—Para la gente del desierto, la zeta, o sea el momento de ir a cobrar el muerto, era el punto estelar en una cadena de sangre. Como el nocaut en el box, el home run en el béisbol, la voltereta en los toros. Sin la ejecución de las zetas el juego no tenía pies ni cabeza. Una zeta duraba una noche, ni un minuto más, ni uno menos, según una tradición estricta que Barraganes y Monsalves habían respetado durante veinte años. Llevaban dos decenios de sacrosanto acatamiento de esos aniversarios, que regulaban sus vidas en ciclos de muertes y venganzas, tan naturales como el verano y las lluvias, la Cuaresma y la Pascua, la Semana Santa y la Navidad. Esa noche, sin embargo, las horas iban pasando sin novedad. Desde que se produjo la llamada del Mani, alrededor de las nueve, los Barraganes se concentraron en La Esquina de la Candela para custodiar a Narciso. Pero dieron las doce y no había pasado nada. Tampoco pasó nada a la una, ni a las dos, ni a las cuatro.
A las cinco de la madrugada Nando abandona el frente y pasa por la cocina de Severina, para descansar un poco.
—¿Nada? —le pregunta ella.
—Nada —contesta extrañado—. Pero todavía les quedan dos horas.
Ha dado órdenes de que le avisen a la menor señal. Dan las seis de la mañana, en el patio nace una luz fresca que despierta a las gallinas en sus varas, a los mirlos cantores, a los perros, al mico grosero. De los Monsalves no se tiene noticia.
Severina nunca ha visto a su hijo tan nervioso. De nada vale el caldo de papa con perejil que le prepara para tranquilizarlo, ni la paciencia con que le soba el cuero cabelludo. Nando se ha quitado las Ray-Ban y las bolas miopes de sus ojos bailan sin eje, nubladas por el desconcierto. Lo que le preocupa no es que los enemigos ataquen, sino que no lo hagan. No resiste que le rompan los esquemas. La sola idea de que una zeta transcurra en paz lo saca de quicio, y hace que la ansiedad le suba grado a grado, como si fuera fiebre.
Dan las seis y media, los pollos comen maíz, las chinitas restriegan ropa en el lavadero, todo el mundo hace lo que tiene que hacer, menos los Monsalves, que no aparecen.
—¿Y si no atacan? —le pregunta Nando con voz lela al vacío—. ¿Si esta vez no hay muerto?
—¿Y si la próxima vez tampoco? —devuelve la pregunta, como un eco, Severina.
Van a ser las siete, hora de cierre de la zeta, y a Nando le agarra un malestar general con depresión y taquicardia. Los Barraganes lo rodean, alarmados.
—Le va a dar la gripa —dictamina alguno.
—Es el cansancio —corrige otro.
—Es la tensión.
—No —dice Severina—. Es la sospecha.
—¿La sospecha?
—La sospecha de que la vida podría ser distinta.