Un hombre viejo, pobre, al que le falta una mano, se acerca a los matones que vigilan La Esquina de la Candela y pregunta por Nando. Si no fuera por el brazo mocho, que es su distintivo, el hombrecito sería invisible. Por insignificante, por pobretón, por idéntico a cualquiera.

—Díganle a Nando que es de parte de su compadre el Mocho Gómez, de los Gómez del desierto.

Después del trámite y la requisa, el viejo llega ante el jefe de los Barragán. Se quita el sombrero, intimidado, se sienta en el borde de una silla, se toma un café a sorbitos indecisos y ruidosos como si le quemara los labios, agarrando el pocillo por la oreja con la única mano, y apoyándolo por debajo con el muñón. Pide respetuosamente que los dejen solos y habla, nervioso.

—Nando Barragán, vengo a venderte un secreto.

—A lo mejor no me interesa.

—Te interesa. Yo sé donde puedes atrapar a Holman Fernely.

—Te compro ese secreto. Si es de buena ley, te lo pago en oro. Si es una trampa, te mueres.