—¿Toda la gente de La Esquina de la Candela asistió al matrimonio de Nando Barragán?
—Casi toda, pero no, toda no. El Bacán y su combo se negaron a ir.
—¿Quiénes eran?
—Una barra de jugadores de dominó. El Bacán era un negro ciego que medía dos metros. Hacía que su mujer le leyera los periódicos, hablaba de política y de historia y sabía todas las cosas porque las había aprendido solo. Tenía autoridad en el barrio: era el único que sin manejar armas tenía autoridad. Odiaba la violencia, los atropellos, las trampas y la ostentación. Y el Combo era su barra de compañeros de dominó, un grupo de amigos que todas las tardes, a partir de las seis, se juntaba en el andén, frente a su casa, para encontrarle ganador a un campeonato que habían empezado tres años atrás y que nunca lograban terminar. Una de esas tardes, antes del matrimonio de Nando, la mujer del Bacán, una mulata grande de cuerpo, mucho más joven que él, le interrumpió la partida para pedirle dinero para comprar el vestido de la boda. Él le contestó que no, secamente. Ella, acostumbrada a que su viejo marido le diera gusto, quiso saber por qué. Y ahí mismo, delante de sus amigos y de los curiosos, el Bacán levantó de las fichas sus ojos inútiles, bañados en cataratas, albicelestes como un cielo nublado, y dijo lo que en el barrio nadie se atrevía a decir: Porque no vamos a ir. No tengo trato con asesinos.