—¿Ha visto cómo el calor, cuando es tanto, desdibuja las cosas, como si les echara un velo por encima? Es que la resolana marea las imágenes, igual que el vaho de la gasolina. Y la demasiada luz quema los colores… Así fue como vimos aparecer a los Barraganes en el cementerio ese día ardiente de la muerte de Narciso: como vapores. Como una procesión de manchas en una fotografía velada.

—Estaba la prensa en el cementerio. Reporteros y fotógrafos de los periódicos, porque el asesinato de Narciso Barragán se había vuelto noticia famosa. Pero dicen que ninguna de las fotos que tomaron salió buena: sólo captaban una refulgencia cegadora que no era de este mundo.

La bola de vecinos y curiosos lleva rato esperando que aparezcan los Barragán. Mientras esperan, se defienden del ruido de las campanas atorándose los oídos con tacos de algodón. De las rabietas del sol se protegen bajo las alas extendidas de unos ángeles de yeso que ofrecen los únicos rincones de sombra del camposanto.

El pabellón de la familia ocupa todo el sector nororiental: allí se amontonan lápidas y más lápidas con sus nombres esculpidos en un mármol albino que se deshace en cal. Algunos tienen epitafio: Héctor Barragán, El Justiciero. Diomedes G. Barragán, tu mano cobró la deuda. Wilmar H. Barragán, vengador de su raza por la gracia de Dios. A los que fueron Barragán por parte de madre les reducen el apellido paterno a una inicial mayúscula y un punto, para que el clan siga unido y marcado también en la otra vida. Barraganes y más Barraganes, todos muertos de muerte antinatural, esperando el juicio final entre fosas recalentadas como hornos por el gran astro blanco.

—A esas temperaturas, ¿consiguen los muertos el descanso eterno?

—No. Se revuelven en las sepulturas acosados por sus culpas, se cocinan en sus propios gases y se hinchan hasta explotar.

Antes de ver a las Barragán, los vecinos las oyen a lo lejos y se sobrecogen: esos gemidos femeninos, más agudos que las más altas campanas, ¿vienen de ultratumba? No. Son voces humanas, ya se acercan, ya se entiende lo que dicen:

—¡Pobre de ti, Narciso, lástima de tu guapura, desbaratada!

—¡Tus ojos tan negros, se los tragará la tierra!

—¡Ay de tus ojos divinos, Narciso Barragán, que allá abajo no verán nada, no encontrarán a nadie!

—¡Mataron a Narciso, El Lírico! ¡Lo hicieron los enemigos! ¡No tuvieron piedad con su cuerpo, asesinaron hasta su alma!

Sólo Severina grita en voz baja, ronca, ahogada en rencor. Murmura en secreto una consigna de combate, una letanía pagana que no pide perdón, ni piedad, ni descanso eterno:

—La sangre de mi hijo fue derramada. La sangre de mi hijo será vengada.

—Y a la tumba de Narciso, ¿le pusieron epitafio?

—Sí. Un epitafio extraño, distinto a los otros, pero también dictado por el propio Nando. Así decía y debe decir todavía, si el calor y el tiempo no lo han borrado: «Narciso Barragán, El Lírico. Aquí yace asesinado, aunque no mató a nadie».