El Mani Monsalve sube despacio por la gran escalera de piedra. A medida que avanza lo envuelve un aire quieto y antiguo que él, con la mano, trata de espantar de la nariz. Sus zapatos de gamuza vienesa se apoyan con cautela, desconfiando de la lisura de los peldaños, pulidos y desgastados por dos siglos de roce de pies.
Siempre ha detestado ese olor a viejo. Cada vez que compra automóvil, o muebles, o alfombras, reconoce en el aroma de los objetos sin estrenar la esencia del bienestar, de la riqueza, de la felicidad. Se ha traslado a vivir a una residencia recién adquirida, y sin embargo todo lo que hay en ella le huele a segunda mano. Esto apesta a museo, piensa. Dirige las fosas nasales hacia arriba, hacia el alto techo sostenido por vigas de madera, y su olfato detecta humedades. Antes de mudarse, ha enviado un ejército de albañiles a reparar las goteras, las tuberías averiadas, el deterioro generalizado.
—Hicimos lo que pudimos —le dijo el maestro de obra al pasarle la cuenta—. Pero estas casonas coloniales no tienen cura. No termina uno de componerles un achaque, cuando ya les sale otro…
El Mani llega al segundo piso y recorre media docena de aposentos enormes, recargados de muebles oscuros y alfombras rojas de bordes ligeramente deshilachados. Del techo penden ventiladores tan perezosos que sus aspas no dispersan el aire encerrado sino que lo revuelven. Espesas cortinas impiden la entrada del sol del atardecer, y en la penumbra golpetea el tic tac desacompasado de relojes de péndulo que marcan la hora con años de atraso.
Unas sirvientas silenciosas limpian el polvo.
—Abran las ventanas para que entre luz a esta cueva —les ordena el Mani, sin mirarlas.
Las sirvientas invisibles se atreven a decirle que si la luz entra se cuela también el calor, pero él sigue camino, sin prestar atención a una explicación que no le interesa.
Ha contratado los servicios de una asesora en imagen y experta en relaciones públicas, la señorita Melba Foucon, nacida en la capital y educada en Londres, que le dice cómo debe vestirse, cómo manejar los cubiertos en la mesa, con qué colonia perfumarse, qué palabras eliminar de su vocabulario. Las instrucciones de la señorita Foucon fueron drásticas: debía olvidarse de la ostentosa casa de nuevo rico que tenía en la bahía y mudarse a otra acorde con su nueva personalidad.
Mani Monsalve aceptó, contrariando sus gustos y sus instintos primarios en aras de la legalidad, de la respetabilidad y de Alina Jericó. Después de estudiar detenidamente todas las posibilidades, Melba Foucon optó por una mansión colonial en el barrio tradicional del puerto, que había sido desde siempre propiedad de una familia distinguida que se mostró dispuesta a deshacerse de su patrimonio en el país para empezar vida nueva en Pompano Beach, Florida.
—Querían irse de aquí precisamente para huir de gente como el Mani…
—Pero le vendían todo a la gente como el Mani porque era la que tenía el dinero. Como ésos hubo muchos.
A través del abogado Méndez y por consejo de la Foucon, Mani Monsalve les hizo una oferta a puerta cerrada que incluía todo lo que la casona tenía adentro: cómodas, armarios y chiffoniers, óleos, vajillas Rosenthal, cubiertos de plata Cristoffle, piano, bronces, mantelería de encaje, porcelanas Limoges, jarrones, cristalería Baccarat, biblioteca con todo y libros —dos mil tomos en francés—, bargueños, árbol genealógico y una pareja de perros afganos, un mayordomo calvo y homosexual y tres mucamas entrenadas.
Cuando Melba Foucon llevó al Mani a conocer la propiedad que iba a ser suya, él miró con desolación los bancos tallados en madera de nazareno, los marcos quiteños dorados con laminilla de oro, los santos coloniales que el paso de los siglos había dejado mochos, o mancos, o decapitados.
—Este sitio está bueno para un arzobispo —fue lo único que comentó, antes de ordenar resignadamente que le bajaran del Mercedes la maleta repleta de dólares que le entregó al intermediario a cambio del manojo de llaves. Así quedó convertido en dueño de lo que le parecía una ruina, apenas apta para pasarle un bulldózer por encima y construir un parqueadero, o un edificio de ocho pisos.
En la casa que había compartido con Alina dejó todo lo suyo, todo lo que hasta ese momento había considerado elegante, bello y placentero: su aire acondicionado glacial, sus ultramodernos equipos de sonido, sus tinas de burbujas, su pantalla gigante de Betamax, sus electrodomésticos, su colección de teléfonos.
Tuvo que cambiar la confortable cama king size de colchón de agua y sábanas de raso por una alta, dura y angosta, con baldaquino, mosquitero y bacinilla de porcelana debajo, en la que durmió una noche Simón Bolívar de paso hacia Jamaica. Es una reliquia histórica, una pieza de museo, pero cuando el Mani se acuesta en ella siente que se ahoga por falta de oxígeno y sueña que está muerto y enterrado entre un sarcófago. Para rematar, se la tienden con sábanas de lino almidonado y bordado a mano con las iniciales HC de R. En los desvelos de su desasosiego, que se repiten noche tras noche, el Mani se pregunta quién habrá sido HC de R.
—¿Qué mierda hago yo metido entre la cama del Libertador? Lo único que falta es que llegue el espíritu de HC de R y se me acomode al lado —protesta.
La señorita Foucon se deshizo de la ropa anterior de su jefe y le renovó completamente el vestuario, desde los pañuelos hasta los paraguas. De los muebles de antes no dejó trasladar nada, ni siquiera los cuadros de Grau y de Obregón que tanto fastidiaban al Mani mientras convivió con ellos, pero que ahora añora al compararlos con la insoportable colección de óleos de sacerdotes pálidos y próceres chiverudos, de matronas distinguidas e ilustres desconocidos que llena de arriba a abajo los muros vetustos.
Sólo las cajitas… Los cofres de Alina Jericó son los únicos objetos que el Mani Monsalve no puede reemplazar y de los que no aceptaría desprenderse. Todo lo demás, al fin de cuentas, es de quitar y poner, de comprar y vender. Esas cajas no. Él mismo las empacó y las ordenó en su nuevo dormitorio sobre una cómoda, frente a la cama. A veces, por las noches, cuando lo asfixia la tristeza, las abre y vuelca el contenido sobre la colcha, recurriendo al ritual que inició en la casa de la bahía. Pero de tanto manosearlas han ido perdiendo su esencia. Antes, cada vez que las destapaba, Alina surgía de ellas como sale el genio de la botella. Ya no. La energía que aprisionaban se les secó en el fondo, como un perfume rancio entre su frasco. El Mani todavía toca, y acaricia, y repasa cada botón, cada arete, cada medalla. Pero aunque no se dé cuenta, hasta esos gestos sagrados se le han vuelto rutina. Sigue aferrado al rito, pero se ha olvidado de su significado.
El Mani llega hasta la puerta doble del gran salón principal y la abre. Adentro flota una penumbra perpetua apenas rota por el destello de los retablos dorados, y zumba un silencio añejo, acumulado durante decenios de visitas de cortesía en voz baja, de cuchicheos por los rincones, conspiraciones a la sombra y solapados diálogos de amor.
Camina por el piso relumbrante —pulido a diario por las tres mucamas con viruta y cera hasta que la madera brilla como metal— y escucha el ruido, y después el eco de sus propios pasos. Mira su imagen solitaria reflejada al infinito en el laberinto que forma la galería de espejos. Avanza hasta el centro del salón y se sienta en un rígido trono de roble tallado. También él parece tallado en roble: incómodo, desapacible, tieso, sin saber qué hacer, sin hambre pero esperando, a falta de mejor plan, que el mayordomo le avise que la cena está servida.
Sin Alina Jericó, su vida personal y doméstica ha quedado reducida a unas secuencias largas de tiempo muerto que el mayordomo y las tres mucamas le administran y le subdividen en desayunos, almuerzos y comidas —servidos con exceso de bandejas, platos, copas y protocolo— que él deja casi intactos sobre la mesa.
Cada día al amanecer, cuando abre los ojos y ve que su mujer no está a su lado, lo sacude una fiera punzada de dolor que lo deja sentado de un golpe sobre su inhóspita cama de prócer. Es la misma sensación del que despierta de la anestesia después de que le han sacado un órgano. Pero a medida que avanza el día —como en toda convalecencia de una cirugía mayor— el dolor insoportable va cediendo ante una sorda desmotivación de cuerpo y alma, una suerte de pereza radical que actúa como sedante para su alma resentida.
En términos generales —salvo el momento del despertar y otras recaídas, ocasionales y violentas— ha superado ya las torturas estridentes del despecho, los celos y el orgullo herido, para caer en un limbo insípido, indoloro e incoloro donde la urgencia del regreso de Alina ya no se expresa como repentinos latigazos en carne viva, sino como una obsesión monótona y burocrática que lo acompaña a todas horas, sorda y machacona como el trote de un burro obediente. Todo lo que el Mani hace, lo hace para que ella vuelva. Atraer a Alina es la única consigna que orienta sus decisiones y sus negocios. En eso no ha cambiado; la diferencia está en que ahora le empantana el alma una calma chicha nacida de la derrota presentida de antemano; de la corazonada artera de que, haga lo que haga, Alina nunca va a volver.
Sin embargo, hay mañanas en que logra convencerse de lo contrario. Se ducha con agua helada, pide que le sirvan huevos al desayuno, siente que recupera una tenacidad que ya creía perdida y arranca dispuesto a remover cielos y tierra para lograr la reconquista de Alina Jericó.
Como cuando accedió a dar una comida de corbata negra, con un motivo aparente, el de inaugurar la nueva residencia, y otro verdadero, el de volver a ver a su exmujer en un escenario distinto, que la hiciera olvidar las matonerías y las barbaridades del pasado.
La señorita Melba Foucon se ocupó de todo, desde el menú hasta la lista de invitados, y se esforzó para que salieran a relucir todos los símbolos del nuevo prestigio. Los perros afganos se pasearon por los salones llevados de la correa por un sirviente; el mayordomo estrenó un peluquín que le disimulaba la calva; las tres mucamas lucieron delantal negro con sobredelantal, cofia y guantes blancos; la chimenea estuvo prendida a pesar de la calidez de la noche tropical; los jarrones se tupieron de rosas color salmón; las altas palmas reales del jardín se iluminaron con reflectores; una fila de antorchas acompañó a los huéspedes a lo largo del pabellón que conduce hasta la entrada principal.
Implacable a la hora de seleccionar a la concurrencia, Melba Foucon incluyó en la lista de invitados a pocas personas de la sociedad del puerto.
—Dicen que dijo que mucho provinciano no, porque bajaba el nivel.
—Tampoco convidó militares ni reinas de belleza, que era lo que más abundaba en las anteriores fiestas del Mani.
—De los hermanos Monsalve, ni hablar. Sentía repugnancia por esos sujetos huraños y malencarados, tapados en cadenas de oro y anillos de diamantes. Hasta ese momento no habían pisado la casa nueva, y Melba Foucon no iba a dejar que lo hicieran justo el día de la fiesta, para echarlo todo a perder.
En cambio fletó un vuelo chárter repleto de personalidades de la capital, que recibieron la invitación con hotel incluido. Entre ellas se contaban un ministro en ejercicio, el gerente de un instituto descentralizado, el director de una cadena de radio, el dueño de un poderoso grupo financiero, el principal animador de la televisión nacional y la vedette de la telenovela de mayor audiencia.
Alina Jericó recibió una tarjeta timbrada, pero a pesar de la sugerencia de RSVP, no contestó si asistiría o no, lo cual hizo que el Mani ardiera en expectativas, porque quedó abierta la posibilidad.
La noche de la comida —según criterio y disposición de la señorita Melba— el anfitrión recibió de smoking blanco Ives Saint-Laurent, sosteniendo en la mano un vaso de whisky en las rocas.
—¿Para qué, si no tomaba?
—No tomó ni un trago en toda la noche, pero cada vez que abandonaba el vaso lleno sobre alguna mesa, la señorita Foucon le entregaba inmediatamente otro, porque sostenerlo en la mano era parte del cachet. No se había dado tregua en la guerra contra las mañas y malos modales del Mani, y en la mayoría de los casos había obtenido buenos resultados. Salvo algunos fracasos estrepitosos, como el intento de hacerlo cambiar la Kola Román, una gaseosa plebeya de color estridente, por la Coca-Cola, de aceptación internacional.
Melba Foucon estaba satisfecha. Observaba al Mani Monsalve desde diversos ángulos del salón y reconocía que el hombre había sufrido una verdadera transformación desde la tarde en que lo conoció con un vestido inverosímil del mismo tono de la sopa de auyama, zapatos combinados en negro y gris y corbata de rombos verdes. Ahora, aunque lo escrutaba con ojo crítico para encontrarle defectos y corregírselos, y a pesar del profesionalismo asexual con que pretendía bloquear su sensibilidad femenina, la relacionista pública y experta en imagen percibía el magnetismo viril que emanaba de su extraño jefe, y se sorprendía al comprobar cuánto lucía el smoking francés sobre su físico atlético de proporciones perfectas. La Foucon llegó inclusive a comentar confidencialmente que la bella soltura de movimientos del Mani Monsalve, propia de su condición de lumpen, podía pasar por elasticidad de deportista, o por desgaire de aristócrata. Si no fuera por el color verde mareado de su piel —suspiraba Melba— y sobre todo por esa cicatriz que lo delataba, estampándole en plena cara la marca del hampa…
Melba Foucon vio que el Mani se apartaba de la concurrencia y se quedaba solo, y se dirigió hacia él para insinuarle dos medidas que mejorarían aún más su aspecto.
—Le aconsejo, señor Monsalve —le dijo, en el tono entre prepotente y muerto de miedo en que le hablaba siempre, como si no supiera si se dirigía a un mesero o al amo del universo—, que de mañana en adelante disponga de veinte minutos diarios para broncearse al sol, y que… no se ofenda por lo que le digo, pero opino que debía mandarse hacer una cirugía plástica que le borre esa cicatriz…
Como si la señorita no existiera, el Mani Monsalve pasaba la mirada de su reloj a la puerta del salón, y otra vez al reloj, y de nuevo a la puerta. Ella se dio cuenta de que no la escuchaba y pensó que era un mal momento: él debía estar nervioso por el alto rango de los personajes presentes.
—Venga conmigo —le dijo, cambiando a un tema que le pareció más apropiado—. Es conveniente que converse un rato con el señor ministro, que nos hizo el honor de venir, y de paso aprovechamos para que los fotografíen juntos.
—Ahora no. Más bien consígame al abogado Méndez.
Al Mani lo dominaba una sola preocupación: eran las nueve y media de la noche, habían llegado todos los invitados y sin embargo Alina no aparecía. Los demás —excelencias, ministros, señoras y señores— podían caerse muertos, ahí mismo, sobre el piso de la sala de su casa, que a él lo tenían sin cuidado. Que les conversara doña Foucon y les tirara el billete que pidieran; a él no le daba la cabeza sino para buscar la manera de traer a Alina. Pensó decirle a la relacionista que la llamara por teléfono pero descartó la idea por ineficaz y descabellada. Entonces decidió irse a lo fijo. Hizo de tripas corazón, se tragó los celos y los recelos y le pidió al abogado Méndez, que se encontraba entre los invitados, que fuera por ella y la convenciera.
—¿Cómo andaba por esos días la relación entre el Mani y el abogado?
—Difícil. Méndez veía a Alina con frecuencia, y el Mani, que les había montado un espionaje de veinticuatro horas al día, se enteraba de todo lo que hacían, y a veces hasta de lo que conversaban.
—Por eso sabía que lo de ellos no era romance…
—Sí, y por eso no mandaba matar al abogado. Además Méndez era su hombre clave, no sólo para los planes de legalización y ascenso social, sino porque era su único contacto con Alina. Tenía que confiar en él. Pero al mismo tiempo su olfato le decía que no podía confiar del todo.
El abogado asintió enseguida y salió hacia el apartamento de Alina en el Mercedes personal del Mani, con Tin Puyúa al volante. Comprendía que lo que iba a hacer no tenía lógica ni presentación, y estaba seguro de que ella se negaría. Era absurdo presentársele a esas horas, cuando ya estaría acostada, con la propuesta de que acudiera a la comida del Mani, después de que ella le había expresado de mil maneras que no quería saber nada de su marido.
Pero aceptó ir por ella porque le estaban regalando un pretexto para verla, así fuera media hora, y además porque le intrigaba el sabor de la situación que se le planteaba: visitar a la mujer del Mani, por orden del Mani, trasportado en su carro, por su chofer. Parecía chiste de comedia barata y a lo mejor le daría risa, si no supiera que una vez más se pasaba de la raya y que volvía a apostarle a la ruleta rusa. Nadie se reía del Mani Monsalve, y el que lo hacía amanecía entre una zanja con un tiro en la cabeza. Pero no puede ordenarme que venga y después fusilarme por cumplir la orden, pensaba divertido el abogado cuando timbró en la puerta del apartamento de Alina. Se disponía a timbrar por segunda vez, apenado por despertarla y hacerla salir de la cama, cuando le abrió ella, peinada, maquillada, perfumada y vestida de fiesta.
—¡Qué sorpresa, abogado! Salía en este momento para la comida del Mani…
—Bueno, es que yo estaba allá, y vine por ti, para llevarte —dijo azorado el abogado, dándose cuenta de que había pisado en falso.
—Qué bien. ¡Vamos! ¿Sacamos mi carro?
El abogado Méndez se sintió mal cuando le contestó que no hacía falta, que andaba en el Mercedes del Mani, y no se atrevió a confesarle que con el Tin Puyúa. Entonces ella le preguntó —con un timbre de sorpresa que él interpretó como desdén— si el Mani lo había mandado a recogerla, y en ese momento su orgullo masculino se deshizo en añicos: se vio a sí mismo como un cretino, un Celestino, un sacamicas; se miró reflejado en las pupilas grises de Alina y se encontró idéntico a tantos otros pobres diablos cuya vida, dignidad y muerte estaban servidas a disposición y voluntad del Mani Monsalve.
—Alina estaba espectacular, con un vestido de seda negro, suelto, que le marcaba el embarazo, pero que al mismo tiempo era sexi y dejaba a la vista la piel inmaculada de sus hombros y su espalda.
—¿De qué conversaron entre el carro?
—De nada. Tin Puyúa conducía a una velocidad suicida. Alina estaba agitadísima; se notaba su ansiedad por el reencuentro con el Mani. El abogado iba inseguro, enfurecido consigo mismo, y al mismo tiempo deprimido y descorazonado: había creído que a Alina le importaba cada día menos el Mani, y ahora se daba cuenta de que no era así.
—Tenía motivos para estar confundido, porque ella siempre le juraba que al Mani no quería verlo ni en pintura…
—No quería verlo y al mismo tiempo se moría por verlo. Así son las cosas del amor: caprichosas.
—Así son. Un día ganas, al otro pierdes. Mira al abogado, que salió crecido porque se reía del Mani, y volvió deshecho porque el hazmerreír era él…
—El Mani por poco se infarta cuando vio aparecer en su casa a Alina, tan bella, tan embarazada. Llevaba meses soñando con ese momento. Inmediatamente la sacó al balcón para hablar a solas, pero los interrumpían a cada rato, unos para brindar, otros para agradecer, o para proponer negocios. También los importunaba la señorita Foucon, que pretendía que el Mani atendiera a sus invitados.
—¿Entonces ellos dos no hablaron nada?
—Sí hablaron, pero poco, y mal. Él trató de pedirle que volviera, pero se puso agresivo apenas ella le dijo que no, y sin quererlo se enredaron en una pelea sobre un tema álgido: quién se quedaría con el hijo cuando naciera. Se echaron en cara cosas feas y crueles, y en vez de arreglar su relación, la empeoraron. A Alina le volvió la taquicardia, la angustia y la comedera de uñas de los primeros días de separación, y a la media hora de estar ahí, ya se había arrepentido mortalmente de haber ido. Así que le dijo al abogado que la devolviera a su apartamento.
—Entonces el que rió de último fue el abogado…
—Tampoco, porque Alina lloró todo el trayecto de regreso, y él ni siquiera intentó consolarla, porque sentía celos, y también fastidio de seguir haciendo el papelón. Fue una noche triste para los tres.
Ahora el sol del atardecer se guarda detrás de la residencia vecina, y fragmentos de sus últimos rayos, de un naranja líquido, se cuelan al salón principal por entre las celosías que protegen las ventanas. El Mani mata el rato, la apatía y los recuerdos sentado en una soberbia poltrona de roble. No piensa en nada; mira las hebras de luz color mertiolate que bailan sobre los muebles, en la penumbra.
De abajo le llegan en sordina ruidos que apenas alcanza a distinguir: el motor de un automóvil que se prende, hombres que hablan en voz alta, alguien que da órdenes. Los sonidos vienen del sótano, donde han sido instalados el galpón de los guardaespaldas, el depósito de armas, una colección de motocicletas, el cuarto de comunicaciones, los garajes, las celdas para detenidos. Ahora se llaman «oficinas» y están camufladas bajo tierra. El Mani no baja casi nunca, y de sus hombres sólo uno, el Tin Puyúa, tiene autorización para subir hasta el área social de la residencia. Pero no asoma las narices sino cuando es indispensable, porque el lugar le inspira desconfianza y mal agüero.
De tarde en tarde al Mani lo golpea la nostalgia por la camaradería chabacana y alegre que lo unía a sus muchachos a la hora del peligro. Entonces baja al sótano y se sienta con el Tin Puyúa en las sillas de atrás de algún Land Rover, a tomar Kola Román a pico de botella y a conversar. Pero esto sucede cada vez menos.
Hastiado, sombrío, entronizado en la mitad del salón inmenso, el Mani Monsalve pone la cabeza en blanco y deja pasar el tiempo, aburrido y solitario como un rey.
Al cabo de un rato largo saca un alicate del bolsillo y empieza a cortarse las uñas. Cada vez que el alicate suena ¡click!, una uña salta irreverente por el aire y cae, junto a sus compañeras, sobre la alfombra de lana roja carmesí.
En la pared, frente a él, sobre la venerable e inútil chimenea apagada y adornada a lado y lado por pesados candelabros de plata, está empotrado un óleo imponente. Es el retrato de un general de lanudas patillas blancas, pecho recargado de medallas y piel carcomida por los lamparones verdes que la humedad ha imprimido sobre el lienzo. Tiene unos ojos azules y severos que parecen escrutar al Mani con sorpresa y desaprobación. Pero el Mani no se inmuta; se concentra en trabajarle a los padrastros con el cortaúñas.
La señorita Foucon le informó que el militar del cuadro es el patriarca de la casa, el tatarabuelo de los anteriores dueños, héroe de las guerras civiles del siglo pasado.
—¿Y qué tiene que ver conmigo ese viejo cacreco? ¿Por qué me lo tengo que aguantar en la mitad de mi sala? —le preguntó el Mani.
Ella le respondió que ya se iría acostumbrando a verlo, como parte del proceso de ganar cancha y hacerse a un pasado ilustre.
—Dentro de unos años, señor Monsalve —le predijo la asesora en imagen—, todo el mundo va a jurar que ese general fue su tatarabuelo, y hasta usted mismo se va a creer el cuento.