—¿Con quién hizo el amor esa tarde Arcángel Barragán?
—Con una muchacha delgada, morena, que La Muda le llevó a la habitación.
—¿Cómo se llamaba?
—Nadie supo. Arcángel no le preguntó el nombre.
La desviste sin rudeza y sin curiosidad, se tiende desnudo al lado de ella y le pregunta por una cicatriz que le encuentra debajo de la rodilla. Ella le responde que se la hizo de niña, contra una cerca de alambre de púas, y le pregunta a él por la herida del brazo.
—¿Te duele? —le dice.
Arcángel no contesta. La muchacha tiene dos trenzas y él las deshace con cuidado de no tirarle el pelo, ondulado y abundante. Agarra la punta de un mechón y lo pasa por la piel de ella, como si fuera un pincel: le pinta los párpados, las cejas, la nuca, los labios, las orejas, los pezones.
—No te rías —le dice—. Si te ríes, pierdes.
La muchacha quiere estar seria, quieta, pero la dominan el cosquilleo y la timidez, se retuerce en mohines y melindres, suelta risas como gorgoritos de paloma. Arcángel se monta sobre su cuerpo fino y empieza a hacerle el amor, medio en juego medio en serio, pensando en otras cosas, mirando hacia otros lados.
Sus ojos dulces color panela recorren la pared pintada hace años de un azul celeste que se ha vuelto gris descascarado. Se detiene en una grieta donde se mueve un insecto oscuro, brillante. Tal vez peludo, como una araña. Una araña negra escondida en su recoveco, camuflada en la sombra, clandestina, secretando la baba de seda con la que teje su telaraña.
Los ojos de Arcángel bajan por el muro y pasan por la almohada de plumas, invadida por la voraz enredadera que es el pelo de la niña, y luego siguen camino y se concentran en un lunar que tiene al borde de los labios, un lunarcito gracioso plantado casi en la comisura, como si acabara de escaparse de la boca. Como si fuera un insecto pequeño que vive en la cueva de la boca, y se ha asomado y quiere volver a entrar al escondite. Pero no se mueve: no es más que un lunar, su misterio se descifra en un instante, y Arcángel se olvida de él.
Su cuerpo se balancea sobre la muchacha y la cruz de Caravaca, que cuelga en una cadena de su cuello, oscila al compás, como un péndulo de oro. Mientras su sexo trabaja sus ojos vagan, bajan por la sábana hasta el piso de baldosines cuadrados, alternados en verde y crema como tablero de ajedrez, lo recorren hasta la esquina donde ha quedado la bandeja del desayuno y allí descubren dos cucarachas cobrizas que campean sobre los restos de comida, con sus antenas infalibles listas para detectar peligros. Encaramado en la morena, Arcángel Barragán se mece, sube y baja como en columpio y observa esas cucarachas poderosas con caparazón de queratina que sobreviven a las fumigaciones mensuales de La Muda y burlan el control matinal de su escoba. Pero por largo que viva, una cucaracha es poca cosa, y Arcángel pierde interés.
Debajo de él, la muchacha sin nombre emite gemidos quedos en un discreto intento de llamar la atención. Arcángel la posee como un autómata, sin fijarse en ella, con los mismos movimientos disciplinados y maquinales con que hace los doscientos abdominales diarios o monta en la bicicleta estática. La toma pero no la desea, le hace el amor pero no la ama. Es una muchacha como tantas otras, y por bonita que sea una muchacha anónima también es poca cosa.
En cambio la araña…, esa araña que escarba, que teje y acecha, esa araña agorera inquieta a Arcángel. Sus ojos vuelven a buscarla, suben de nuevo por la pared hasta que la encuentran enterrada en su gruta, detrás del polvo. Viva, activa, vigilante, inteligente. Hay algo indescifrable en ese insecto que obliga a Arcángel a observarlo. Un imán. Una intensidad familiar, un fulgor ya visto. De la araña salen señales febriles que el niño ya conoce. Que lentamente reconoce. La araña no es araña. Sus patas son pestañas, su movimiento es parpadeo, su brillo, intenso y húmedo, es deseo. La araña es un ojo humano. Es el ojo profundo de La Muda, que mira escondida detrás del muro. Es su ojo magnético, peludo y carnívoro de araña cazadora que hipnotiza y atrae hasta el fondo de la grieta al joven sobrino, abriéndose y cerrándose para devorarlo vivo en todo el esplendor de su belleza sin estrenar.
—Entonces es cierto lo que dicen. Que La Muda le llevaba muchachas a Arcángel para espiarlo cuando les hacía el amor.
Ardida en amores secretos y perdida en hormigueos bajo sus arneses de hierro, la tía solitaria se oculta en el cuarto vecino y observa al sobrino idolatrado…
—A lo mejor se acariciaba ella misma mientras espiaba en la oscuridad…
—No podía. ¿Cómo iba a poder, con un cinturón de treinta y seis dientes filudos por delante y quince por detrás?
—Tal vez no existió tal cinturón.
—¿Por qué lo dicen, entonces?
—Primero, porque la gente dice cosas. Segundo, porque nunca se le conoció varón. Tercero, porque es la única explicación para el rumor metálico que se escuchaba a su paso. Como un suave arrastrar de cadenas. Había murmullo de fierros debajo de sus enaguas.
—¿Qué hizo el niño Arcángel cuando se dio cuenta de que su tía lo espiaba?
—En ese preciso momento se volvió adulto.
¿Eres tú, Muda? ¿Estás ahí? ¿Éste es tu cuerpo y ésta es tu alma? En el instante en que reconoce la presencia de la tía, cuando se imagina que es a ella a quien tiene abrazada, Arcángel Barragán se convierte en gigante. Un arrebato viril endurece su organismo tierno y sus sueños de algodón se transforman en voluntad de poder y poseer.
Con los ojos fijos en el ojo de su tía, la cabeza reconcentrada en ella, el corazón loco de amor y el sexo crecido y rabioso de ganas, el niño celestial se vuelve un demonio rojo y arrecho. Se encabrita como un temblor de tierra y levanta en vilo a la muchachita que tiene en la cama, la deja caer y se le tira encima con un hambre salvaje, la estruja como si fuera de trapo, la ahoga con su lengua, se la traga a besos, la llama con bramido de animal en celo, la lame y la muerde con ahínco de perro, la zarandea, la penetra y se la come toda, como un tigre a su presa.
—Y la muchacha, ¿qué hizo?
Es tan repentino y espectacular el arranque de potencia y lujuria de Arcángel que primero la asombra, luego la asusta y al final la hace desfallecer de placer. Aunque siempre con la extraña certeza de que no es ella la que inspira esas reacciones extremas: ni la indiferencia juguetona del principio, ni la violenta verriondera del final.
Mientras tanto él, el niño hecho adulto, con el cuerpo sobre la muchacha sin nombre y la mente extraviada en su tía La Muda, infinitamente arrepentido, infinitamente agradecido, da gracias al cielo y pide perdón. Perdóname, Muda, así como yo te perdono, y goza tú también, babea tú también, mientras yo te arranco tanta ropa negra y conozco tu carne madura, te miro y te huelo, rompo en mil pedazos el hierro que te encierra, violo tus candados, quiebro tu silencio. Te lo suplico, te lo ordeno, te lo exijo: que tu boca hable, que tus piernas se abran porque voy a entrar. Abre también los ojos, mira cómo me alimento de ti, mamo de tu fuerza y luego salgo a reventar el mundo y entro otra vez a chupar tu energía, y vuelvo a salir, y vuelvo a entrar, y salgo y entro, salgo y entro, salgo y entro, y estalla en estrellas este amor terrible que tanto me mata, y por fin descanso, abrazándome a ti. Cierro los ojos y las ventanas, tapio las puertas, borro los recuerdos, olvido a los muertos, alejo para siempre todos los peligros. Me arrullan las palabras que ahora sí me dices, me duermo en tu seno agarrado a tu mano, y que Dios, que es grande, nos perdone a los dos.