—La ira de Nando Barragán cuando supo del asesinato del Tinieblo fue espantosa. Pero interna: sin aspavientos ni demostraciones. Llevaba varios días con sus noches plantado ante el garaje esperando que apareciera Fernely, y mientras tanto Fernely fue y le liquidó al hermano. Parecía cosa de burla.
—¿Qué hizo Nando, mató al Mocho y a su papá y a su hijo? ¿Los torturó antes de matarlos, como había prometido?
—No. Sus hombres querían, pero él se negó. La rabia no lo cegaba. Pensó para sí: lo que ha sucedido no es traición humana, es carambola del destino. Así que siguió esperando a Fernely en el mismo lugar, con más empeño y perseverancia que antes. No se movió ni para ir al entierro. La Mona lavó el cadáver del Raca, lo vistió y lo metió entre el ataúd. Sólo ella podía hacerlo, porque nadie más lo amaba.
—¿A Nando le dolió esa muerte?
—Le dio rabia, dolor no.
La idea de borrar a Fernely del mapa se lo chupa entero, no le permite el lujo de pensar ni sentir nada distinto. No sale de la Silverado, bien camuflada a dos cuadras del garaje señalado. Ha montado una red de vigías para que le avisen tan pronto la víctima asome. Entre la Silverado fuma, come y duerme. Pero duerme mal, tronchado en la silla, tenso y alerta, las Ray-Ban incrustadas en su nariz de boxeador, las armas encima, la cabezota descolgada y la boca abierta. Sueña pesadillas que le arrancan gritos roncos y le hacen bailar las pupilas bajo los lentes negros y los párpados cerrados. En algunas ve a la rubia Milena que se aleja: ésas son las comunes. En las más interesantes se le manifiesta el Tío, anacoreta del desierto, consejero espiritual de Barraganes y Monsalves, viejo enloquecido a ratos por las rachas de arterioesclerosis y tan descarnado que ya casi es soplo, pura nada envuelta en greñas y trapos.
—¿Quién es Holman Fernely y cómo debo enfrentarlo? —le pregunta Nando, dormido.
El Tío le contesta con verdades del más allá y mal aliento de ultratumba: Él no es nadie y no tiene modales. Tú eres Nando Barragán, el Grande, y de ti el mundo espera hazañas elegantes.
Llega la hora cero y cunde la alarma. Radioteléfonos y walkie-talkies cruzan señales, van y vienen mensajes de esquina a esquina, de carro a carro. El aire se electriza. Nando se baja de la Silverado y espanta de un sacudón los espejismos del sueño. Carga la vieja Colt con balas de plata. Endurece la masa muscular, congela los sentimientos y paraliza los latidos de su corazón, para transformarse en puro nervio y metal, impenetrable y guerrero.
Se escucha un chancleteo lento y aburrido, como de vieja comprando el pan y las verduras. Las chanclas cruzan la esquina y entre ellas aparece Fernely, alto y desgarbado, el pelo sucio pegado al cráneo, la camiseta desteñida, la piel de cera color noche en blanco.
Sus ojos inflamados miran a lado y lado, voltean hacia atrás por si lo siguen. Revisa la calle de tierra que conduce al garaje. La encuentra desierta, salvo los zancudos que pululan en los charcos y el perro amarillo que siempre le sale al paso. También ahora lo persigue ladrándole a los talones y él lo espanta con una piedra.
Durante meses ha utilizado este lugar para esconder un vehículo y no ha tenido problemas. Le gusta porque está discretamente refundido en un barrio proletario de la ciudad, en una calle despoblada, sin vecinos que fisgoneen. La camioneta, vieja y despintada, no llama la atención. No es un automóvil de batalla, pero le sirve para moverse sin ser notado. Ha dado un nombre falso y no tiene indicios de que el cuidandero sospeche. No tiene por qué sospechar. No puede reconocerlo: nunca antes lo ha visto. Hoy todo está igual que siempre. No pasa nada. Fernely hace el balance: Nada pasa, calabaza.
Esta vez se equivoca. Ocultas detrás de las ventanas, miras de alta precisión lo tienen ubicado en el centro de su cruz y lo siguen calle abajo, hacia el garaje. Tantos oficios de guerrilla, contraguerrilla y sicariato, tanta supervivencia por cárceles, montes y submundos no alertan su olfato de viejo zorro en el momento ingenuo en que se mete a la boca del lobo, solo, indefenso y cándido como niño de primera comunión.
Lo vigilan pero no le disparan: es la orden del jefe. Todos saben que un solo tiro, limpio, silbante, que entrara por el pecho y saliera por la espalda, le pondría fin al episodio sin que nadie tuviera que molestarse. O que bastaría una bomba en la camioneta para mandar a Fernely volando al cielo. Pero eso no lo acepta Nando Barragán.
—Para Nando matar era un arte y una vocación, como torear para el torero, o celebrar misa para el sacerdote.
—Así eran los Barragán. Gente de ideas antiguas.
—Tres veces en ese día Nando le perdonó la vida a Fernely, el asesino de sus hermanos. Tres veces que se volvieron famosas en La Esquina de la Candela, como las tres caídas de Cristo o los tres pelos del diablo. Las sabíamos de memoria, la primera, la segunda y la tercera, y sin embargo no nos cansábamos de contarlas ni de oírlas contar.
—¿Cuál fue la primera?
Escondido tras un muro, inmóvil como piedra, Nando observa al individuo largo y gris que entra al garaje. ¿Es realmente Fernely? Sí, es él, tal como lo ha imaginado durante sus delirios de venganza, salvo el pelo, más ralo, y la mirada, más agria. Es él, no cabe duda: el tatuaje Dios y madre lo marca en el brazo como el fierro del amo al esclavo, Nando lo tiene tan cerca que puede escuchar su respiración arenosa y olfatear la acidez trasnochada de su sudor. Lo examina con minuciosidad de especialista. Detalla el desbarajuste de su flacura de monje, ve la crueldad en sus manos de nudillos abultados, adivina el ardor de sus ojos castigados por la infección crónica. Detecta el arma corta sujeta por el cinturón, debajo de la camiseta sucia.
Sin saberse observado, Fernely se acerca al cuidandero. Le dice: Qué hay de nuevo, carehuevo, le entrega un billete, le recibe las llaves, se pasa el pañuelo por los ojos pichurrios, se mete en la Ford, abre la ventana, calienta el motor, echa reversa, da la vuelta, enruta la trompa hacia la puerta de la calle. Dice: Con permiso, yo me piso.
—Desde el momento en que entró al garaje hasta el momento en que salió, Holman Fernely tardó siete minutos largos. Si Nando Barragán no lo mató, fue por respetar la vieja creencia de que al enemigo no se le montan trampas, porque hay que avisarle antes de tirar. Ésa fue la primera vez que le perdonó la vida.
—¿Cuál fue la segunda?
Holman Fernely arranca por la calle en su Ford blanca y roja; Nando Barragán sale detrás, solo, en su Silverado gris metalizado. Ha dado orden a Pajarito Pum Pum, a Simón Balas, al Cachumbo, de que no lo acompañen: dice que la guerra debe pelearse hombre a hombre, uno contra uno.
Durante cuadra y media Fernely no se da cuenta de nada. Va despacio, hace el pare en las esquinas, no toma precauciones. Expone limpiamente la nuca, desplumada, cartilaginosa, para que le disparen desde atrás y se la tronchen como a un pollo.
—Nando no lo hizo porque no mataba por la espalda. Por segunda vez le perdonó la vida.
—¿Cuál fue la tercera y última vez?
Fernely se percata de que un carro lo sigue, mira por el retrovisor, reconoce a Nando Barragán. Empieza una persecución a lo película con vueltas a la derecha, a la izquierda, frenazos, escándalo de llantas quemadas, chispas y centellas, rugido de motores, balacera de carro a carro, velocidades suicidas. Fernely logra salir a la carretera que bordea la costa pero no puede desprenderse de Nando que lo sigue pegado detrás, inclemente como una sanguijuela, sin darle tregua ni respiro. La Silverado, poderosa, alcanza a la Ford, la arrincona en las curvas, se le tira encima buscando empujarla fuera de la carretera. Al quinto intento lo logra: la Ford cae por el barranco, da una voltereta rojiblanca y aterriza sobre el techo, llantas arriba.
Desde lo alto Nando la mira con desprecio, disgustado por la falta de emoción con que ocurrió todo. Tiene un nuevo motivo para odiar a Fernely: resultó un contendor tan flojo que le deslució la victoria. Bosteza, desencantado, y espera, con la Colt cacha de nácar en la mano, a que dé señales de vida la alimaña que tiene acorralada.
Abajo la puerta de la Ford se abre y sale Fernely entre una nube de polvo, arañado y contuso, con la ropa rasgada. Va desarmado y lleva los brazos en alto:
—¡Me rindo, carilindo! —grita implorando socorro.
—Nando Barragán no le disparó. Por tercera vez le perdonó la vida, porque no asesinaba enemigos vencidos.
Fernely avanza sin bajar los brazos, sube por entre la maleza, gana terreno, se acerca casi hasta llegar, aprovecha un arbusto que lo cubre para sacarse una granada que esconde en el bolsillo, la destapa con los dientes y se la va a arrojar a su perseguidor en el preciso instante en que una bala de plata con las iniciales NB sale de la Colt Caballo, le pega en medio de la frente y lo deja muerto sin darle tiempo para decir ni un refrán, ni para escuchar el estallido fenomenal que le revienta los tímpanos, los ojos dolientes, la lengua parca y demás órganos y membranas de su cuerpo descarnado: el ¡bum! incendiado de la granada viva que tenía en la mano y no alcanzó a arrojar.
—Te reventaste tú mismo, como hiciste con Narciso —dice Nando sin sorpresa, mirando asqueado el desastre, los tristes restos de Fernely fetecuado, renegrido y humeante.
Después se monta en la Silverado y regresa a la ciudad rumiando por el camino —como quien masca chicle— el hastío radical del hombre que sabe que matar gente es demasiado fácil.
—La noticia llegó a La Esquina de la Candela antes que el propio Nando. ¡Nando Barragán asesinó a Holman Fernely!, gritaban los niños por las calles del barrio. Desde ese momento la gente empezó a contar la hazaña, y no termina todavía. Nando, leyenda viva, había convertido a Fernely en leyenda muerta. Esa tarde nos paramos en las aceras para ver pasar al ganador. La Silverado traía encima los agujeros de bala y las abolladuras de la persecución, y el polvo y el barro del lugar del crimen. A Nando no lo vimos: lo ocultaban los vidrios polarizados.
Nando entra a su casa con paso agobiado de viejo guerrero y se dirige a la cocina en busca de su madre, para ofrendarle el muerto. Viene de vengar el crimen de dos de sus hermanos y espera un recibimiento de héroe, con lágrimas de gratitud de Severina, alharaca de las mujeres, exclamaciones de admiración de los hombres, música, ron, voladores, fiesta de varios días, como es usanza en su familia cada vez que liquidan a un Monsalve. Pero nadie sale a su encuentro.
A lo largo del silencioso corredor de baldosas, su único cortejo triunfal son los arrendajos enjaulados, los loros en sus estacas, la marrana parida, el mico pajero, que se recogen indiferentes para recibir la noche. Nando Barragán, gran Goliat vencedor de enanos, entra a la cocina, se desploma sobre un butaco que de milagro aguanta sus kilos, se quita las gafas negras y alza los ojos miopes, de repente mansos, en dirección a su madre. Severina le sirve una taza de café, se la entrega sin decir nada, se para detrás de él y lo apacigua frotándole el cuero cabelludo con la yema de los dedos. Nando entrecierra los párpados pesados y su cuerpo se afloja, se entrega, se transforma en el de un niño excesivamente grande.
—¿No hay fiesta para mí? ¿Café es todo lo que me das? —le pregunta a Severina, con la voz apagada por la fatiga.
—¿Qué más quieres? No mataste a un Monsalve. Sólo a su perro.
Nando se adormece, derrotado por la dualidad que lo atenaza desde niño: la dureza de las palabras de su madre, que abren heridas en su corazón, y la magia sedante de sus caricias, que vuelven a sanarlo.