—Cada vez que caía una zeta había conmoción en La Esquina de La Candela. Los Barraganes tenían cómo protegerse y cómo defenderse. Sus mujeres y sus hijos se refugiaban en los sótanos, capitaneados por La Mona, y ellos salían a hacerle frente a los Monsalves. Pero en el resto del barrio cundía el pánico. No teníamos adónde ir ni a quién acudir, y pasábamos la noche en vela, esperando lo peor.
La noche más larga fue esa en que se regó el chisme de que los enemigos vendrían al barrio por Narciso Barragán. Los jóvenes se le volaron a los padres para ir a sumarse a la guerra, y los viejos nos encerramos en las cocinas, a esperar. El párroco y las beatas salieron como profetas del apocalipsis a decir que si no entregábamos a Narciso, los Monsalves pasarían de casa en casa como ángeles exterminadores, degollando a nuestros primogénitos. Les creímos y se armó el juicio final. ¿Pero cómo les íbamos a entregar a Narciso, si no lo teníamos? Los más exaltados agitaban para que entre todos atacáramos la casa de los Barragán, tomáramos cautivo a Narciso y le entregáramos su cabeza a los Monsalves, para que se calmaran. Pero a la hora de la verdad contra los Barraganes nadie se atrevió a alzar un dedo. Si a los Monsalves, que eran los enemigos, les teníamos miedo, a los Barraganes, que eran los amigos, les teníamos pavor. La única persona en el barrio que conservó la calma fue el Bacán. Miró alrededor sin ver nada, cerró sus ojos lavados, clarividentes, y siguió jugando su interminable partida de dominó. Sus amigos, los del combo, lo acompañaron toda la noche sin pestañear.
—Hacia la medianoche corrió la voz de que ya llegaban los Monsalves, que eran más de sesenta hombres en doce jeeps. Nos protegimos detrás de las puertas armados de piedras, garrotes y ollas de aceite hirviente, y esperamos a que sucediera lo peor. Esperamos mucho rato, pero nada que llegaban.