La casa de los Barragán se apacigua con el olor tibio del café recién hecho. Los hombres descansan en el patio con la expresión anonadada de los que esperaban el fin del mundo y a último momento les avisaron que se aplazó para otro día. Los animales domésticos se comportan con la atolondrada ingenuidad de los que estuvieron a punto de morir y nunca se enteraron. El sol cae generoso sobre todos, bañándolos en gracia y perdón.

Narciso Barragán sube del sótano hecho una fiera. No saluda a nadie; ni siquiera le contesta a Severina que le ofrece arepa de huevo y tajadas de papaya.

—Les dije que no iban a venir. Mancadas, perdederas de tiempo, pura mierda —murmura indignado mientras se sacude el frac blanco, irremediablemente echado a perder durante la noche más larga y aburrida de su vida, diez horas infernales asediado por el mal genio, la claustrofobia y los gases de catacumba de los sótanos.

Pasa por delante de Nando y no se digna voltear a mirarlo, sólo bufa de la ira. Ya no baila cumbias ni derrocha encantos: les tira patadas a los perros y le gruñe a la gente. Tampoco irradia blancura y elegancia: está sucio, pasado y matado, igual a cualquier Pajarito Pum Pum, a cualquier Simón Balas.

Coge el teléfono, llama a su novia la modelo, trata de componer la voz.

—Anoche no pude llegar, belleza… No fue culpa mía, muñeca… Sí ya sé, tu cumpleaños… Te juro que no… Déjame explicarte… Tienes toda la razón, pero yo… Es que… Espérame, salgo enseguida para allá.

Cuelga el teléfono, se precipita al lavadero, se lava la cara sin jabón y los dientes sin dentífrico, se cambia la camisa sin fijarse cuál se pone, sale de la casa como una exhalación, agitado como un colegial que va tarde a clase, y mientras corre se pasa el peine por el pelo.

—Debió ser la única vez que Narciso Barragán salió de su casa sin haberse mirado mucho rato al espejo…

—Así es. Llevaba tanta prisa y tanta rabia que no se despidió ni de su propia imagen.

Arranca en su Lincoln soberano y lo violenta con el acelerador para que vuele como un jet. Atraviesa La Esquina de la Candela como un bólido violeta, arrollando con la trompa los costales de arena que los vecinos no han terminado de retirar. Devora kilómetros sin respetar semáforos ni señales de pare.

Los rayos del sol recalientan el Lincoln y Narciso, que se cocina adentro y se marea con el olor concentrado de su propio perfume, abre las cuatro ventanas y le da la bienvenida al ventarrón que entra a chorros y le despeja la fatiga y el mal sabor de la trasnochada.

Llega por fin a un barrio residencial de las afueras, de calles sombreadas por los gualandayes, poco tráfico y cercas tapadas de buganvillas naranjas y fucsias. Nada ve y en nada piensa, salvo en la frase salvadora que va a echar por delante para vencer la resistencia de la mujer que dejó plantada anoche.

Si le dice la verdad no se la va a creer, si le dice mentiras no se las va a perdonar. ¿Cómo explicarle, a ella que es fina, esbelta y civilizada, que si la dejó esperando fue porque no pudo sacarse de encima a la bestia de su hermana que lo encañonaba con un rifle?

Deja atrás residencias amplias, claras, iguales las unas a las otras, con jardines de prados bien podados y aparatosos automóviles parqueados a la entrada. Mejor hablarle de una reunión de negocios que se alargó hasta la madrugada. O de una sorpresiva enfermedad de su madre: un ataque de asma, una caída, una falsa alarma.

Atraviesa un parque con columpios donde juegan unos niños y conversan unas sirvientas. ¿Y si mejor no le explica nada y que se vaya si no le gusta? Para eso hay tantas… No, eso nunca. No quiere perderla. Hay muchas, pero su orgullo no resiste perder a ninguna, y menos a ésta…

Pasa frente a un centro comercial, con un supermercado, droguerías, almacenes de ropa, oficina del correo, floristería. Tal vez si para y le compra rosas… Pero no, tiene el asiento trasero lleno de flores marchitas, las que le iba a entregar anoche…

Panadería, lavandería, joyería… Puede comprarle una esmeralda… Pero aún es temprano y no han abierto. Deja atrás el centro comercial, hace un cruce a la derecha, uno a la izquierda, otro a la izquierda y desemboca en la calle de ella.

En medio de la ciudad desbaratada y tragada por los tugurios este barrio es una rareza, sin basura amontonada en los andenes, sin huecos en el asfalto… Unos trabajadores de Obras Públicas, con sus uniformes amarillos, nuevos, reparan postes de luz, y su camioneta gris está atravesada al final de la calle.

Un barrio tranquilo, silencioso… Unos muchachos juegan fútbol en la mitad de la vía. Narciso toca la bocina para que se aparten.

La ha visto a ella: en la tercera casa de la derecha, asomada al porche, con grandes gafas de sol, descalza, de camiseta suelta y shorts que dejan al descubierto sus piernas kilométricas. Ella le hace señas con la mano. ¿Lo saluda? Entonces tal vez no esté enojada… Pero los futbolistas no le dan paso y él se impacienta, se pega a la bocina, saca la cabeza por la ventana para gritarles que abran paso. Ella se ve radiante, preciosa, a lo mejor ya lo perdonó, Narciso no ve la hora de besarla, pero le incomoda la idea de no traerle regalo… Tal vez si le entrega las botellas de champaña… ¿A estas horas de la mañana? Absurdo. Le va a dar un beso, y nada más.

Pero los muchachos del fútbol no se apartan. Uno alto, rubio, feo, demasiado maduro para estar jugando entre adolescentes, se acerca al automóvil.

Narciso no repara en él porque sólo la mira a ella que lo espera en la puerta, y se tranquiliza al ver que lo recibe con una sonrisa luminosa, sin reproches.

El deportista rubio se le acerca aún más, se pega a la puerta del carro como si quisiera pedirle alguna cosa. De repente Narciso percibe algo horrible en la expresión de ese hombre: le adivina en la cara la intención de matar. Entonces, por fin, en la última fracción de segundo, los ojos divinos de Narciso, El Lírico, se abren a la realidad y alcanzan a ver impotentes como el flaco feo destapa con la boca una granada de mano y la tira por entre la ventana abierta hacia el interior de su Lincoln nazareno y oro, color sacrificio como altar de viernes santo, día de pasión y de crucifixión.