Liviano y dorado, como bañado en luz de catedral, Arcángel Barragán levita sobre su lecho revuelto. Más temprano en la mañana La Muda, descalza y enclaustrada en su luto, ha entrado a traerle el desayuno y a hacerle las curaciones del brazo. Aunque los meses han pasado y el niño ha sanado, el ritual se repite idéntico día tras día, y ella le dedica tanto tiempo y cuidado a la cicatriz ya casi seca como el que empeñaba en la herida recién abierta.
Se acerca el medio día y Arcángel no quiere levantarse, debilitado por la secuencia de noches en blanco con Nando y por la terrible lucha interior que cada mañana libra contra el amor monstruoso por su tía, La Muda.
Lo aniquila tanto deseo, tan culpable, por la mujer prohibida. Su mente tierna y su cuerpo de adolescente no pueden con el peso de ese pecado magnífico y atroz. En los últimos tiempos reza mucho, para pedir perdón. Recita padrenuestros y credos, unos detrás de otros, siempre interrumpidos por el recuerdo de ella. Se santigua y bendice sus olores a sal, su grupa de yegua, el bulto de sus pechos grandes, el tintín de sus fierros secretos, el color rosado de su lengua muda. Le ruega a los santos que su tía lo mire, que se acerque, que lo acepte. Señor, haz que ella cumpla mis deseos que no son de niño sino de hombre, que tenga piedad de mi alma que no es de hombre sino de niño. Que yo pueda abrir su cinturón de hierro, meterme en su cueva y esconderme adentro para siempre, amén. Y que Dios me perdone porque no sé lo que hago, que no me castigue por tanta maldad, por tantísima dicha.