El abogado Méndez viaja con los ojos cerrados en un carro alquilado por las calles de la ciudad. Maneja el Tin Puyúa, ayudante y mano derecha del Mani Monsalve. Es él quien le ha dado la orden de mantener los ojos cerrados para que no se entere adónde lo lleva.

—Móntese atrás, recuéstese en el asiento, cierre bien los ojos y hágase el que duerme —le ha indicado el Tin—. El Mani no quiere que usted sepa a dónde lo llevo y a usted le conviene más no enterarse, así que, por favor, siga las indicaciones.

El abogado Méndez trata de dormir durante el trayecto pero no puede. Lo lamenta, porque no es fácil mantener los párpados voluntariamente cerrados durante tanto tiempo. Empiezan a temblar, amenazan con abrirse. Además, se está mareando. Como los vidrios oscuros del automóvil van subidos, siente calor y no respira bien, pero prefiere dejarlos así. Peor sería bajarlos y correr el riesgo de que lo vieran los hombres de Nando Barragán.

El rosado saludable de sus mejillas y la frescura habitual de su semblante se han perdido, y se le ha alterado el pulso. No se ha montado en ese carro por su propia voluntad, sino presionado por el Tin Puyúa, quien lo ha abordado a la salida de su oficina, en el centro de la ciudad, y le ha dicho que el Mani Monsalve quiere verlo y que lo manda recoger. El Tin se ha dirigido a él en términos corteses pero imperativos. Al principio el abogado Méndez trató de negarse, argumentando que en ese momento no tenía tiempo de viajar hasta el puerto para entrevistarse con el Mani.

—El Mani no está en el puerto —contestó el Tin—. Está aquí en la ciudad. Ha hecho el viaje sólo para verlo a usted, y se devuelve tan pronto termine la cita.

El abogado subió al carro sin preguntar más porque conoce bien a los Monsalve y sabe cuándo no se les puede decir que no. Además intuyó que el asunto debía de ser realmente urgente, o de otra manera el Mani no se metería a la ciudad a las dos semanas del asesinato de Narciso Barragán, exponiéndose de frente a la ira de Nando.

Ahora viaja en el asiento trasero y su mareo se hace más fuerte con las vueltas y revueltas que da el Tin para asegurarse de que nadie lo sigue. El muchacho frena en seco, maniobra bruscamente el timón, y en un momento dado al abogado le da la impresión de que avanza en contravía por una avenida, esquivando el tráfico. Antes de subirse, Méndez se ha percatado, por una calcomanía en el vidrio, que el automóvil es de alquiler. Eso lo tranquiliza un poco: al menos disminuye las posibilidades de que los encuentren los Barragán, que andan a la caza de Monsalves como perros muertos de hambre.

Después de media hora de idas y venidas, el Tin detiene el automóvil y le indica que se baje. Pero no abra los ojos hasta que yo le diga, le advierte.

El abogado Méndez camina, ciego y con la cabeza inclinada, del brazo del Tin Puyúa. Recorre un pasillo que huele a limpio y a nuevo. Sube varios pisos en un ascensor rápido y silencioso, siente unas manos que lo requisan de pies a cabeza, oye cómo alguien abre una puerta, penetra en un espacio alfombrado, siente el frío artificial del aire acondicionado, se sienta en un sillón cómodo y recibe por fin la orden de abrir los ojos. Lo hace, pero tras el esfuerzo prolongado de mantenerlos apretados sólo ve puntos de luz sobre un fondo negro.

Poco a poco recupera la visión hasta que frente a él, sentado en un sillón gemelo, aparece el Mani Monsalve recién bañado, con el pelo goteando, envuelto en una bata de toalla. Por la abertura de la bata se asoma la cacha del revólver que lleva en la sobaquera, sobre el pellejo. Tiene en la mano una Kola Román helada y le ofrece otra. Su voz no es la de siempre; es más opaca. Las pocas palabras que dice salen martilladas. El abogado acepta la gaseosa y mira alrededor mientras el otro se la trae. Estamos en una suite de un hotel de primera y nos han dejado a los dos solos, dice mentalmente, tratando de ubicarse.

En otras ocasiones el trato entre Méndez y el Mani ha sido fluido, fraternal, sin tensiones ni preámbulos. Hoy no. Mani se demora en volver a hablar y el abogado Méndez calla. Prefiere esperar. Los segundos caen uno a uno, gordos y morosos, atascados en las agujas del reloj.

Hundido en su sillón, el Mani estira voluntariamente el silencio hasta que se hace insoportable, sin dar señal de querer romper el hielo, como si pusiera a prueba el temple del abogado. Éste se da cuenta y lucha por no perder la serenidad: respira hondo y toma sorbos pausados de líquido. También el Mani toma Kola Román. Finalmente es el abogado Méndez quien se decide:

—Dime de qué se trata —dice—. Tú me mandaste traer.

—De Alina Jericó —responde el Mani, y al abogado le pega un brinco el corazón, porque confirma sus sospechas. Sí, el asunto es delicado, piensa. Una palabra en falso y es hombre muerto.

—Alina Jerico está bien —se anima a decir, logrando que su voz suene casi natural.

—Tal vez esté bien, pero está lejos de mí. Se fue de mi casa el día de la muerte de Narciso Barragán. Y se llevó a mi hijo antes de nacer. Alquiló un apartamento y se mudó. ¿Usted sabe, doctor, quién le ayudó a alquilar ese apartamento?

—Sí, yo sé, y tú también sabes, porque has ordenado que tus hombres la sigan día y noche. Yo se lo ayudé a conseguir. Como también los muebles, y las cortinas, y los trastos de cocina… Lo hice porque ella me pidió el favor. Porque me dijo que su voluntad era vivir lejos de ti, para proteger a su hijo.

—Hace una semana, Alina dio una comida en ese apartamento. ¿Usted sabe, doctor, quiénes asistieron?

—Las hermanas de ella con sus esposos, y yo. Sirvieron pollo al horno, puré de papas, ensalada de lechuga y cerveza. ¿Algún dato que no conocieras ya?

—Hace tres días, doctor, usted viajó en avión del puerto a la capital. Llevaba traje entero, de paño…

—Sí. Y más temprano en la mañana tenía puesta ropa de algodón. Me cambié en casa de Alina. Fui a ayudarla a firmar el contrato de alquiler y después no tuve tiempo de pasar por mi hotel antes de viajar… Pero no, Mani, yo no ando enredado con tu mujer. No te hagas ilusiones: ella no te dejó por mí. Si así fuera, te bastaría con sacarme del medio… El asunto es más grave, y tú lo sabes. No quieras tapar el sol con un dedo.

De nuevo el silencio se extiende por el cuarto, helado como la escarcha sobre las botellas de gaseosa roja.

Lidiar con el temperamento de Barraganes y Monsalves nunca ha sido fácil para el abogado Méndez, y menos si están irritados. Y celosos, como el Mani en este momento.

A lo mejor no vuelvo a ver la luz del día, piensa Méndez y trata de mirar por la ventana. No puede porque las cortinas están corridas. Fija la vista en un cuadro grande en azules y verdes pálidos, los mismos colores de la alfombra y la tapicería de los muebles. En el cuadro ve un velero demasiado estático sobre las olas y piensa que está mal pintado. Observa los ojos del Mani Monsalve, que permanecen inmóviles y absortos en un punto fijo de la alfombra, como si esperaran ver crecer las lanas. Ve las gotas de agua que aún ruedan por su pecho y se detiene en la cacha de madera que se asoma. Piensa: A lo mejor saca esa arma y hasta aquí llegué. No lo sorprende la idea. Lo sorprendente es que no haya ocurrido ya.

El abogado Méndez es coterráneo de los Barraganes y los Monsalves, aunque él de ascendencia blanca y ellos de ascendencia indígena. Su amistad con las dos familias data de antes de la guerra entre ellas. Cuando se metieron en los negocios torcidos y empezaron a enredarse con la ley, el abogado Méndez se sintió obligado a ayudarlos —a cada familia por su lado— por viejos nexos de solidaridad. Cada día las ganancias de ellos fueron mayores y también sus pleitos legales, y el abogado se vio cada vez más involucrado en su defensa. Muchas veces quiso zafarse y no pudo, porque sin proponérselo se había montado en un tren sin boleto de regreso. Estaba casado, sin opciones de divorcio, tanto con los Barraganes como con los Monsalves, y había invertido su juventud y parte de su madurez en el ejercicio extenuante de mantenerse vivo mediante un equilibrio perfecto y una imparcialidad meticulosa frente a los dos clanes.

Sabe que su integridad física está defendida, en cierto modo, por las leyes ancestrales de las dos familias, que obligan a respetar la vida de los abogados de la contraparte, así como de las mujeres, los ancianos y los niños. El abogado de tu enemigo —símbolo de su protección no frente a ti, sino frente al mundo exterior— es intocable según las leyes de la guerra interna. Lo malo es que no hay ley que hable de que una familia no pueda liquidar a sus propios abogados. Por cargo de traición, por ejemplo. Y eso es lo que está a punto de ocurrir. Para un hombre del desierto la peor traición es que le toquen a la mujer.

Cuando Alina Jericó le pidió apoyo para separarse del Mani Monsalve, el abogado Méndez previó con toda claridad los acontecimientos de hoy —una conversación igual a ésta y este mismo sentimiento de resignación ante la muerte, que en últimas no es sino una repentina fatiga de seguir vivo— como si se los mostraran por anticipado en un noticiero de televisión.

Era obvio que en la cabeza de alguien como el Mani no podía caber la posibilidad de que otro hombre se acercara a su esposa sin que mediara una cama. Además estaba ardido, destrozado y humillado por la separación reciente. Todo eso lo había tenido claro el abogado desde el principio. Pero no estaba en su carácter negarse a ayudar a que Alina y su futuro hijo se sacaran de encima la maldición de una guerra incomprensible para ellos. No le había quedado alternativa.

Ahora ya no hay nada que hacer. Todo está escrito, piensa, se acomoda mejor en el sillón, se endereza la corbata y recupera la estabilidad. Está en paz con su conciencia. No le ha tocado un pelo a Alina Jericó. No le ha hecho una insinuación siquiera.

Aunque… para qué se va a mentir a sí mismo a la hora de la gran verdad… No ha sido por falta de ganas, sino porque ella no le ha dado pie. También por respeto a su condición de embarazada… y sobre todo por temor al Mani Monsalve. Su relación con Alina no ha pasado de una franca amistad basada en el trato profesional, es cierto. Pero básicamente porque ella la ha planteado así. El abogado sonríe. Voy a pagar con la vida un mal pensamiento, cavila. Le divierte la idea y le da otra vuelta: Pena capital por desear la mujer del prójimo. Le suena a titular de diario amarillo.

A su vez el Mani, que se ha sumido en una meditación torturada y contradictoria, se mueve incómodo en el sillón. En el fondo del alma reconoce que lo que dice el abogado es cierto, que lo suyo no es un problema de cuernos. Ojalá lo fuera, porque bastaría con liquidar al gallinazo. Pero no, la cosa es más profunda, más difícil. Por un lado lo alivia no tener que matar a un amigo de toda la vida; por el otro, no quiere convencerse de que la solución a su dolor no sea algo sencillo como un tiro en la cabeza de un hombre. Se debate dándole mentalmente vueltas a esa moneda de dos caras, echándola sucesivamente al aire para considerar primero el sello, después la cara, y otra vez el sello y otra vez la cara.

Pasa un rato largo, y cuando lo único que espera el abogado Méndez es oír el disparo que le ha de totear el cráneo, oye en cambio la voz del Mani:

—Le creo, doctor. Creo lo que me dijo. —Su tono ya no es frío sino más bien indefenso, infantil a pesar del esfuerzo porque las palabras suenen recias—. Y lo felicito. Acaba de salvar una vida. La suya propia. Puede irse cuando quiera, el Tin lo vuelve a dejar donde lo recogió.

El abogado Méndez no tiene ganas de responder ni alientos para ponerse de pie. Sigue ahí, callado, prende un cigarrillo aunque sabe que al Mani le fastidia el humo, y le dedica todo el tiempo del mundo a tomarse lo que queda de Kola Román, como si no tuviera mejor plan para esa tarde. Entonces el Mani se para, descorre las cortinas y se pone a mirar hacia la avenida de enfrente, repleta de vendedores ambulantes que extienden su mercancía en el piso, bajo la sombra avara de unos almendros ralos. Desde su sillón, el abogado Méndez también ve la calle y la reconoce: en realidad, pese a las largas vueltas que dio el Tin Puyúa para despistar, están a pocas cuadras de su oficina.

—Alina no quiere hablarme, ni por teléfono —dice el Mani, todavía mirando para afuera, con la espalda vuelta hacia el abogado—. Le he mandado docenas de rosas y las devuelve.

Méndez nota algo extraño en su voz. ¿Será posible que esté llorando?, se pregunta. Sí. Lágrimas disimuladas le quiebran las sílabas al Mani. Hace un minuto me iba a hacer un juicio sumario y ahora me llora en el hombro, piensa Méndez risueño, y le responde:

—Dale tiempo al tiempo, Mani. Búscale una solución real al problema. A punta de rosas y de actos desesperados no vas a ningún lado.

—¿Y cuál es la solución?

—Son tres, ya lo hemos hablado. Uno: liquida el pleito con los Barragán. Dos: compra cuna y respetabilidad. Tres: limpia de una vez tu dinero y conviértelo en propiedades y en negocios legales.

—Llevo años tratando pero no es fácil.

—Ahora se presenta una situación excepcional. El Banco de la Nación va a abrir lo que llaman la «ventanilla siniestra», para recibir los dólares que le lleven sin preguntar nada, ni el origen, ni el nombre, ni la cédula, ni nada. La única condición es que sólo cambia mil dólares por persona. Mandas cien personas cada una con su cuota y en un sólo día limpias cien mil dólares.

—¿Usted me ayuda, doctor? Quiero decir, a dar los tres pasos… —La voz de Mani suena agradecida, arrepentida, casi servil ante el hombre al cual por poco asesina y que ahora reconoce como el único puente tendido hacia su mujer.

—Por supuesto.

El abogado Méndez se para, se estira el saco, se pasa dulcemente la mano por el pelo, como si se acariciara la cabeza milagrosamente ilesa, y se dispone a marchar.

—Espere, doctor —lo detiene el Mani—. Quedo en deuda con usted.

—Olvídalo —responde el abogado.

—Quiero pagarle sus favores de algún modo —insiste el Mani—. Dígame quiénes son sus enemigos.

El abogado Méndez comprende la frase: es una vieja fórmula de gratitud entre la gente del desierto, que equivale a decir «tus enemigos son mis enemigos».

—No amerita que los mates —contesta con una sonrisa no fingida, y se despide con afecto del Mani.