La dirección de un garaje. Ése es el secreto que ha comprado Nando Barragán. De un garaje de la ciudad. En cualquier momento a partir de ahora tendrá en sus manos a Holman Fernely. Basta con sentarse a esperar que el hombre pase a recoger una camioneta que mantiene escondida. Nada más. Tanta noche en vela averiguándole los datos, adivinándole la psicología, tanto quebradero de cabeza rastreándole la pista, montando y desmontando operativos, y ahora resulta que la presa cae sola, como fruta madura. Delatado por una sabandija mutilada que se escurre y viene y lo entrega, así no más, a cambio de unas monedas.

El Mocho sabe que desde hace tres meses Fernely encaleta una Ford, roja y blanca, en ese garaje. La usa cuando viene a atender asuntos en la ciudad. En cualquier momento puede pasar por ella. Tal vez a la medianoche, o por la mañana, para volver a dejarla al otro día, o a lo mejor para no aparecer en semanas.

Nando palidece: su cara con cráteres se vuelve superficie lunar. Antes de que el Mocho acabe de hablar, tira hacia atrás la silla y se pone de pie, brutal y torpe como un robot desconectado al que le acaban de encender el interruptor. El Mocho se achica, aterrado ante la máquina de guerra que ha puesto en marcha. Nando saca su Colt Caballo —la misma con que mató al primo Adriano Monsalve— y la carga con balas de plata con sus iniciales grabadas.

—Vamos —le ordena al hombrecito incompleto—. Llévame donde Fernely.

El Mocho no puede pararse del susto, como si además del brazo le faltaran las piernas, y espera temblando a que el gigante lo levante de un sopetón, pero en cambio lo ve detenerse en seco, súbitamente desactivado.

—Un momento —dice Nando. Vuelve a sentarse y prende con calma un Pielroja.

Sus manotas pesadas descargan la Colt, y de su boca salen palabras rotundas, en voz baja:

—Déjame una prenda.

—A pesar de las ganas que le tenía a Fernely, a último minuto Nando controló su instinto asesino y aplazó la acción. Quería cubrirse la espalda en caso de que fuera una trampa. No sería la primera vez que los Monsalve compraran gente para tenderle celadas.

—Acordaron que la prenda fueran el padre del Mocho, ya muy anciano, y su hijo menor. Debía traerlos de su pueblo y dejarlos en la casa de los Barragán, como rehenes. Si todo salía bien, Nando les regalaría la tierra donde vivían, más una suma en dólares. Pero si algo salía mal, el viejo y el muchacho se morían.

—Y antes de matarlos, los voy a hacer sufrir —amedrenta Nando al Mocho, para cerrar el trato.