Narciso, o lo que queda de su cadáver deshecho, yace desnudo en la penumbra del oratorio familiar.
A los muertos los viste quien más los ama: Nando Barragán descuelga una camisa de organza con arandelas, blanca, crujiente de almidón y olorosa a limpio. Se inclina ante su hermano querido y se la pone con dificultad por los destrozos, con torpeza de niño lerdo que arregla su muñeco roto, desbaratado.
Le cubre la cara con un pañuelo de seda y lo coloca boca abajo entre el ataúd, sobre faldellines de encaje.
—En ese pañuelo quedó grabado el bello rostro de Narciso, pero con las facciones perfectas, como antes de la granada. Ese pañuelo todavía impregnado en pólvora y en perfume está guardado en la catedral, donde van a rezarle las personas con malformaciones faciales y las que se han hecho la cirugía estética. El sacerdote lo saca de la urna y lo coloca sobre la cara de los devotos, que amanecen curados de la deformidad y libres de cicatrices.
Las campanas de la ciudad rompen a doblar en un repiqueteo mortuorio que oscurece el cielo como bandada de cuervos. Nando Barragán se carga el ataúd a la espalda, lo saca a la calle con los pies hacia adelante y se lo entrega a las mujeres, que lo acompañan a pie hasta el cementerio en una procesión estancada y negra, como río de aguas muertas.
Nando regresa solo a su casa, enloquecido por tanto tañer de campanas. Se encierra en su oficina, muerde un trozo de palo con sus mandíbulas de gran carnívoro y da rienda suelta a la ira y al dolor. Por cada campanazo que cruza el aire, descarga un golpe de su frente contra las paredes, resquebrajando el cemento con las arremetidas del cráneo poderoso. Se arranca la ropa a jirones, se destroza los puños, hace volar los objetos sin tocarlos, con el solo magnetismo de su desenfreno.
—Quería tapar el dolor del alma con el sufrimiento del cuerpo, porque en su larga vida de hombre rudo había aprendido a soportar el segundo, pero el primero no.
—Su gran despecho era comprensible. A Narciso, su adorado hermano, lo habían matado fuera de tiempo, después de terminada la zeta. Y con una granada. Nunca antes en la guerra de ellos se había asesinado en forma tan irreglamentaria y cruel. Hasta entonces no se habían utilizado explosivos.
—A Fernely no le importaba, él mataba como fuera. Pero eso no lo sabía Nando. Ni siquiera sabía que existía Fernely.
Severina regresa del cementerio y escucha, desde el otro lado de la puerta cerrada y trancada de la oficina, los golpes del castigo que se inflige su hijo Nando, pero no interrumpe su duelo, por respeto. Acerca un butaco a la puerta y se sienta a acompañarlo desde afuera, y a esperar.
—Las campanas lo vuelven loco —dice—. Ya falta poco para que paren.
Las campanas se silencian y se apaga el eco de los porrazos. Ahora Severina puede oírlo respirar: una respiración agónica, entrecortada por sollozos de macho derrumbado, de fiera malherida con los colmillos quebrados y el alma rota.
Durante tres días con sus noches Nando permanece encerrado en ayuno y penitencia. Al tercer día abre la puerta y resucita, sobreviviente pero demacrado, exhausto, cubierto de cardenales. Se toma un botellón de agua fresca, mete la cabeza maltrecha entre la alberca, se deja caer en una hamaca y ordena a sus hombres:
—Averigüen quién mató a Narciso.
A Severina le consulta una duda que lo quema por dentro y que sólo ella puede absolver, porque es la única que descifra los enigmas de la propia sangre:
—Madre, ¿por qué me engañó el Mani?
—No fue él.