En la sartén de teflón, Alina Jericó dora champiñones en mantequilla. Jamás le interesó cocinar ni tuvo necesidad de hacerlo, porque Yela es maestra en el oficio. Pero desde hace un tiempo ha cogido interés por los libros de cocina y las recetas sencillas que traen las revistas femeninas.

Hoy, como todos los martes, ella prepara la comida. Va hasta la nevera y se sirve un vaso de Coca-Cola con hielo, vuelve a la sartén y condimenta los champiñones con sal, pimienta y jugo de limón. Adoba el lomo de res que más tarde va a meter al horno, y se demora un buen rato lavando las hojas frescas de una lechuga: siente placer al tocarlas mientras el agua fría corre por sus manos. Ya está avanzado el embarazo y la curva de su barriga se interpone entre ella y el lavaplatos. Taja tomates, zanahorias, rábanos. Después se ocupa de poner la mesa. Escoge dos individuales blancos bordados a mano con sus servilletas compañeras, saca dos juegos de cubiertos de plata. Arregla un florero de fresias en el centro de la mesa redonda de su comedor, coloca un par de copas, la canasta del pan, los platos blancos de borde dorado. Pone un candelabro con velas y enseguida lo vuelve a quitar: «Demasiado romántico», piensa.

—¿A quién había invitado a comer esa noche?

Va y viene descalza de la cocina al comedor, porque el médico no ha podido solucionarle la hinchazón de los pies y no aguanta los zapatos. Se cansa con facilidad y ha reducido su rutina diaria a tejer y preparar el ajuar del bebé, ver telenovelas por la tarde y películas en Betamax por la noche, dar paseos cortos a pie, cuidar las plantas que ahora repletan su terraza, decorar el apartamento, oír discos, hojear revistas.

Tres veces a la semana asiste a los cursos de preparación para el parto y la maternidad. No tiene amistades y a sus hermanas sólo las ve de cuando en vez. Durante sus años de matrimonio con el Mani Monsalve se acostumbró al aislamiento impuesto por la ilegalidad, que le impidió hacer nuevos amigos y la apartó de los antiguos.

—Esa noche Alina puso dos puestos en la mesa. ¿Con quién iba a comer?

Su única compañía son la vieja Yela, que la cuida y la atiende noche y día, y el abogado Méndez, que le soluciona los problemas prácticos de la vida —desde un enchufe quemado hasta la declaración de renta— y que se ha convertido en su confidente y consejero. En una presencia protectora, divertida y tranquila en medio de una soledad que, de no ser por él, la aplastaría obligándola a volver al lado del Mani. Muchas veces ha estado a punto de hacerlo. Ha tenido el teléfono en la mano, a las tres de la mañana, a las seis de la tarde, dispuesta a marcar su número y a darse por vencida.

—Cuando vayas a llamar al Mani llámame antes a mí —le ha dicho Méndez— para que lo discutamos con cabeza fría. No sea que por desesperada, o por triste, des un paso del que te arrepientas toda la vida.

Alina le ha cogido tanta confianza, que le preguntó si lo podía despertar también cada vez que tuviera pesadillas con la yegua negra, que la sigue visitando en sueños, espumosa y crispada, entre abismos de culpa y miedo.

—A la hora que sea —le dijo el abogado—. Me llamas y espantamos a ese animal.

Aunque vive en otra ciudad, Méndez viaja dos veces a la semana al puerto. Le conviene por razones de trabajo, pero sobre todo lo hace para estar con ella. La acompaña religiosamente todos los domingos y los martes en la noche.

—Entonces era Méndez el invitado a cenar…

A las ocho en punto timbra Méndez en la puerta del apartamento. Se lo ve recién bañado, rozagante, oloroso a colonia. Está estrenando camisa y Alina, que se da cuenta, se lo festeja. Lo recibe linda como una muñeca, con un vestido malva y el pelo recogido con una cinta del mismo color.

—A pesar del embarazo, seguía siendo reina de belleza…

En el tocadiscos suenan Eddie Gorme y Los Panchos. Se sientan a la mesa, él encuentra que la carne está reseca pero dice que deliciosa, se la come toda y repite, conversan, se ríen.

Más tarde, mientras toman el café en la sala, ella le muestra un saquito nuevo que le tejió al bebé. Pero el abogado se ha puesto nervioso, tiene la cabeza en otra cosa. No ve el saquito que tiene delante de los ojos y contesta cualquier frase cuando ella le pregunta: ¿Te parece muy subido el color de este hilo verde menta? Ni siquiera se entera de qué trata la película que ven.

El objeto de su inquietud está entre su maletín de ejecutivo: allí guarda la que puede ser la llave de su felicidad. La última pieza de un rompecabezas que el azar ha ido armando poco a poco. La vida ha empujado a Alina Jericó cada vez más lejos del Mani Monsalve y más cerca de él, y él ha trabajado ese viento a favor para estrechar los lazos invisibles con infinitas dosis de paciencia, de disimulo, de cariño, para no forzar la mano, para no echar todo a perder antes de que madure. Jamás se ha comportado como un pretendiente. Su papel, meticulosamente dosificado, ha sido el de amigo incondicional y desinteresado de una mujer sola y embarazada. Hasta que no llegue el momento preciso, Alina no debe sospechar siquiera que lo suyo es deseo carnal y amor desesperado; que está dispuesto a casarse con ella, a llevársela lejos, a adoptar al hijo que espera para quererlo y criarlo como si fuera propio, a adorarla y mantenerla hasta que la muerte los separe… lo cual puede suceder pronto, si el Mani lo decide. A Méndez no le importa: está dispuesto a correr el riesgo.

—Méndez no podía precipitarse, pero tampoco podía dejar pasar el momento…

Atrasarse es tan grave como adelantarse. Si no se aviva, la situación actual se eterniza y queda consagrado para siempre de buen samaritano. De san José.

—De cornudo. Iba a cuidarla y a consentirla hasta que otro más vivo se la llevara. ¿Y qué era lo que tenía entre el maletín?

Entre el maletín tiene el último número de la revista Cromos. En la sección de sucesos trae un informe completo, «La guerra de los Barraganes contra sus primos los Monsalve», sobre la noche de la matanza del Tinieblo y sus amigos. Fotos de los cadáveres esparcidos por la carretera, destrozos, mutilaciones. Horror desplegado a todo color y a todo morbo. Un recorderis brutal para Alina, por si ha olvidado el sabor a sangre del mundo que quiere y no quiere dejar.

Pero eso no es todo. La revista trae todavía más, como si fuera un dossier preparado por el propio Méndez para dar el último empujón a su empecinada tarea de convicción y seducción. En las páginas sociales aparece el reportaje gráfico de una fiesta de cumpleaños en la capital.

—¿Qué tenía que ver esa fiesta con Alina Jericó?

La homenajeada es la señorita Melba Foucon, que cumple treinta y cuatro, y junto a ella aparece en todas las fotos «el próspero empresario costeño». Mani Monsalve. Méndez no sabe si han publicado los dos artículos juntos con doble intención, o por simple casualidad o descuido editorial. En la primera fotografía Melba y el Mani salen bailando juntos, en la segunda en grupo con los demás invitados, en la tercera ella sopla las velas, en otra él le entrega un regalo. En las últimas dos se abrazan.

Según la costumbre que han establecido los martes, una vez terminada la película, hacia la medianoche, el abogado se para y se va. Esta vez no. Alarga la visita, ganando tiempo para tomar la decisión: ¿Le entrega la revista a Alina o será un acto de crueldad inútil? Se inclina por el sí, le pide a Alina otro café, se inclina por el no, habla de fútbol, mejor sí, dice que está cansado y se recuesta en un sillón, mejor no, se pone de pie para irse.

A último minuto se anima, saca la revista del maletín con un gesto que pretende ser discreto pero que resulta teatral. ¿Ya viste esto?, pregunta en un tono que quiere ser casual y que resuena solemne.

Ella toma la revista, la ojea, se topa con las fotos de la matanza, después con las del cumpleaños, y sus ojos grises se inundan de lágrimas. Primero llora con timidez, después a rienda suelta.

—¿Para qué me muestras esto? —reclama Alina—. Ahora te vas y me dejas deshecha.

—Si quieres no me voy —se apresura a decir él, abrazándola.

Se sientan juntos en el sofá de cretona; ella le suelta sobre el hombro lagrimones ardientes que le empapan la camisa nueva; él se atreve a acariciarle el pelo con devoción que disfraza de paternal, le seca la cara con el pañuelo, se lo presta para que se suene, la estrecha contra sí y la arrulla con dulzura, a ella y a su hijo, mientras ríos de miel le inundan el alma.

—Le funcionó la jugada…

Caramelo y azúcar corren por las venas de Méndez al sentir el cuerpo grávido, palpitante, que se aprieta contra el suyo. Poco a poco amaina el llanto y ella se estabiliza en una etapa prolongada de sollozos, después desciende a un suave estremecimiento cruzado de suspiros y finalmente aterriza en una soñolencia melancólica que le devuelve a sus ojos enrojecidos el pacífico tono gris.

Ahora Alina dormita, todavía sobre su hombro, y a él le parece un milagro que los minutos pasen y ella no se aparte, como si hubiera decidido hacerse un nido contra su cuerpo grande y mullido de cuarentón.

—Me ofrecieron un puesto muy bueno en México —deja caer la frase al desgaire—. ¿Te gusta México?

—¡Ahora te vas tú también! —protesta ella, y el llanto amaga con volver.

Pero te llevo conmigo, si quieres, está a punto de decir Méndez, pero se frena: sonaría de un oportunismo repugnante. Mejor esperar hasta mañana, o pasado. Por ahora sólo debe protegerla entre los brazos, idolatrarla sin palabras, acariciar su pelo castaño sin apremio ni lujuria hasta que ella diga que está cansada y que se quiere ir a dormir.

—Así les dieron las dos de la mañana. Méndez salió de allá seguro de su triunfo. Por fin, después de tanto bordar, había dado la puntada final. Sólo le faltaba rematar con un buen nudo, pero le pareció conveniente dejarlo para otro día.

—En la calle tomó un taxi y le pidió que lo llevara a su hotel. Estaba tan dichoso que le pagó el doble de lo que costó la carrera.

Dan las cuatro de la mañana y el abogado da vueltas en su cama sin poder dormir, de la emoción. Su expectativa es tan febril que le calienta las sienes. Repasa mentalmente una y otra vez la escena que acaba de vivir, para cerciorarse de que ocurrió, para grabársela en la memoria. Sus dedos recuerdan la textura del pelo de Alina, sus narices repasan el olor a fresas de su champú, su cuello todavía siente la humedad tibia de su aliento, su espalda conserva la presión de sus manos largas y hermosas.

De pronto lo sobresalta el timbre del teléfono. Es Alina, presiente.

—¿Era Alina?

—Sí, sí era.

Méndez levanta la bocina y pronuncia un «hola» enamorado y entrecortado que le sale del fondo del alma y que expresa adoración pura, infinita gratitud, promesa de eterna felicidad.

—Acabo de llamar al Mani —le dice Alina—. Porque quiero volver con él.

—¿¡Cómo!?

Alina repite lo que acaba de decir.

—¿Estás loca? ¿Quieres que tu hijo se críe entre asesinos, y que acabe muerto él también? —El abogado sube la voz, descontrolado; no entiende nada; utiliza un lenguaje que nunca antes; siente un dolor horrible en el pecho, como si un infarto le merodeara el corazón. Trata de recuperar la compostura y añade—: Espera, no hagas nada, si quieres salgo ya para tu casa…

—Ya no hay nada que hacer. —La voz de ella le retumba en el oído como una campana de cementerio—. Ya lo llamé. Espero que sigas siendo mi amigo…

«Que sigas siendo mi amigo»: las palabras pasan silbando por entre el cable del teléfono y se clavan en el cerebro de Méndez como alfileres envenenados.

—¿Por qué lo hiciste? —susurra apenas, agónico.

—La matanza del Tinieblo fue atroz, esa y todas las demás… Pero no la hizo el Mani. Hace mucho que el asesino no es él. Él cambió, ¿entiendes? Él cambió por mí.