Los dos caballos galopan por una trocha culebrera que atraviesa el monte, rasguñándose los ijares contra la maraña de chamizos e inflamándose el hocico al roce de las pringamozas. Los dos jinetes se protegen las piernas con zamarros de carnaza y los rostros con las alas blanquinegras de sombreros sabaneros.
Salen a un descampado y miran hacia abajo, hacia el gran valle encendido por los últimos fulgores del día. Girando la cabeza lentamente en medio círculo, observan el portentoso latifundio que se extiende a sus pies, salpicado de reses cebú que vagan pacíficas por un mar infinito de laderas sembradas de yerba marihuana.
Uno de los jinetes —el joven, el de la cicatriz parda que le surca la cara— es el Mani Monsalve. El otro —el viejo entrecano que fuma tabaco— es su hermano mayor, Frepe.
—Está bien —dice el Mani, y deja que su caballo mastique pasto.
Emprenden el regreso al paso, con las riendas flojas, dejando que los animales encuentren solos el camino. El Mani saca los pies de los estribos y los deja colgar, afloja los músculos, cierra los ojos y se empuja el sombrero hacia adelante. Su camisa desabrochada sopla al viento. Deja que la inercia lo sostenga sobre la silla y que lo arrulle el pasitrote de la bestia, y se adormece agotado por la cabalgata, que empezó al amanecer.
—De tanto andar entre blancos te estás volviendo flojo —lo puya Frepe, que se da cuenta de su cansancio.
Mani abre los ojos, tenso de nuevo por un instante, pero prefiere pasar por alto la provocación. Contesta con un hmmm desganado y vuelve a instalarse en el sopor y en la proyección continua sobre el telón de su memoria de un único recuerdo, el de Alina Jericó.
Frepe marcha detrás, tranquilo, con el tabaco colgado del labio inferior, limpiándose las uñas con la punta de una navaja, y nadie diría que hace tan poco tiempo, a raíz de la muerte de Narciso Barragán, el encontronazo entre los dos Monsalves casi llega a la violencia. Pero luego fue bajando gradualmente de volumen gracias a un acuerdo pactado entre todos los hermanos, según el cual el Mani se ocuparía de los asuntos urbanos, legales, y Frepe de los rurales, clandestinos.
En la práctica, fue una división en dos de una jefatura hasta entonces única. Pero Mani accedió casi gustoso a perder poder a cambio de sacarse problemas de encima y de ganar libertad para su plan de legalización. Ahora cada cual atiende lo suyo sin pisarse los talones, y de vez en cuando —como ahora— el Mani cae por las haciendas en superficiales visitas de inspección, que aprovecha para sacar a pasear por los potreros su alma fulminada por el abandono de su mujer.
La noche cuaja clara y fresca y les falta poco para llegar a la casona de la hacienda, cuando les cae del monte el eco agudo de unas carcajadas. El Mani brinca en su silla, eléctrico. Serán lechuzas, miente Frepe. Mani para oreja: no son lechuzas. Son risas masculinas, estridentes como graznidos de cuervo. Mani le clava las espuelas al caballo y rompe al galope en dirección al ruido. Frepe lo sigue. Vuelven a meterse entre la vegetación y toman una trocha monte arriba, a través de la negrura, hasta que los detiene una voz que sale de la izquierda, muy cerca.
—¡Quién vive!
—¡Paciencia hasta el juicio a cochinos! —contesta Frepe, con el santo y seña.
El Mani oye que el hombre invisible consulta por radio y después les grita: Adelante.
La trocha se empina y las bestias suben a tropezones y trancazos hasta un bosque de yarumos, plateados y soberbios bajo la luna. Enquistado en medio hay un rancho apenas alumbrado por una lámpara de petróleo. Otra voz invisible interroga desde la espesura, ¿quién vive?, y Frepe repite el santo y seña, paciencia hasta el juicio a cochinos, y de nuevo hay cuchicheo en onda corta hasta que los dejan pasar.
El rancho es grande, sin paredes, y parece una barraca de soldados pero sin orden, sin limpieza, cocinada en aire rancio de hombres sucios y solos. A un lado han abierto un claro para improvisar un polígono de tiro. Adentro se ven hamacas guindadas, armamento, botas, prendas militares. A la entrada, bruscamente pintada sobre el muro, Mani ve una calavera de boina roja con una serpiente que le entra por la cuenca de un ojo y le sale por la otra, y que lleva debajo, en letras de molde, una leyenda: La felicidad es un enemigo muerto.
No hay nadie. El Mani entra. Cuenta las hamacas: veintitrés. Le sorprende la variedad y el calibre del armamento que registra a primera vista: ametralladoras Madsen, carabinas M-1, revólveres Magnum 357, cuchillos de combate, binóculos, un telescopio, una ballesta moderna de alta precisión y un torno manual para cavarle estrías a los plomos de las balas, volviéndolas dum-dum.
Sobre una mesa hay restos de comida, botellas vacías de aguardiente, mapas, una linterna y algunos folletos en inglés: Técnicas de combate, Manual de supervivencia, Las armas del guerrillero.
Mani toma la linterna e ilumina hacia el fondo: Sobre la alta tapia que protege al rancho por detrás, los bárbaros artistas del grafitti han dibujado más calaveras que muerden puñales y más consignas: Botas limpias, manos sucias. Viaja a tierras lejanas, conoce gente interesante… y mátala. Mani apaga la linterna.
—¿Qué es todo esto? —le pregunta a Frepe, aunque adivinó fácil—. ¿El campamento de Fernely?
Frepe no contesta, se limita a echar humo por boca y nariz. Mani interroga de nuevo:
—¿Mantienes a ese hombre aquí, entrenando sicarios?
—No son sicarios. Es un grupo de autodefensa, calificada para proteger las haciendas contra allanamientos del ejército o ataques de la guerrilla, contra los abigeos, contra los secuestradores… Hay mucho peligro…
El Mani sabe que son mentiras, pero se queda callado. Frepe sabe que el Mani sabe que le está mintiendo, y toma nota de su silencio.
—Tal vez al Mani le convenía el reparto de papeles. Quiero decir, que no le venía mal ocuparse de leyes y negociaciones, mientras por debajo de cuerda Frepe, Fernely y sus sicarios se encargaban de lo demás.
—Pero la pelea entre el Mani y Frepe fue real. Se trenzaron en una lucha encarnizada por el control de la familia. Cada uno tenía su orgullo y su visión de cómo se debían manejar las cosas. En las semanas posteriores al asesinato de Narciso, la gente que rodeaba a los Monsalve llegó a temer que el pleito entre ellos terminara en la muerte de uno de los dos. Después el asunto se fue enfriando.
—Tal vez porque el Mani ya sabía que por las buenas no iba a llegar lejos. Lo cierto es que cuando descubrió el campamento clandestino de Fernely, el Mani no le dijo nada.
—Porque no podía… o no quería. Quién sabe. Con esa gente era imposible saber.
Se escucha más cerca la patanería y el barullo, los cuervos machos que graznan, que gritan, que sueltan tiros al aire. El Mani mira hacia afuera y los ve venir. Bajan del monte en patota de fantoches, con uniformes camuflados y cara pintada de verde y negro, híbridos de soldado, bandolero y haragán: entre empujones y risotadas juegan a afinar la puntería amagando contra los pies de los demás.
Detrás de los otros, silencioso, macilento, con el pelo amarillo cenizo aplastado debajo de la boina, y la boina tan roja como los ojos infectados, baja Holman Fernely, arrastrando los pies. El Mani lo reconoce y se apresura a partir. No tiene nada que decirle. Monta su caballo y arranca en dirección contraria. Apenas empieza a bajar la pendiente oye la voz nasal de Fernely, que le avienta una despedida retadora:
—¡Adiós, patrón!