Las gentes del puerto despiertan de la siesta, abren de par en par las persianas y dejan que el chorro de luz inunde las casas y disperse la humedad rancia de las cuatro de la tarde. El Mani Monsalve, que nunca duerme a mediodía, está sentado en su escritorio y mira por los ventanales de su despacho. A través de los vidrios polarizados el mar adquiere tonos plateados y artificiales que le agradan más que los naturales, y el cielo violeta se ve espléndido e irreal, como una fotografía.

El Mani se entrevista a puerta cerrada con su ayudante y mano derecha, el Tin Puyúa. Se ha quitado los zapatos y frota suavemente los pies contra el tapete, que mandó cambiar hace poco porque el anterior ya había perdido el olor a nuevo.

Todavía lo sorprenden las texturas y los aromas de los materiales costosos que vino a conocer de adulto. Siente placer al palpar el metal cromado de las patas de su escritorio, el mármol de la tapa, la imitación cuero de su silla reclinomática, el cristal tallado del vaso que sostiene en la mano. Aspira a fondo el perfume limpio e impersonal de un spray ambiental. Comprueba con satisfacción que no oye el estrépito del mar: ha mandado recubrir las paredes en corcho para aislarse del ruido, que le produce dolor de cabeza. Tiene el aire acondicionado funcionando al máximo y la temperatura helada le eriza la piel. Le gusta así: aguantó calor durante tantos años, que ahora se siente poderoso aguantando frío.

Cada semana recibe en su despacho la visita de un contrabandista que le lleva los últimos inventos de la tecnología y que siempre sale complacido porque el Mani Monsalve es cliente fijo para todo lo que tenga enchufe. Llena closets con electrodomésticos que no necesita, que compra sólo por darse el gusto. Colecciona algunos que ni siquiera sabe para qué sirven. Guarda celosamente los empaques y las instrucciones de uso, y lo poco que sabe de inglés, lo ha aprendido tratando de descifrarlas. Siente una pasión incontenible por los intercomunicadores, las pantallas gigantes, los equipos cuadrafónicos, los relojes digitales, los tableros electrónicos, los calendarios magnéticos, las cobijas térmicas, las tostadoras microondas, los hornos que se limpian a sí mismos, las grabadoras que se autorreversan, las cámaras autofoco y, sobre todo, los teléfonos.

Entre los veintiséis teléfonos conectados en su residencia, no hay dos que sean iguales. Tiene modelos inalámbricos, magnetofónicos, psicodélicos, memoriosos, antiinterferencias, en forma de zapato, de lata de Coca-Cola, de perro Snoopy. Su favorito, el que mantiene sobre el escritorio, es uno transparente que exhibe la maquinaria interna, recibe mensajes y los transmite, arrulla al que espera en la línea con una canción de cuna y despide luces de colores en la oscuridad, como un platillo volador.

Así como lo cautivan los aparatos eléctricos, los cuadros que cuelgan de las paredes, en cambio, le producen desconfianza. «Pintura moderna», le explicó el dueño de la galería de arte que se los vendió a precios elevados. Él pagó resignado, dejó que los colocaran donde les pareció mejor y hasta se aprendió los nombres de los artistas, pero la verdad, que no le confiesa a nadie, es que no le agradan. No entiende cómo pueden cobrar tanto dinero por unos manchones incomprensibles o por unos retratos que parecen pintados por niños. Sin embargo no se atreve a cambiarlos. Si los decoradores los escogieron, deben estar bien.

Ha conseguido más dinero del que hubiera podido soñar, pero lo traiciona el criterio a la hora de gastarlo. Sabe que no sabe qué es bonito y qué es feo, qué está de moda y qué no, y esto lo preocupa hasta la obsesión.

—No es sino que me guste una cosa —le comenta a Alina—, para que resulte de mal gusto.

Por eso necesita asesorarse, andar sobre seguro, no cometer errores ni incurrir en cursilerías que pongan en evidencia su condición de nuevo rico.

Como los cuadros de Obregón y de Botero, hay otras cosas que no ha digerido, entre ellas la ropa de marca. Compra por toneladas pero no se la pone porque le pica, le estorba, le aprieta. Lleva las uñas siempre descuidadas: odia a las manicuristas. También a los masajistas, los peluqueros y los médicos, porque tiene fobia a que le toquen el cuerpo. Para evitar el contacto físico, no se arrima a la gente ni deja que la gente se le arrime. Duerme poco, puede pasar días sin comer, no fuma, no se droga, no le gusta el alcohol y sólo bebe Kola Román.

—La Kola Román era su adicción. Se bajaba un litro tras otro y se decía que era la anilina roja de esa gaseosa lo que lo mantenía hiperactivo.

—¿Está listo lo de esta noche? —le pregunta el Mani Monsalve al Tin Puyúa, mirando hacia otro lado, como si no le interesara, como si en realidad no estuviera preguntando. Se saca del bolsillo un chicle de menta, lo masca con la boca abierta, nervioso. Lo que quiere saber es si ya está montado el atentado contra Narciso Barragán. ¿Qué pasó con lo de esta noche?, vuelve a preguntar sin dar tiempo para que le contesten. Ha decidido mantenerse al margen: no ensuciarse las manos con el asunto y dejarlo bajo responsabilidad de su hermano Frepe. Para tener la conciencia tranquila. Para que Alina no pueda echarle la culpa. Pero está demasiado acostumbrado a manejar todos los hilos y a última hora no puede controlar el impulso de inmiscuirse: ¿Cómo va lo de Narciso, ah?

Sentado en el borde de una silla y martillando el suelo con el tacón de su bota, como si sólo esperara el momento de irse, el Tin Puyúa contesta las preguntas de su jefe. Habla a la carrera, desmenuza papelitos con las manos, se echa hacia atrás el mechón de pelo que le cae sobre la frente con un movimiento espasmódico de la cabeza.

Tin informa: como se cumple una zeta, los Barraganes van a estar acuartelados en su casa, salvo Narciso, que no le hace caso a las zetas y que va a pasar la noche con una modelo celebrándole el cumpleaños. Fernely lo sabe porque interceptó los teléfonos. Le va a caer cuando llegue a la casa de ella. Le va a atravesar una camioneta de Obras Públicas para bloquearle la vía y lo va a emboscar con hombres vestidos de deportistas que llevan armas entre maletines.

Mani escucha y se revuelve en su silla, desapacible. El chicle no le sabe a nada y lo escupe. Tin Puyúa sigue: Fernely ya consiguió la camioneta sobornando a un empleado municipal y ya ubicó la casa de la mujer; tiene todo listo y sólo espera que Frepe le dé luz verde.

—¿Para qué carajos le meten tanto misterio? —pregunta el Mani, fastidiado.

Matar es para él un oficio sencillo, de cojones y no de inteligencia, más parecido a la cacería de animales que a la táctica militar. Se indigna con tanto preparativo y tanto invento raro, se acelera, va a llamar a Frepe para decirle que se deje de armar enredos, que desconvoque al tal Fernely, que se vayan los dos solos en un jeep, le peguen un tiro en la cabeza a Narciso, y ya. Pero se contiene y no lo llama. Se ha propuesto no llevar velas en ese entierro, y va a cumplir.

Por tercera vez en el día le pregunta al Tin Puyúa qué opina de Holman Fernely, y el Tin está a punto de repetirle también por tercera vez que no sabe, cuando se abre de golpe la puerta del despacho.

—Dicen que el Mani se sobresaltó y echó mano del revólver. Es comprensible porque nadie, ni siquiera su esposa, se atrevía a irrumpir en su despacho sin golpear.

Es Alina Jericó. El Mani suelta el revólver y la invita a sentarse, sorprendido. Le pregunta: ¿Qué pasó?

—Nada —contesta ella, y Mani enseguida adivina que sucedió algo grave.

Ella viste pantalón y camisa de seda clara y holgada, y unas sandalias que dejan al descubierto sus pies blancos y perfectos de escultura en mármol. Tiene la cara sin maquillar, y en las ojeras marcadas se ve que pasó la noche batallando con la yegua negra de sus pesadillas. Sus orejas asoman por debajo del pelo recogido, y en cada lóbulo brilla un diamante pequeño pero diáfano y azul como Venus en el cielo de la tarde.

—Dime qué pasó.

—Nada.

Alina se sienta en una silla frente al escritorio del marido y se queda callada. Fulmina al Tin Puyúa con una mirada donde el odio refulge más que los diamantes azules. Aborrece los tics nerviosos del pistolero y resiente su presencia entrometida veinticuatro horas al día en su vida privada. Cruza la pierna y aprieta los labios, porque delante del Tin no va a decir ni una palabra. El Mani se da cuenta.

—Vete, Tin —ordena.

El muchacho azota hacia atrás el mechón de pelo con dos sacudidas seguidas de la cabeza y se para, soberbio. Por el Mani da la vida, pero con Alina el fastidio es recíproco y él tampoco hace nada por disimularlo. Sale y cierra la puerta.

—Ahora sí, dime qué es —le pregunta el Mani a su mujer, mientras hace fuerza para que no se trate de un tema complicado. Tiene el cerebro saturado con el problema de Narciso y se siente incapaz de soportar reproches conyugales en este momento. La mira con ojos duros, cansado de antemano con la discusión que se avecina. La adora, siempre y cuando no le arme problema.

Sin abrir la boca, Alina busca entre su bolso hasta que encuentra un sobre. Se para, lo coloca en el escritorio y se vuelve a sentar. Hay en su actitud algo desafiante —un gesto a lo James Dean— que pone en alerta al Mani, quien duda antes de agarrar el sobre. Mira a su mujer interrogándola con los ojos, suplicándole un respiro, un plazo para lo que sea, pero ella le devuelve la mirada sin concesiones.

Mani se siente perdido. No sabe de qué se trata, pero lo que sea es grande, gordo y pesado y no hay nada que hacer porque ya se vino encima. Abre el sobre, desdobla el certificado que hay dentro y lo lee: «Laboratorio de Análisis Clínicos. Doctor Jesús Onofre. Señora Alina Jericó de Monsalve. Prueba inmunológica del embarazo: positiva».