Nando Barragán está reunido con los suyos en el patio central de su casa, y el sol poniente, que se cierne a través del encaje de hojas del tamarindo, espolvorea un aserrín de luces y sombras sobre su tribu de gente amarilla. Todos se han hecho religiosamente presentes para rodear al jefe, incondicionales a su servicio, como ocurre siempre que cae una zeta.
Esperan de pie, apoyados contra los muros, aspirando silenciosos cigarrillos y aplastando las colillas contra los baldosines del corredor, listos a salir a devorar Monsalves a la primera señal. Nando medita, tendido en una hamaca, en medio de ellos.
Salvo Arcángel, que está recluido en su cuarto, Narciso, que nadie sabe dónde está, y El Raca, que a nadie le importa, no falta ninguno de los varones vivos del clan. Primos hermanos, primos segundos, tíos, compadres: están presentes los Barragán Gómez y los Gómez Barragán, los tres hermanos Gómez Araújo, los dos pelirrojos Araújo Barragán, Simón Balas, Pajarito Pum Pum, El Tijeras, El Cachumbo.
Desplomado en su hamaca Nando fuma y piensa, y no hay quien se atreva a romper su mutismo de viejo guerrero que repasa la estrategia. De repente una gallina clueca se le encarama en la rodilla y todos la dan por muerta: esperan que el jefe la lance de un manotazo contra la pared y la transforme en mazacote de míseras plumas. Pero él la deja estar, condescendiente con su tibia presencia.
La Mona Barragán se abre paso a empujones por entre el personal masculino, se acerca a la hamaca y le dice algo a su hermano mayor al oído. Entonces Nando rompe el suspenso del patio y con voz monótona de sacerdote soñoliento que oficia misa sin fervor, anuncia que le han vendido el secreto de que los Monsalves ya están en la ciudad, en alguno de los hoteles del centro.
—¿Cómo le vendían los secretos?
—Nando Barragán montó un sistema infalible de inteligencia y espionaje. En la ciudad no se movía una hoja sin que él se enterara. Era una red de vecinos, de taxistas, de lustrabotas, de loteros, de prostitutas, de policías, de agentes de aduana, de lo que quiera, que le hacían llegar secretos. Él se los compraba a cambio de dinero, de protección, o simplemente a cambio de dejarlos vivir en paz.
Nando reparte órdenes: Las mujeres y los niños a los sótanos. Los hombres a los jeeps, para caer en batida sobre el centro y buscar a los Monsalves por los cinco hoteles: el Intercontinental, el Caribe Inn, el Bachué, el Diplomático y el Nancy.
—¿Entonces era cierto que existía un laberinto bajo tierra en la casa de los Barraganes?
Es un refugio subterráneo, húmedo y oscuro, que ellos llaman «los sótanos». Tiene boquetes abiertos al nivel de la calle para montar guardia con carabinas. La casa de los Barragán es en realidad todas las casas de una manzana unidas entre sí, y los sótanos las conectan unas a otras por debajo de la tierra. Los utilizan como trincheras, caletas de armas, depósitos de mercancías y escondite. Tiene varias salidas hacia el exterior, todas secretas.
—Se hablaba de un túnel que iba desde La Esquina de la Candela hasta las afueras de la ciudad. A Nando Barragán lo vimos alguna vez entrar a su casa y después supimos que había aparecido, a los dos minutos y sin pisar la calle, a veinte cuadras de distancia.
—Algunos decían que los sótanos no eran sino una red de cañerías de aguas negras. Otros opinaban que era un prodigio de ingeniería militar.
La Mona Barragán asume el mando de los que se quedan. Morena cetrina y hombruna, tiene los dientes y los colmillos enchapados en oro blanco y el pelo apretado atrás en una trenza larga y recia como un rejo. Cumplió treinta y cuatro años, es mal hablada como un arriero y malgeniada como un demonio y su vida transcurre dividida entre dos únicas y grandes pasiones: la armería y las telenovelas.
Es famosa por su puntería infalible que le permite cazar ratas con cauchera y por su destreza para distinguir la marca y el calibre de un arma por el sonido del disparo. Es más veloz que cualquiera para desarmar y volver a armar un fusil y derrota al que se atreva a desafiarla a pulsear.
—Por el barrio se decía que esa Mona era mujer de tres huevos…
Sin embargo, todos los días, a las siete y media de la mañana y a las cinco en punto de la tarde, enciende el televisor y se sienta en un butaco a ver sus telenovelas favoritas. En las escenas tristes llora sin pudor, adora a los buenos y abomina de los malos y no hay nada en el mundo que le haga apartar los ojos de la pantalla, tal como pudieron comprobar los suyos el día que el río se desbordó e inundó la casa, y mientras todos bregaban por salvar los muebles ella alzó en vilo el televisor —un armatoste arcaico con imágenes en blanco y negro—, lo colocó encima de un armario para que no se mojara y terminó de ver el capítulo de «Simplemente María».
Con las cananas terciadas al pecho, una carabina San Cristóbal en la mano, faldas amplias y botas de caucho, La Mona recluta su pelotón de hembras y menores y los arrea trotando por la escalera negra que desciende al sótano. Ilumina los pasadizos tenebrosos con antorchas que clava en las paredes de greda mohosa y circula por el laberinto de túneles encharcados como un general en el campo de batalla.
A berridos y a trancazos organiza a sus cristianos. Reparte entre las mujeres las armas que no se llevaron los hombres: una miscelánea de vejestorios que va desde una ballesta oriental de repetición hasta la Walter P38 de un oficial nazi que después de la guerra se refugió en el trópico. Ordena traer agua potable, cobijas y provisiones para la noche. Instala a las chinitas y a los menores en un lugar seco. A Ana Santana, que ha bajado con un tejido entre las manos, le tira lejos lanas y agujas y la obliga a recibir una pistola.
—Para que vaya aprendiendo, mija —le dice—, cómo son las cosas por aquí.
—¿A Arcángel, el menor de los hermanos, lo dejaron encerrado en su cuarto?
—No. También bajó a los sótanos, con su brazo vendado, protestando tímidamente porque lo trataban como a un niño y pidiendo un arma.
—Y La Mona, ¿lo insultó?
—No. A Arcángel nunca lo insultaba. Le soltó una sonrisa chueca de su dentadura metálica y le escupió a la cara tres órdenes militares, lo que tratándose de ella era expresión pura de cariño. Además le dio el arma que pedía. Pero no le permitió unirse a los que salían a buscar camorra.
Arriba, en el patio, la noche apesta a sudor de hombres coléricos y en el aire vibran, filudas y calladas, unas ganas sagradas de venganza. Gómez Barraganes, Barraganes Araújos, Pajarito Pum Pum, El Tijeras: se disponen a infligir el castigo ritual en la fecha señalada. Se dividen en grupos según disposición de Nando y esperan entre los jeeps con el motor prendido a que den la largada, juagados en espuma como caballos de hipódromo. Tensos, eléctricos y reconcentrados como competidores de los cien metros planos. En sus marcas… Listos… Paren. ¡Paren! Vuelvan atrás. Ordenes del jefe. Apaguen los autos. Enfunden las armas. Otra vez todos al patio.
Nando se acaba de enterar que de siete a nueve de la noche hay un acto de gobierno con funcionarios públicos e invitados internacionales en uno de los edificios del centro. Para proteger a los participantes la policía militar ha regado docenas de hombres por la zona, que además está inundada de escoltas y guardaespaldas.
La milicia privada de Nando Barragán no tiene problemas con la policía local, que no interfiere con sus acciones gracias al viejo pacto, hasta ahora respetado por parte y parte, de beneficio mutuo, coexistencia pacífica y vista gorda. Pero caer al centro de la ciudad cuando está militarizado y patrullado por gente de afuera es enredarse en conflicto ajeno. Hay que aplazar la movida hasta las nueve.
—No importa —dice Nando—. No hay afán. Esto paraliza a los Monsalves también.
Los hombres vuelven a encender cigarrillos y a sumirse en la lenta melancolía de los ejércitos desmovilizados. Nando ordena que les repartan tazas de agua de panela y trozos de queso fresco. Algunos se tienden en el suelo y duermen, otros conversan en la oscuridad.
A las nueve los vengadores se ponen de nuevo en pie de guerra y llenan el patio de ruidos sordos de pisadas y de fierros. Se echan agua en la cara, toman las armas, se hacen la señal de la cruz en la frente, en el pecho, en el hombro izquierdo y en el derecho, y vuelven a los jeeps a esperar al jefe máximo.
Nando se demora dos minutos mientras se encomienda en privado a su talismán protector. Lo aprieta con devoción entre la mano, Santa Cruz de Caravaca, a tu Poder yo me acojo, y en ese preciso instante suena el teléfono.
Severina contesta.
—Es para ti, Nando.
—Ahora no, madre, ¿no ves que ya me fui?
—Espera. Dice que es el Mani Monsalve.
Al oír ese nombre Nando Barragán queda tieso, como un gigante petrificado, y en la tensión de la sorpresa se entierra en la palma la cruz de los cuatro brazos.
—¿Acaso ellos hablaron personalmente alguna vez?
—Una sola vez en su vida de adultos, y fue ésa.
—¿Y cómo se supo en el barrio?
—Así eran las cosas. Los Barraganes sabían todo lo que ocurría en la ciudad, pero en la ciudad también sabíamos todo lo que ocurría en la casa de ellos. La noticia de la llamada nos pareció extraña. Enemigos a muerte de toda la vida, Nando y el Mani, como quien dice agua y aceite, perro y gato, sin relacionarse jamás como no fuera a tiros, y de repente esa llamada. Nando creyó que era una trampa, una burla o un engaño, pero de todos modos pasó al teléfono.
Nando no sabe cómo es la voz del Mani y sin embargo, apenas la oye, detecta su misma sangre.
—¿Cómo iba a reconocer esa voz, si jamás la había escuchado?
—La reconoció sin conocerla, por instinto, por olfato.
La identifica desde el primer ¿Aló?, con la misma certeza con que distingue un lobo el aullido de otro animal de su especie. Un súbito dolor en la rodilla minusválida le confirma que está hablando con el hombre que se la deshizo de un balazo. Es él, le dice a Severina mientras tapa la bocina con la palma lastimada de la mano.
El Mani Monsalve pronuncia cinco palabras y cuelga.
—¿Cuáles fueron exactamente?
—Dicen que sólo cinco palabras: Esta noche cuiden a Narciso.
Nando Barragán quedó sumido en las oscuridades de la perplejidad. Lo que acaba de suceder no tiene antecedentes en la larga historia de su guerra cruenta.
—Dicen que fue un hombre distinto antes y después de la llamada de su primo hermano, el Mani Monsalve. Toda una vida peleando según unas reglas del juego, y de pronto, de buenas a primeras, aparecía tu enemigo para advertirte por qué lado iba a golpear, para contarte el secreto de su siguiente jugada…
Nando rebusca alguna luz en el fondo de su entendimiento y sólo encuentra espejismos, suposiciones, dudas y sin sentidos. Si van a matar a Narciso, ¿por qué le avisa el Mani? ¿O es que la intención es otra, y la llamada pretende confundir? ¿Por qué llama personalmente el Mani Monsalve? ¿Sólo por montar una treta? Nando mira a Severina, que ha permanecido parada a su lado, pero no le cuenta lo que dijo el Mani. Sólo le pregunta:
—¿Le creo o no le creo?
—Créele.
—Entonces hay que encontrar a Narciso.
En este mismo instante Narciso puede estar en cualquier parte —bar, restaurante, gallera, bolera, rumba, serenata— desprevenido y encantador, bajo la mira de un arma enemiga. ¿Cómo llegar hasta él antes de que lo alcance la bala asesina? Severina tiene la respuesta: San Antonio. Voy a poner de cabeza a san Antonio.
—Es una vieja costumbre en el barrio. Siempre que alguien busca algo, desde empleo o novio hasta una llave perdida, pone patas arriba la imagen del santo, que con tal de que lo devuelvan a los pies encuentra lo que sea.
—Y en esa ocasión, ¿dio resultado?
—San Antonio les hizo el milagro. Antes de media hora Narciso apareció por su casa, por su propia voluntad, sin que nadie lo hubiera encontrado ni llamado, todo perfumado y engalanado porque iba de paso para una fiesta en casa de su novia la modelo.
Por la puerta de la calle entra Narciso Barragán, El Lírico, de frac blanco con gardenia en el ojal, radiante y risueño, recién salido de un baño turco y un masaje japonés, inocente de todo peligro y desentendido de cualquier guerra. En el Lincoln violeta lleva flores y champaña para celebrarle el cumpleaños a una muñeca fina que quiere enamorar.
—¡Feliz Año Nuevo! —les grita en pleno agosto a los esforzados pistoleros de su hermano, y les pasa por el lado bailando suavemente una cumbia sabrosona.
—¿No sabía que era una zeta?
—Sí sabía, pero se hacía el loco.
Encuentra a Severina, se agacha para darle un beso sonoro en la frente, le pide canturreando que le sirva un plato de arroz con leche y sólo alcanza a ejecutar otros dos pasos de su cumbia cienaguera cuando le cae encima la humanidad sobredimensionada de Nando Barragán y lo inmoviliza.
Narciso patalea para zafarse, grita y maldice, echa chispas doradas por los ojos preciosos, pierde los mocasines. En la resistencia inútil se le ensucia el frac, se le deshoja la gardenia, se le altera por completo el peinado a lo Gardel. Pero Nando, sin darle explicación ni tregua, lo arresta y lo arrastra hasta los sótanos y se lo entrega a La Mona, con una orden:
—De aquí no lo dejas salir hasta mañana.
La Mona trinca a Narciso de cara contra la pared, le clava una rodilla en los riñones, lo encañona en la nuca con su San Cristóbal y le repite, demasiado cerca del oído, con su peor entonación:
—Ya oíste. De aquí no te mueves hasta mañana.
—A raíz de la llamada del Mani, Nando Barragán cambió de estrategia. Ya no iban a cazar enemigos por los hoteles, porque lo fundamental era volcar todas las fuerzas a la defensa de la casa, o sea de Narciso, que ya estaba entre la casa. Cuando los Monsalves vinieran por él tendrían que sitiar la fortaleza y tomársela. Si eran capaces. Iba a ser una gran batalla, la más espectacular de todas, y nosotros, las juventudes del barrio, también queríamos ser protagonistas. Así que nos sumamos a la causa de los Barraganes y les ayudamos a armar trincheras por las calles vecinas, con adoquines, cajas, piedras, muebles viejos, costales de arena.
Nando Barragán prepara la defensa más impresionante que se ha conocido en el país desde los tiempos de los piratas. Oficia de comandante en jefe de las fuerzas unificadas de La Esquina de la Candela y se hace presente en todas partes al tiempo, como el Espíritu Santo, para organizar barricadas, ubicar francotiradores, armar piquetes, comités, comandos suicidas, vanguardias y retaguardias. Ningún detalle escapa a su control absoluto de único y grande señor de la guerra.