—Alina Jericó había dicho que si quedaba embarazada abandonaba a su marido, y quedó embarazada. ¿Cumplió su promesa? ¿Abandonó al Mani Monsalve?
—No fue exactamente así como planteó la amenaza. Era una mujer de carácter, capaz de cumplir su promesa. Pero estaba enamorada de su marido, y le dejó una puerta abierta. Cuando le confirmaron el embarazo, lo que le dijo al Mani fue: Un muerto más por culpa tuya, y me voy.
Alina le entrega al Mani el certificado del laboratorio y sale del despacho después de soltar su última y única frase: Un muerto más por culpa tuya, y me voy.
El Mani queda ahí, con el papel entre las manos, mudo y tieso como un pájaro disecado, sin saber qué pensar ni qué decir, con su cicatriz de media luna estampada en la cara como un signo de interrogación.
La amenaza de Alina palpita ante él como un sapo grande y negro, dispuesto a saltarle a la cara. Dos cables pelados se le cruzan en el cerebro, hacen cortocircuito, huelen a chamusquina: el nacimiento de su hijo y el asesinato de Narciso Barragán. Le toma un rato reponerse de la parálisis cerebral y el embotamiento de los miembros y cuando cae en cuenta de que ha debido abrazar a Alina, o felicitarla, o invitarla a brindar, ella ya ha salido de la oficina con los ojos aguados y un nudo en la garganta, dejando tras de sí, suspendidos en el aire helado, el rumor de seda de su ropa y el recuerdo de sus pies de diosa griega.
El Mani mira la hora. Son las siete y diez, y en cualquier momento durante la noche puede producirse el hecho que lo apartará para siempre de su mujer y de su hijo. A menos de que logre dar marcha atrás a un operativo que ya va demasiado lejos. Se agarra la cabeza a dos manos. Ahora desea que Narciso Barragán sobreviva con la misma fiebre con que días antes quería que muriera.
Con movimientos todavía lerdos se calza los tenis, se amarra los largos cordones y se pone de pie. Va a salir detrás de Alina para tranquilizarla, para asegurarle que no pasará nada, pero se frena: no puede perder un minuto. Le dan ganas de orinar pero aplaza la ida al baño: no hay tiempo.
Agarra el teléfono transparente y por la línea interna manda llamar al Tin Puyúa. Mientras lo espera, saca una botella de Kola Román de un refrigerador empotrado en la biblioteca sin libros y se la baja de un solo trago largo, siguiendo curva a curva el trayecto del líquido frío hasta que le cae al estómago. Siente alivio en su cerebro recalentado y recupera algo de aplomo, pero lo fastidia la urgencia de orinar.
—¿Sabes dónde encontrar a Fernely en este momento? —le pregunta al Tin.
—No era propio de Mani Monsalve preguntar así. Él siempre había estado al tanto de todo, y ahora lo agarraban desinformado, fuera de base, desconectado, pendiente de su ayudante para un dato de vida o muerte.
El Tin Puyúa olfatea lo anormal de la situación. El Mani siempre da órdenes y respuestas, jamás hace preguntas, y hoy no ha hecho sino interrogar y pedir opiniones. Al muchacho se le crece el ego: le produce orgullo secreto estar más enterado que su jefe. Contesta con ínfulas:
—Sí sé. En el Hotel Nancy, en la ciudad. Dijo que estaría ahí, esperando instrucciones de Frepe.
—Entonces llámalo —ordena el Mani. La Kola Román ha seguido su trayecto descendente y ahora cae en la vejiga, aumentando la presión.
—¿Por teléfono?
—Sí. Ya mismo.
Tin Puyúa no puede creer lo que oye. El Mani, que no comete errores, acaba de darle una orden disparatada. Tin protesta: Pero es seguro que Fernely no se registró con su nombre… Mani insiste, como si nada: Que llames, dije. Tin obedece: el conserje niega que se haya registrado alguien llamado Fernely.
—Te lo dije, Mani —se la cobra el Tin, y se anima a seguir—. Ojalá Fernely no se entere de que lo andamos preguntando desde el teléfono de tu casa, por su nombre, horas antes de un golpe.
Mani no lo oye. Lo único que le importa es no perder a su mujer y lo que más lo apremia son las ganas de orinar, y lo tienen sin cuidado cosas como la opinión del Tin o la seguridad de Fernely.
—Entonces ubica a Frepe en la ciudad por radioteléfono —ordena mientras su vejiga hinchada pide pista a gritos.
El Tin no está de acuerdo. No entiende de qué se trata, pero apuesta que Alina Jericó tiene algo que ver. Obedece contra su voluntad, enfurruñado. Entra la comunicación. Mani habla con Frepe, que ha viajado a la ciudad para supervisar el atentado. Le pide que busque a Fernely en el hotel y que le ordene congelar el plan.
—Después te explico por qué —le dice Mani, mientras piensa que ya tendrá tiempo de inventar alguna razón para no tener que confesar la verdadera.
Frepe dice: No se puede. Alterado, explica que de manera imprevista la ciudad se llenó de policía por un acto oficial en un edificio cercano al Nancy. No puedo entrar en la zona, advierte, es peligroso. Mani insiste hasta que Frepe cede, en parte porque su instinto de clan lo empuja a obedecer, y en parte por costumbre, porque siempre ha bastado una palabra del Mani para que las cosas se hagan o dejen de hacerse, sin que los hermanos pongan peros o pidan explicaciones. Frepe se compromete a estar en diez minutos en el Nancy, buscar a Fernely y comunicarse inmediatamente con el Mani.
El Mani le dice al Tin que no se mueva del radioteléfono y sale a buscar a Alina. Toma el ascensor del servicio para subir dos pisos, recorre un amplio corredor entapetado que absorbe el ruido de sus pisadas y llega al dormitorio principal. Allí la encuentra: tendida boca abajo sobre la cama, con la cara hundida en el edredón de plumas, trágica y divina como Romy Schneider en Sissi. Antes de decirle nada se dirige al baño.
El Mani Monsalve orina: abundante, satisfactorio, espumoso, amarillo subido. Vuelve a la habitación sintiéndose ligero, aliviado, con la certeza de que en el inodoro acaba de solucionar la mitad del drama. Ahora sólo queda pendiente la otra mitad. Se sienta al lado de su esposa y le acaricia el pelo.
—Si es mujer se va a llamar Alina —le dice para hacerla feliz, pero en realidad quiere que su hijo sea varón y está seguro de que va a serlo.
Vuelve enseguida al cuarto del radioteléfono y llega justo en el momento en que entra la llamada de Frepe, que ya está en el Nancy pero no ha encontrado rastro de Fernely:
—Por aquí no ha pasado todavía —dice—. Tal vez esté por llegar.
Mani le ordena que no haga nada distinto a buscar al hombre. Que plante a su gente en el hotel hasta que lo vean entrar. Le dice que el Tin Puyúa sale para allá y estará llegando en dos horas. Que se comunique tan pronto haya novedad. El Tin agarra un automóvil y parte hacia la ciudad con la orden de colaborarle a Frepe para frenar a Fernely. Así sea a tiros, le ha dicho Mani. Tin piensa que Mani está loco, pero sale dispuesto a cumplir.
El Mani se queda al lado del radioteléfono y espera. Juega solitarios con la baraja, uno tras otro. Desocupa botella tras botella de Kola Román. Una hora, hora y media, dos horas. A las 9.45 de la noche recibe la llamada de Frepe, quien le informa que acaba de llegar el Tin pero que Fernely no aparece.
—Tal vez se espantó al ver tanta tropa —dice—. Tal vez fue directo a lo suyo, y ya no pasa por aquí…
El Mani monta en cólera.
—¿Es que nadie controla a ese hijueputa? —grita—. Si dijo que iba a estar en el Nancy, tenía que estar en el Nancy.
—Él hace sus cosas a su manera —lo defiende Frepe.
El Mani insulta a su hermano, lo llama imbécil, monigote pintado en la pared, le dice que Fernely se la baila y le ordena que mande al Tin a buscar a la modelo, para advertirle del atentado y pedirle que prevenga a Narciso.
—¿Cómo? —Ahora es Frepe el que grita, ardido por la sospecha de que su hermano se vendió al enemigo—. ¡Es demasiado tarde, Mani! ¿Quieres que le ordene al Tin que se atraviese en el tiroteo? ¿Quieres que se muera por salvar a un Barragán?
Mani comprende que si no recupera la calma pierde la partida. Respira hondo, habla claro y despacio y le pone a cada una de sus sílabas toda la carga de autoridad de que es capaz.
—Haz lo que digo. Detén a Fernely.
Frepe cuelga la bocina y se limpia en el pantalón la palma de la mano, empapada en sudor. Le da un chupón largo a su tabaco y sale de la cabina, que queda inundada de humo sucio. Camina hasta el automóvil donde lo espera Tin Puyúa.
—¿Qué ordena el Mani? —pregunta el Tin.
—Nada —miente Frepe—. Dice que ya es tarde, que no hagamos nada.