenis, la piscina, las pesebreras, los jardines, la playa, los caminos, las cercas: todo quedó en pie, todo perfecto.

—Alina lo llamó un martes por la noche a decirle que la recogiera el sábado porque quería hablar con él. Quedaron en que pasarían juntos una semana. Apenas colgaron, a las cuatro de la mañana, Mani despertó al Tin Puyúa y le ordenó que saliera inmediatamente hacia la Virgen del Viento con la brigada de limpieza y reparaciones. A la mañana siguiente llamó personalmente al gobernador del departamento para pedir que le arreglaran la carretera de acceso, porque tenía miedo de que los huecos perjudicaran el embarazo de Alina. El gobernador mandó doce volquetas con recebo. Nadie desconocía una orden del Mani Monsalve.

—Cuando la señorita Melba Foucon se enteró del revuelo, se presentó ante el Mani y le preguntó si supervisaba los arreglos de la casa. Él le advirtió que no quería ningún cambio: todo debía quedar tal como lo había planeado Alina, meses atrás. Una sola cosa nueva quiso que incluyera: un cuarto de bebé, decorado en azul, con todo lo necesario y repleto de juguetes.

—¿Melba Foucon y el Mani se habían hecho amantes?

—No. Ella soñaba con eso, pero a él ni le pasaba por la cabeza. Su lealtad con Alina Jericó era rigurosa y obsesiva, como la de un soldado a la patria. No sólo se le acercó la Foucon: también muchas otras, y con todas fue frío.

En la Virgen del Viento Alina tiene a sus pies, igual que Eva, el paraíso terrenal con sus delicias intactas. Víboras verdes y micos macacos la observan a distancia cuando pasea abrazada al Mani por entre guaduales, bajo húmedos túneles de orquídeas y helechos. En silencio, como si los meses de separación fueran un desgarrón demasiado doloroso para mencionarlo, suben en las madrugadas hasta un bosque de neblina donde nacen seis quebradas. Desayunan a la sombra de los yarumos con chontaduros y borojós que recogen por el camino. Venados y dantas, domésticos como perros, se acercan a recibirles comida de la mano. Duermen la siesta a la orilla de la madrevieja del río, tapada por las hojas sobredimensionadas de la victoria regia, y al despertar oyen las salamandras cantar como pajaritos y ven las águilas tijeretas cazar insectos en el aire. Dedican la tarde a los caballos: el Mani los monta, Alina los trabaja a la cuerda, después los cepillan y los premian con trozos de panela. En las noches, cuando la bruma baja fría del páramo, se calientan las manos en una hoguera encendida en la playa con maderos de viejos naufragios.

Llevan seis días perdidos del mundo sin que ningún ser humano aparezca a importunarlos. Manos invisibles abastecen las despensas, dejan la mesa servida, arreglan los cuartos, ensillan las bestias. Alina no se despierta en la noche sobresaltada por gritos de hombres ni ladridos de perros, y el traqueteo de las metralletas no interrumpe las largas partidas de damas que juega con su marido sobre un luminoso tablero electrónico.

—No hablaban del pasado. ¿Tampoco del futuro?

—Poco y con timidez. Por teléfono, la noche de la reconciliación, Alina le dijo al Mani que pasaría con él sólo siete días de prueba. Ya estaba por terminarse la semana y él quería proponer que la alargaran, que no regresara a su apartamento. Pero no se atrevía, temía que le dijera que no.

Desde el centro de la piscina, el Mani mira a Alina y la ve bella, y también feliz. Ya no tiene miedo: sabe que no se irá.

—Al niño le voy a poner Enrique —le grita, y algo parecido al entusiasmo vibra en su voz mate de hombre sin mañana.

Ella se le acerca despacio, con nadado de perro, sin hundir la cabeza. Extiende los brazos y se le cuelga al cuello.

—¿Por qué Enrique? —le pregunta—. Nadie en la familia se llama así.

—Por eso mismo.

Detrás de ellos estalla un estrépito de vidrios rotos que resuenan como cataclismo y los deja sin aliento. Voltean a mirar: alguien ha despedazado uno de los cristales del domo. Siete hombres penetran por la tronera. El Mani distingue el pelo cano y enmarañado de su hermano Frepe.

—No te preocupes —le dice a Alina—, es sólo Frepe con sus guardaespaldas.

Ella ya se dio cuenta: le llegó a la nariz el olor inconfundible del eterno tabaco ordinario de su cuñado. Pregunta en voz baja, temblando del susto y la indignación:

—¿Y por qué no entran por la puerta?

—¿Qué pasó acaso con el personal de vigilancia del Mani, por qué no actuó impidiéndole el paso a Frepe?

—Porque era hermano del jefe: del mismo bando. Le sugirieron que no pasara, pero no se hubieran atrevido a bloquearle el camino por la fuerza, y menos en esta oportunidad, cuando el Mani les había ordenado máxima discreción para no perturbar la paz de Alina Jericó. Quiero que se comporten como fantasmas, les había ordenado. Que no se vean, no se sientan, no se oigan. En el momento de la quebrazón de vidrios sí acudieron, enseguida y con las armas desenfundadas, pero el Mani les dijo que no pasaba nada y les ordenó retirarse.

—¿Entonces los sicarios de Frepe y los hombres del Mani estuvieron ese día al borde de la batalla campal?

—Así fue. Si el Mani no la hubiera frenado a tiempo, seguramente nadie salía vivo.

—Ésa era la vida de ellos: en cualquier momento podía pasar cualquier cosa, y cualquier cosa podía acabar a bala.

Los matones de Frepe tienen las caras pintarrajeadas de verde con rayas negras, visten pantalón de camuflaje y camisas colorinches de turista de Florida. Unos se aprietan la frente con pañuelos, otros llevan cachuchas de béisbol. Avanzan nefastos entre el vapor, destilando demencia, como payasos echados de un circo, como mercenarios salidos de un pantano.

—Ayer mataron a Fernely —le grita Frepe al Mani desde la orilla— y no te pudimos avisar, porque diste la orden de que no interrumpieran tu luna de miel. Hace doce días nos mataron a dos hermanos y no fuiste al entierro. ¿Ya no quieres acordarte de nosotros?

—Quédate aquí —le ordena el Mani a Alina, y sale del agua sin apurarse, al parecer sin inmutarse, con el fastidio de un emperador interrumpido por los siervos en medio de su baño. Sólo Alina nota su alteración: ha visto que la cicatriz se le pronuncia, pavorosa, como un rayo pálido.

—¿A qué vienes? ¿Por qué entran como los ladrones? —le pregunta a Frepe mientras se pone una bata sobre el vestido de baño, sin prisa, dándose tiempo de exhibir su musculatura de atleta, apantallando con su cuerpo joven, que por sí solo es una pequeña victoria moral sobre su hermano mayor, envejecido y desgarbado.

—Vine a informarte, pero no nos dejaban pasar. Tú tan elegante no quieres saber nada de carnicerías, pero la vida es así, hermano, una puta mierda.

—¿Quién mató a Fernely? —pregunta el Mani, como si no supiera.

—Nando Barragán, y a esta hora lo estará celebrando, orgulloso como un pavo y borracho como una cuba.

Mientras los hermanos hablan, los siete carapintadas se adueñan del lugar. Ruidosos, prepotentes, bufones, montan una juerga de patanes que Alina contempla aterrorizada mientras chapalea para mantenerse a flote porque no hace pie. Uno de ellos se come las frutas de la bandeja y escupe las sobras en el agua, entre eructos y risotadas. Otro toma aguardiente, dice obscenidades y se agarra los huevos con la mano; el tercero pone a todo volumen «La copa rota» de Alci Acosta en el tocadiscos del bar; el cuarto se divierte rajando con una navaja la lona de un parasol. Los otros dos se encaraman al trampolín, brincones y alborotados, y se tiran a la piscina con ropa y zapatos.

Al sentir que se le acerca la canalla, Alina nada hasta el borde, descompuesta, como si huyera de la peste, y le grita a su marido: ¡Mani, ayúdame a salir! ¡Mani, una toalla por favor!, pero él no la escucha. Ella grita más histérica, tratando de alzar la voz por encima de la de Alci Acosta, que desde el tocadiscos brinda con una copa rota por la mujer traicionera. Frepe señala a Alina con el dedo:

—Que le pases una toalla —le dice al Mani—, que la reina no quiere que la vean barrigona.

Mani la ayuda a salir del agua, la tapa con la toalla y le pide que lo espere en la casa.

—No, que se quede —dice Frepe—, mejor que se quede, para que conversemos, bien agradable…

—No conversamos nada si no le ordenas a tu gente que se retire —le contesta Mani, alardeando tranquilidad.

—Pero por qué, si están contentos. ¿Le molestan a la reina?

—Que se salgan, Frepe —el Mani se juega los restos de su autoridad— y ante todo que se callen, que el ruido me revienta la cabeza.

Frepe lo mira retador, con su cara a rayas negras como una zebra vieja y encabritada. Pero no se atreve a desobedecer. A pesar suyo, el aire de superioridad de su hermano menor lo intimida y lo frena. Se mete dos dedos a la boca, pega un chiflido y ordena a su chusma que lo espere afuera.

—Puedes sentarte —le dice el Mani con soberbia de patrón, y le señala una silla. Luego se dirige a Alina en un tono que no admite negativa:

—Espérame en la casa, mientras tomas un baño caliente y te vistes.

—No —dice ella, sacudida por la conmoción, el asco y el frío, y se para al lado del marido—. Prefiero quedarme.

El cacho de tabaco satura la atmósfera de humo rancio. Sobre el agua iluminada flotan, groseras, cáscaras y semillas de sandía. Haciendo gala de control de la situación, Mani va hasta el bar a apagar la canción sobre la ingrata que se fue, y mientras lo hace cae en cuenta de que la han puesto a propósito, para torearlo. No se deja provocar: le ofrece un aguardiente a Frepe.

—Sólo vine a decirte que puedes estar tranquilo —la zebra vieja suelta humaredas al hablar—. Yo no tengo problema en seguir en lo mío mientras tú te retratas con artistas y ministros. Fernely se hizo matar, mi gente se hace matar, para que tú poses de gran señor. No hay problema: es parte del trato. No te guardo rencor porque no me permitas entrar a tu casa. Hasta te perdono si no vas a mi entierro el día que me maten. No importa, cada quien en lo suyo. Pero eso sí: no me sirve el treinta por ciento que me das.

—Vete a bañar, Alina —presiona Mani, autoritario.

—Ese tabaco… —musita ella con voz desfallecida, mientras el humo apestoso se le cuela al cuerpo bajo la forma de un cansancio absoluto que le afloja las piernas, le nubla los ojos, le espanta los glóbulos rojos de la cara y le borra el color de la piel—. Ya vuelvo —trata de decir, y se aleja con el último gramo de fuerza, haciendo equilibrio como un maromero, esforzándose porque no se note que va por la cuerda floja. Alcanza a traspasar las puertas corredizas de vidrio que separan la piscina de la sala central y se desgonza en un sillón alto un segundo antes de ver negro el mundo, desconectar los sentidos y abandonarse por fin sobre el mullido colchón de la inconsciencia.

—¿Cuánto tiempo estuvo desmayada Alina Jericó?

—Nadie supo porque nadie se dio cuenta, ni siquiera el Mani, que no la vio en la sala porque la ocultaba el respaldar del sillón, y pensó que había ido a bañarse. Debieron ser sólo unos minutos. Cuando volvió en sí, le llegaron flotando desde la piscina las voces tensas de los dos hermanos, que discutían al borde de la pelea pero evitando caer abiertamente en ella. Escuchó cosas que le dieron a entender que tramaban el asesinato de Nando Barragán. Se enteró sin querer de demasiados detalles. Oyó varias veces la palabra cocaína, y así supo que los Monsalves se habían metido en un negocio nuevo. Apenas pudo se paró, entró a la cocina y se tomó una Coca-Cola que le devolvió el alma al cuerpo, luego fue a su habitación a vestirse. Cuando regresó a la piscina estaba arreglada y había recuperado el color.

—Deberías estar contenta, reina —le dice Frepe al verla reaparecer—. Tu marido va a ser diez veces más rico de lo que es. Cien veces más rico. Hasta presidente de la república será, y tú, primera dama… Bueno, no siendo más, yo me voy. Adiós, reina, mucho gusto. Y cuídate, ¿no? Y cuida mejor al bebé. Esto se va a poner muy feo, no digas que no te advertí. El pleito con los Barraganes fue un juego de niños: al fin de cuentas entre hermanos. Cosas de familia. Ahora es cuando viene la guerra en serio, los enemigos de verdad. Entre más billete más bala, ¿sabes? Bueno pues, adiós será… El cincuenta por ciento entonces, ¿ah, Mani?