A las cuatro de la mañana, en la zona roja de la ciudad, un Mercedes Benz 500 SE, blindado, color crema chantilly con vidrios opacos y tapicería en cabritilla blanca, frena en seco frente a un muro pintado de negro, sin ventanas y con un letrero en neón que dice «La Sirena Azul, Bar Topless y Strip Tease, Auténticas Sirenas que harán Realidad sus Sueños más Exóticos». Detrás paran dos Toyotas cargados de personal armado.
Del Mercedes se baja un hombre cojo, grande como un orangután, entra al establecimiento y escudriña en la penumbra cargada de humo a través de los lentes negros de sus gafas Ray-Ban. Es Nando Barragán, que espera unos minutos para poder distinguir las figuras que se mecen en la oscuridad al ritmo del merengue «Devórame otra vez». Observa el panorama con ojo clínico hasta que se hace una composición mental de las existencias. En total hay disponibles doce mujeres, medio desnudas, medio disfrazadas, discriminadas así: dos mariposas, un pavo real, dos sirenas, una colombina, dos travestís, una conejita, una tigra y dos simplemente putas.
—La Sirena Negra, el Pavo Real y la Tigra —ordena a sus guardaespaldas. Enseguida sale del local y espera en el Mercedes a que sus órdenes se cumplan.
—En otras épocas, antes del atentado que le lesionó la rodilla, Nando llegaba a La Sirena Azul, mandaba cerrar la puerta, le pagaba trago a todos los presentes, se trepaba a la pasarela, manoseaba a las bailarinas del striptease, les metía dólares entre los bikinis y terminaba quitándose la ropa él también.
—Y al que no le gustara verlo empeloto, que se aguantara.
—Dicen que tenía el miembro pequeño, ridículo como un chito en medio de ese cuerpo descomunal.
—También dicen que a pesar de esa escasez de atributos las hacía gozar a todas y le sobraba para la segunda ronda. Pero es que de él dicen muchas cosas y no siempre son ciertas. Cuentan por ejemplo que estaba todo cubierto de vello, como un simio auténtico, y la verdad es que tenía la piel cerosa y lampiña de la gente amarilla.
Los guardaespaldas se acercan a una negra inmensa vestida de sirena, a una rubia con penacho de plumas de pavo real y a una flaquita con orejas y cola, forrada en malla imitación piel de tigre. Les dicen algo al oído y las tres mujeres se cubren a la carrera con chalinas, agarran sus bolsos y salen a la calle balanceándose sobre sus tacones aguja de nueve centímetros y medio, empujándose como colegialas y alborotando como gallinas.
Se montan al Mercedes en algarabía de grititos y saltitos, el Pavo Real adelante, la Sirena y la Tigra atrás, pero Nando desaprueba y ellas se reacomodan para que quede adelante la Sirena, y atrás la Tigra y el Pavo Real. El Mercedes y los Toyotas arrancan por las calles del barrio de tolerancia chirriando y quemando llantas. En plena marcha al Pavo le da por abrir la puerta, que le ha atrapado el penacho, y en una curva cerrada por poco sale despedida, pero se salva porque alguien la agarra de una presa y la tira hacia adentro. Se detienen frente a la plaza de los serenateros y a una señal de Nando los guardaespaldas recogen un trío conocido, de confianza, y lo montan en uno de los Toyotas.
Con el Mercedes a la vanguardia, la caravana enruta hacia la costa y toma por una carretera de montaña que bordea el mar, enroscándose por entre precipicios y acantilados con las olas tremendas, negras, verdes y violetas, rugiendo al fondo. Con una mano, Nando maneja a ciento veinte kilómetros por hora, con la otra sostiene una botella e intercala tragos de whisky con chupones de Pielrojas que las mujeres le ponen en la boca. Va volando bajo, borracho y por instrumentos, desoyendo la fuerza de gravedad que a cada curva lo llama desde las profundidades y haciendo disparos de Colt contra las señales de tránsito que le advierten los peligros de la ruta.
Las chicas están en ambiente, llevadas por la rumba y el reventón, entregadas al trago y al humo y ocupadas en atender a su anfitrión: mientras una lo besa, la otra lo chupa y la tercera le recita versitos de amor al oído. Se bajan por la garganta el Old Parr y tiran las botellas vacías por la ventana para ver cómo el cristal color café estalla contra el asfalto en mil astillas doradas que los Toyotas tienen que esquivar, con inverosímiles maniobras de timón, para no pinchar las llantas.
Por órdenes de Nando la Sirena inicia un brutal striptease mientras canturrea merengues con voz ronca de indio malo. Se desabrocha un sostén marino con escamas metálicas que parece armadura medieval, y saltan al aire, buscando la libertad, dos tetas monumentales, dignas por su tamaño del libro Guinness de récords, con el pezón estampado en toda la mitad como ojo de cíclope. Cada pecho de la Sirena Morena es un campeón mundial del peso pesado, el de la derecha es Frazer y el de la izquierda Muhamad Alí, que con el mece-mece y las sacudidas de la carretera se trenzan en un desafío pugilístico: curva a la izquierda y Frazer cae sobre Alí dejándolo contra las cuerdas, curva a la derecha y Muhamad responde con un uppercut que noquea a Frazer, y en medio de la excitación de la refriega, los dos pezones se endurecen, se abren como antenas parabólicas y envían señales pornográficas, pidiendo guerra.
Los pasajeros del asiento delantero van comprimidos como sardinas enlatadas, como si en vez de dos personas de gran tamaño viajaran cuatro, Nando el Gorila, la Sirena mejor llamada la Ballena, el gran pecho Frazer y su hermano gemelo, el pecho Alí.
La Sirena se saca la cola de pescado, armada con alambres y lamé plateado, y queda al aire libre la pelambrera bravía que tiene entre las piernas. El sexo de la mujer, desbordante y pródigo como una vorágine, despide efluvios animales que hacen que Nando se inspire, se emocione y empuje una botella por entre esa carnosa cuenca amazónica hasta que la ve desaparecer, devorada, con todo y el viejo barbudo que está pintado en la etiqueta.
—Me engañaste, Sirena —le dice Nando con desencanto—. Las sirenas no tienen agujero y tú tienes una tronera que si me asomo te veo las amígdalas.
Mientras tanto atrás el Pavo Real, que es una rubia de pelo largo, se ha quedado dormida con los ojos abiertos y la boca descolgada, y Nando le ordena a la Tigra que la despierte y que la desplume. La Tigra, que es flaquita pero mañosa, agarra a la otra a cachetadas para despabilarla, la sacude, la mordisquea, le estampa besos sonoros en la boca, pero el Pavo sigue inmutable y ausente, perdida en quién sabe qué purgatorios alucinógenos y consumida en melancolías alcohólicas. Entonces la Tigra, que es fiera y no perdona desplantes, la araña con las uñas filudas, le arranca las plumas del penacho y también la peluca rubia, que rueda al suelo dejando al descubierto una cabeza afeitada y lisa como bola de billar.
—Ésta no tiene ganas de nada, no colabora —la acusa, modosa y lambona, la Tigra.
Al Pavo Real no le importa, nada le causa encanto ni atractivo y sigue ahí desmayada en su asiento, pobre pajarraco plebeyo y deslucido, con el penacho achantado, las tristes tetas derrotadas por su propio peso, cogida in fraganti en el ardid de la peluca y con el cráneo expuesto en su verdad monda y lironda.
—Estas putas me engañan —se queja Nando Barragán, desolado como un niño—. La Sirena es un fraude y la rubia también. En esta vida cruel sólo me quedas tú, Tigra.
La Tigra se ufana de su victoria y responde al estímulo emitiendo ruidos nasales y guturales. Le pone a Nando Barragán la peluca del Pavo y se le cuelga al cuello metiendo y sacando la lengua rosada como un gatito que toma leche tibia de un plato. Como viaja atrás la posición se le dificulta, se inclina demasiado sobre Nando y le aplasta la cabeza, le troncha la nuca, le insufla el mal aliento, le tumba las gafas, le hace cosquillas en las orejas con sus largos bigotes de felino y le impide manejar.
Pero la Tigra no se amilana ante los obstáculos, se empeña más que nunca en ejercer bien su oficio y manipula las partes masculinas desplegando experiencia y garantía en el trabajo. Hace arpegios con los dedos, fiorituras con las yemas, masajes y vibraciones con las palmas. Por el espejo retrovisor, él la mira quitarse la piel de tigre y exhibir la de mujer, más estrujada que la otra pero de todas maneras dotada de atractivos ocultos y secretas vanidades, y logra, finalmente, una erección satisfactoria.
En completa sintonía de máquina y hombre, el Mercedes aumenta la velocidad a medida que crece la excitación de su amo, y a cada golpe equivocado de timón asoma las narices sobre el abismo con audacia suicida. Después de una curva que saca al vacío las dos llantas del lado izquierdo, Nando se detiene para enmendar el rumbo y retomar alientos, y nota con tristeza que el incidente ha frustrado su ya de por sí dificultoso ascenso hacia la eyaculación.
—A veces me parece que es allá abajo donde quieres estar —le dice al automóvil con cariño desprendido.
Han llegado al pico más alto de la carretera. Con serenidad de gran señor acostumbrado a tomar decisiones drásticas sin que le tiemble la mano, Nando Barragán apunta la trompa de su Mercedes hacia el precipicio, imparte a los pasajeros la orden de descender a tierra y se baja él mismo, con agilidad improbable para su gran tamaño.
Colosal, todopoderoso, borracho como una cuba, con su peluca larga y rubia de guerrero teutónico, horrendo y espléndido como el eslabón perdido, empuja el vehículo hasta el borde, mira el mar que reverbera al fondo, hincha el pecho de aire y mete el empujón final.
El Mercedes Benz 500 SE color crema chantilly se desploma por el abismo despidiendo chispas y destellos, ofreciendo un espectáculo irrepetible y cinematográfico de gran angular y efectos especiales, mientras Nando, atónito, hipnotizado, embelesado, lo mira volar con suavidad por el aire inmenso y sin fondo, lo ve descender en silencio y en cámara lenta, rasgando nubes y decapitando ángeles a su paso, rebotando blandamente contra los peñascos negros, demostrando en cada golpe su solidez germánica y su incuestionable calidad de fábrica, hasta que al final del recorrido celestial las aguas del mar océano lo reciben bienhechoras, le amortiguan la caída en su lecho muelle, se abren dóciles a su paso triunfal en una alegre efervescencia de espumas y burbujas, y se lo tragan sin remedio y por siempre jamás.
Arriba, desde el borde del precipicio, Nando Barragán, el dios ebrio y amarillo, el de la peluca rubia, el de las gafas oscuras, la Colt Caballo en la cintura, los agujeros en la piel y la pata coja, contempla sobrecogido la escena grandiosa con los brazos abiertos en cruz y la mirada extraviada, y adivina que le llegó por fin el momento de alcanzar el éxtasis. Siente torrentes cálidos de leche que le inundan el cuerpo, los deja brotar en surtidor y riega el planeta tierra con su simiente. Luego eleva a las alturas los ojos llenos de lágrimas y grita henchido de orgullo, con voz tonante que se escucha en los cielos y en los infiernos:
—¡Soooooy un artistaaaaaaa!
—¿Es verdad que alguien iba dentro de ese carro? Dicen que al regreso de la orgía, en los Toyotas con los guardaespaldas no volvieron sino Nando, el trío, la Sirena y la Tigra. Del Pavo Real nunca se volvió a saber nada.
—Como iba dormida, a lo mejor se les fue con el Mercedes y no se despertó hasta que llegó al fondo del mar. Si hubiera sido sirena tal vez se salva, pero como era ave de corral…
Los músicos, que todo el camino han venido tocando entre el Toyota, rodean a Nando y lo abruman con vallenatos, siguiéndolo donde quiera como sombras fieles. Él, repleto como un nuche de Old Parr y exhausto tras el orgasmo cósmico que le ha producido la voluntaria destrucción de un automóvil de cien mil dólares, toma la decisión de descansar como Dios Padre en el séptimo día de la creación, y se tiende a dormir en un nicho blando de arena.
El conjunto musical rodea al durmiente en actitud de adoración. Le cantan boleros quedos y otras tonadas para el sosiego, hincados de rodillas con sus guitarrones y sus maracas, humildes y solícitos como Melchor, Gaspar y Baltasar velando el reposo del Niño.
—¡Se callan, hijueputas! ¡Si tocan una nota más, los mando fusilar contra el barranco! —grita Nando, que no ha podido pegar los ojos, y los corta en seco en la mitad de un re menor. Después se queda profundamente dormido, ronca como una bestia del monte y en sueños vuelve realidad a Milena, la inaccesible.
—¿Qué pasó con la Tigra y la Sirena?
—Que se las comieron los guardaespaldas y los músicos mientras el patrón dormía.
A la mañana siguiente en La Esquina de la Candela, en el garaje de la casa de los Barragán, Ana Santana se acerca a uno de los dos Toyotas, lo ve vomitado y hediondo, y en la parte de atrás del vehículo encuentra una gorda medio desnuda y medio embutida en una absurda cola de pescado, que duerme tirada en el piso.
—Denle desayuno a esta mujer —ordena Ana Santana.
—¿Se lo sirvo en la mesa del comedor? —le pregunta una de las chinitas.
—No. Póngaselo ahí mismo, entre el carro.