Nando Barragán pasa las horas encerrado en la oficina haciendo lo que nunca antes. Se dedica al análisis, la lectura y la pensadera, para descifrar lo indescifrable. No se baña y huele a tigre enjaulado, no pierde el tiempo con mujeres, no bebe ni come: se mantiene vivo con café negro y cigarrillos Pielroja. Tampoco atiende asuntos de dinero. Los secretos del negocio se fueron a la tumba con Narciso y Nando no demuestra preocupación por rescatarlos, porque cuando necesita plata se la pide a la cruz de Caravaca. De su esposa, Ana Santana, se ha olvidado por completo.
—Sólo se olvida lo que alguna vez se tuvo en el recuerdo, y Ana no había logrado llegar hasta allá.
Ante los ojos de Nando, Ana no pasa de ser una silueta sentada el día entero frente a una máquina de coser y, a la noche, una presencia femenina más o menos deseable entre una cama redonda en la cual él jamás duerme, porque prefiere la hamaca y porque ve con desconfianza todas las camas, y en particular ésta, que es un fenómeno de feria.
De niño se perdía maravillado por la Ciudad de Hierro que cada año volvía más oxidada y más crujiente, después de dejar un reguero de tuercas y tornillos por los pueblos del desierto. Pero nunca montó en la montaña rusa, la rueda de Chicago o los carritos locos: sólo los observaba. Al lecho nupcial que le regaló Narciso sólo se encarama de tanto en tanto, unos pocos minutos, apenas los suficientes para echarle a su mujer un polvo de gallo, en silencio y sin emplearse a fondo, más por cumplir que por placer.
Y ahora ni eso. En cambio, ha ordenado que Arcángel abandone el encierro forzoso y lo mantiene al lado suyo. Con el mismo tono absoluto con que antes resolvió enclaustrarlo, decidió de repente permitirle una libertad condicional para convertirlo en su compañía permanente.
—¿Cuál era la obsesión que compartían Nando y Arcángel que los hacía olvidarse así del resto del mundo?
Un nombre. El de Holman Fernely.
Cuando los espías le llevaron a Nando los primeros datos relacionados con el crimen de Narciso, hubo uno que le llamó la atención. La noche anterior la telefónica había registrado una llamada desde la casa del Mani Monsalve a la recepción del Hotel Nancy, para un tal Holman Fernely.
Era la primera vez que Nando oía ese nombre. Se lo entregaron por escrito en un trozo de papel y lo leyó en voz alta.
—¿Se dice Olman o Jolman? —preguntó.
La segunda vez que lo oyó fue en un alarido espeluznante que salió de los sótanos y retumbó por la casa. Se lo arrancó Pajarito Pum Pum a un socio de los Monsalve que capturaron vivo, un viejo llamado Mosca Muerta. Lo sorprendieron en calzoncillos en casa de una moza, lo agarraron de los huevos, lo encerraron en los sótanos y lo torturaron hasta que cantó.
—Delató a Fernely como autor material contra la voluntad del Mani.
—¿Entonces Mosca Muerta confirmó la intuición de Severina?
—Sí. Dicen que Nando Barragán bajó personalmente para oír la confesión con sus propios oídos. Y que su gran dolor se redujo a la mitad: siguió penando por la muerte de Narciso, pero se alivió de la traición del Mani. Y que su gran ira sí siguió entera, pero toda dirigida contra una sola persona: Holman Fernely.
¿Quién es Fernely? Nando y Arcángel se dedican a documentar su vida y milagros con morbosidad de coleccionistas. Reciben la información de manos de altos oficiales que se la cambian por whisky. Pasan y repasan fotos y datos pero no comprenden al personaje extravagante que se dibuja ante sus ojos.
—Por primera vez en esa guerra, a un Barragán no lo mataba un Monsalve. Sino un Fernely. Un desconocido. Para Nando era algo imposible de entender. Se obstinaba en no creerlo, como si en la zeta violada y en el estallido de la granada no estuviera estampada la firma, nombre y apellido, de un extraño. De un advenedizo.
Los expedientes judiciales de Fernely hablan de deserción del ejército, de vinculación a la guerrilla, de consejos verbales de guerra. Ante las gafas negras de Nando Barragán pasan fotografías que lo muestran tras las rejas, o saludando la cruz gamada, o cantando himnos bajo la hoz y el martillo. Recibiendo premios al mérito o ganando carreras de bicicleta. En unas aparece mechiclaro, en otras pelinegro, o enrulado, o rapado; más gordo o más delgado. Todo su físico cambia como el del camaleón, salvo su fealdad sin remedio: no importa qué disfraz lleve, resulta desagradable mirarlo.
Arcángel, abstraído como si jugara inútiles solitarios con una baraja, ordena las fotos en hileras sobre la mesa y pasea sobre ellas su mirada suave y apacible, hecha para contemplar atardeceres.
—Este hombre es rubio, zurdo, habla poco, tiene la nariz quebrada, mide un metro con ochenta y está enfermo de los ojos —dice al rato en voz baja, con una certeza sin énfasis que Nando y los demás pasan por alto porque la confunden con la ingenuidad.
Los informes de inteligencia acusan a Fernely de agente de la CIA o de la KGB, de líder sindical, de rompehuelgas. Los dossiers lo reconocen como experto en explosivos entrenado por la ultraderecha en Israel, y como artillero graduado en una escuela para subversivos en La Habana. Viejos recortes de periódico lo implican en asaltos a cuarteles, robos de banco, secuestros de millonarios. En sus cartas privadas firma como Holman, como Alirio, como Jimmy, como El Chulo, como El Flaco.
¿Quién es, en realidad, Holman Fernely? Nando Barragán empieza a tenerlo claro. Diagnostica:
—Holman Fernely es un pobre hijueputa.
La maraña de datos judiciales, contradictorios, internacionales, le da vueltas en la cabeza como un carrusel. A él, que jamás ha salido de su país, que no se atreve a montar en avión, que no habla correctamente ni el idioma propio. Que no le vengan con cruces, con hoces ni martillos, a él, que es un líder natural, un delincuente común, un cacique de la tribu caníbal. Para darle caza al asesino de su hermano lo que necesita saber son las cosas importantes de su vida. Qué le gusta comer, con quién se acuesta, a quién le teme. Pero eso no hay quién se lo cuente, porque nadie lo sabe.
Cerca de la madrugada, cuando los hombres se retiran a descansar y a Arcángel lo vence el sueño en un sillón, Nando siente llegar del patio la primera alharaca de los pericos y los pasos ingrávidos de Severina, que va de jaula en jaula repartiendo alpiste, trozos de banano, gajos de naranja. Entonces se rasca su enorme cabeza y recuerda con cariño los tiempos en que la guerra contra los Monsalves no era sino balaceras escandalosas entre muchachos, con mucho tiro y poco herido. Añora otra época, parrandera y bohemia, en que la lucha se narró con coplas: Narciso El Lírico componía vallenatos contra los Monsalve, y ellos, que no eran inspirados, contrataban músicos a sueldo para que contestaran los insultos con otros peores.
—La ciudad entera se sabía esos duelos de canciones, que se tocaban en las fiestas y en las serenatas, y una casa disquera lanzó un LP con una selección de las mejores.
Nando le suelta más cuerda al recuerdo y llega conmovido al primer día de la guerra, cuando mató a su primo hermano Adriano Monsalve por culpa de la viuda de Marco Bracho. De ahí regresa al presente, trata de adivinar cuánto cobró Fernely por liquidar a Narciso y se pregunta si será el mismo pecado matar por amor que matar por dinero.
—Mucha agua debió correr bajo los puentes para que Barraganes y Monsalves pasaran de líos de faldas y guerra de coplas al profesionalismo frío de un Holman Fernely…
—Mucha sangre corrió bajo los puentes, y lo que tenía que pasar pasó.
Nando y sus hombres se exprimen los sesos discutiendo si será más conveniente buscar a Fernely en la ciudad o en la montaña, enfrentarlo de día o de noche, con arma blanca o de fuego, en emboscada o en duelo cuerpo a cuerpo. Analizan estrategias para romperle el alma, montan planes para hacerle tragar polvo, le dan vuelta a su psicología, estudian sus hábitos, detectan sus puntos flacos. Hasta que Nando se aburre.
—No más —dice—. Que lo comprenda su abuela, que yo lo mato a mi manera.