Un hombre pesca a la orilla de un río de corriente perezosa y parda, espesa. Está parado en el porche de su casa, un ranchón de madera montado sobre vigas entre el agua, como un zancudo de patas largas. Como los zancudos palúdicos que zumban alrededor de su cabeza sin que él los espante. Sólo se mueve lo estrictamente necesario para echar hacia atrás la caña y lanzar más lejos el nylon con el anzuelo. De tanto en tanto la caña se tensiona por el tirón de alguna planta acuática, y su vibración agita la viscosidad del aire. Se acerca el mediodía y el pescador no ha sacado el primer pescado.

—Se murió el pobre río —comenta para sí—. Ya no arrastra sino mierda.

—¿Cómo se llamaba ese hombre?

—No se llamaba. Era nada más un pescador.

Su mujer se asoma a la puerta del rancho y pregunta: ¿Hay pescado para fritar? El hombre: No. La mujer: Bueno, entonces aso plátano.

El hombre recoge la caña, levanta el balde vacío, se monta en su chalupa y rema hasta la desembocadura de un arroyo que baja de la montaña, donde dejó su red engarzada al amanecer, a ver si atrapaba algunas sabaletas. Desde lejos ve que algo tranca el paso del agua, forzándola a brincar por encima. No se hace ilusiones: suelen ser ramas que la quebrada arrastra hacia el río.

Se acerca a la red, mete la mano. No, no son ramas. Parecen hojas… saca un puñado. Tampoco son hojas.

—¿Qué eran?

Son billetes. Saca un puñado de billetes. Vuelve a meter la mano y saca otro más.

—¿Qué hacía ahí tanto dinero?

Eso mismo se pregunta él, aterrado, maravillado, y no se sabe contestar. Está pasmado: no se atreve a moverse por temor a que desaparezca el tesoro. Su cerebro sigue paralizado, pero sus bolsillos reaccionan. Ya no se pregunta más, sólo quiere apropiarse del botín. Observa alrededor, por si aparece el dueño. Nada, nadie. Sólo lo miran unas lagartijas con manitas de niño. El corazón del pescador late con violencia, la saliva se le seca en la boca. Furtivamente, ojeando hacia los lados, con pánico de ser sorprendido, zafa la red tratando de recoger todos los billetes atrapados. Muchos se le escapan y arrancan río abajo, pero de todas maneras la red sale repleta. Los echa al balde, empapados, apelmazados, y los que no caben, al fondo de la chalupa.

—Mira lo que traigo —le dice a la mujer, de regreso al rancho.

Observan los billetes grises y verdes, brillantes y quietos como sardinas muertas.

—Esta moneda no es de aquí —dice él.

—Son dólares —dice ella—. Son billetes de dólar.

—¿Qué se podrá comprar con eso?

—Un radio nuevo. Y un televisor. Hasta una lancha con motor…

—¿Y si son falsos? Además, algún dueño han de tener…

La mujer agarra uno y lo mira a contraluz, después le muerde una esquina, le pega una restregada con la punta de su índice.

—Son más verdaderos que las siete llagas de María Dolorosa —dictamina—, y a partir de ahora son nuestros.

Los mete en canastos y corre a secarlos al sol, colgándolos de la cerca de alambre con las pinzas de la ropa.