—Es un hijueputa —dice Nando Barragán sobre Holman Fernely.
Para los que lo escuchan la frase no pasa desapercibida, porque nadie se la ha oído proferir antes sobre sus enemigos de guerra.
—Para un Barragán no había en el mundo nada más sagrado que su madre, y su madre era hermana de la madre de los Monsalve. Y viceversa. Insultar a la madre del enemigo era insultar a la propia.
Toda La Esquina de la Candela se entera de lo que ha dicho Nando y se riega un comentario: Si asesina a los hijos de su propia tía, ¿qué no le hará a un hijo de puta?
Desde que supo de la existencia de Fernely, Nando Barragán es incapaz de pensar en nadie y en nada distinto. El deseo de matarlo lo ha marcado como el fierro al rojo a un novillo. Desde que oyó ese nombre no volvió a ocuparse de los negocios, el dolor por la muerte de Narciso se le volvió lujuriosa pasión de venganza y su melancólico amor por la rubia Milena perdió potencia. Se le debilitó hasta la obsesión por el Mani Monsalve, ser decisivo en su vida dedicada a odiarlo con toda la fuerza de su corazón desbaratado.
Durante los días de luto por su hermano, Nando permanece recluido en el aire viciado de tabaco de su oficina, de gafas negras en la semioscuridad. Es común verlo en compañía de Arcángel, confidente de planta para su nueva, monótona fijación: planificar el desquite. No sabía Nando que el luminoso y pacífico Arcángel sintiera afición por la guerra. Pero desde que los hermana la búsqueda de Fernely, ha descubierto en el muchacho una predisposición sobrenatural y apocalíptica de exterminador bíblico, y se pregunta si no habrá sido equivocada la decisión de mantenerlo alejado de las armas.
El cielo se oscurece. Nadie enciende el único bombillo de la habitación, que cuelga ocioso del techo al extremo de un cable desnudo. Los dos hermanos están tan absortos que han dejado enfriar intactos los platos de fríjoles que Severina les ha servido.
—A Nando, el primogénito, Severina lo alimentaba con fríjoles, y al mismo tiempo alimentaba su rencor con permanentes referencias al honor de Narciso, con indirectas que dejaba caer como al descuido cada vez que entraba a la oficina con la bandeja de comida.
—Mucho se decía que el verdadero motor de esa guerra era Severina, su violentado amor de madre que no permitía el perdón. Se decía también que Nando era una máquina de guerra, pero que la pétrea voluntad que lo impulsaba estaba en ella, porque no hay en el mundo sed de venganza como la de una madre de hijos asesinados.
Nando y Arcángel se compenetran en una afinidad de hermanos que no habían disfrutado antes. Cuando se fatigan de fabular venganzas hazañosas se pasan al intercambio de memorias, como niños de escuela en cambalache de figuritas para los álbumes de moda.
Arcángel habla de la capital, que Nando no conoce, ciudad helada donde los burros son lanudos, las flores peludas y la gente abrigada entre su casa. Con voz trémula de cantante de tango Nando evoca el desierto, tierra de los antepasados, de donde Arcángel salió bebé para no volver. Le habla de indios desnudos que patean una pelota de trapo en un peladero de arena; de pueblos sedentarios, amarrados al suelo, pero hospitalarios con cualquier caminante que venga de lejos y les cuente historias de viajes; de contrabandistas que de noche cruzan la frontera cargados de mercancías y de día se entretienen apostando sus ganancias a las peleas de perros.
Hermano mayor y hermano menor dejan que los recuerdos vuelen, que las horas se estiren, que se enfríen los fríjoles de Severina, y no se percatan de la presencia taciturna que acecha desde el umbral.
—Una tercera persona estaba ahí… ¿Quién era?
—No puedo mencionar su nombre. Era mal agüero, y sigue siendo.
—¡Raca Barragán, El Tinieblo! El tercer hermano sobreviviente…
Nando y Arcángel siguen conversando. El único de sus nueve hermanos varones que queda vivo, el Tinieblo, está a sus espaldas, recostado en el quicio de la puerta, pero ellos no se percatan de su respiración irregular ni del golpeteo de su pulso alterado, no ven los pinchazos en sus venas esquivas, no presienten el sudor frío que empapa su eterna chaqueta de cuero. No adivinan los latidos de su corazón de hielo bajo la medalla de la Virgen del Carmen, cosida a la piel de su pecho sobre la tetilla izquierda…
Mayor que Arcángel, menor que Narciso, el Raca Barragán lleva veinticuatro torturados años haciendo maldades, a sí mismo y a los demás. Sería alto como Nando si no se encorvara, sería bello como Narciso si la luz de sus ojos no estuviera apagada, sería dulce como Arcángel si por su sangre no corriera tanta heroína y tanta hiel.
Severina supo que había tenido un hijo malhadado desde el momento mismo en que lo parió, en medio de dolores extraordinarios, y le vio la mancha opaca en el fondo de los ojos abiertos. «A este niño hay que temerle», dijo. Nando comprendió la naturaleza torcida de su hermano cuando vio el fervor con que torturaba a un gato a los dos años de edad.
A los seis aún no había aprendido a hablar, y a los doce Nando lo adoptó de mascota, le enseñó el arte de la violencia y lo involucró en todos sus tropeles.
—Lo adiestró para ser su heredero…
Lo llevó de la mano por los despeñaderos de la ilegalidad y la guerra y le trasmitió sin reservas toda su sabiduría peleonera. Pero nunca lo amó. No sentía por él ni la fascinación que le inspiraba Narciso ni la ternura protectora con que arropó a Arcángel. Aunque el Raca supo convertirse en el mejor estratega y el más hábil pistolero, la desfachatez con que mataba y veía morir despertaba en Nando un desprecio mal disimulado que se traducía en dureza de trato y ferocidad de palabra.
—Nando Barragán, rey de criminales, desdeñaba a sus iguales y admiraba a la gente de paz, de estilo, estudio y razón. Y el que te digo pero no nombro era un bárbaro, peor que él.
Al Raca, que se graduaba de matón porque lo jalaba el instinto pero también por afán de complacer a su hermano mayor, ese desdén lo carcomía por dentro. Su devoción por Nando crecía como la de los perros, que entre más apaleados más abyectos, y como no comprendía el motivo del desprecio fraterno, se esforzaba por superarlo perfeccionándose en el crimen y ensañándose en la crueldad. De tal manera que a los quince años, con la vida de varios Monsalves pesándole a las espaldas, se había convertido en un joven príncipe del horror.
A los dieciséis años le pasó lo peor. Por primera y única vez en su vida lo agarró la policía, cosa que nunca les ocurría a los Barragán, inmunes al brazo de la ley. Lo detuvieron durante una vulgar redada nocturna sin saber quién era, como a cualquier vándalo, y mientras la familia se enteró y pudo rescatarlo, permaneció tres días y tres noches hacinado en una celda provisional con otros doce presos. Doce ratas canequeras: putos, cuchilleros y mercachifles del vicio, mayores que él, más cancheros, que le hicieron lo que les vino en gana. Lo drogaron, le besaron el cuerpo, lo vistieron de mujer, lo violaron. Cuando salió no quiso hablarle a sus hermanos ni mirarlos a la cara. Nando Barragán se enteró de lo sucedido y él personalmente buscó y asesinó a cada uno de los doce hombres de la celda. Pero su asco por el Raca aumentó hasta la náusea.
Entonces el Raca se cansó de soportar vergüenza y rumiar amargura, se fue de la casa y desde entonces anda cruel, solitario, bandido y vicioso, y se desquita en otros de la abyección que le hicieron. Le roba al que no tiene, mata porque sí, atropella al indefenso, derrocha sangre fría, arma orgías donde pervierte a menores de ambos sexos.
—Los vecinos de La Esquina de la Candela tuvimos que soportar sus caprichos de adolescente corrompido. Fueron años negros para el barrio. Todo lo que El Tinieblo tocaba se marchitaba, todo el que se le acercaba, sufría. Desde entonces nadie quiso mentar su nombre, y se pusieron matas de sábila y escobas paradas detrás de las puertas para ahuyentar su presencia.
Jinete nocturno y sonámbulo, Raca Barragán cabalga motos de alta cilindrada por entre infiernos y pesadillas que no registra del todo su cerebro disecado en ácidos y alucinógenos. No se trata con la familia: con excepción de La Mona, que lo venera, ni lo quieren ni los quiere. Duerme de día sobre la arena sucia de playas perdidas y de noche ronda por baldíos, antros y basureros en compañía de una banda de gatilleros zarrapastrosos, sin cara ni nombre, que lo siguen como sombras donde quiera que va. Sus únicos amigos son un fusil G3 alias el Tres Gatos y un puñal que responde al nombre de Viernes; sus bienamadas son la Señora —una metra M-60—, la Morena —una manopla que muele huesos— y la Bailarina, una navaja automática que a una orden del amo va, mata y regresa.
—El muchacho se volvió una leyenda negra. Hacía todo el mal que podía, y el que no hacía, de todos modos se lo achacaban. Cualquier calamidad, hasta las inundaciones, las enfermedades o las sequías, se volvió culpa suya. Los niños le temían más que al Patas, más que al Coco, más que al Viejo de la Bolsa. Los adultos le rogábamos a Dios que nos librara del Tinieblo.
Sentados el uno al lado del otro, Nando —amarillo— y Arcángel —dorado— conversan cómplices, cálidos, cercanos, hasta que les hace voltear la cabeza un leve crujido del cuero de la chaqueta del Tinieblo. Esa chaqueta negra, tan absurda y hostil en el bochorno de la ciudad, de la que no se desprende nunca, como si fuera una segunda piel. Lo miran y los mira, trata de pronunciar una frase que se queda atrapada en su lengua adormecida.
—Vete, Raca —le ordena Nando con calma impersonal—. Estás drogado.
Él trata de equilibrarse sobre sus piernas inciertas, espera con mansedumbre perruna, busca sin éxito en los archivos revueltos de su averiada memoria una palabra que cruce el abismo, que acorte la distancia, que merezca el perdón.
—Vete —repite Nando, sin alzar la voz.
El Raca obedece en silencio y se aleja por el corredor hacia la calle, despidiendo a su paso una luz negra y triste que espanta a los animales del patio y ensombrece los rincones.
—Ni el Raca ni yo te servimos para nada —le dice Arcángel a Nando—. Él por demasiado malo, yo por demasiado bueno.
—A él lo empujé y a ti te frené. Hice mal. No se debe forzar la mano.
—Déjame llamarlo —ruega Arcángel—. Lo vamos a perder.
—Deja que se vaya. Hace tiempo lo perdimos.